El diario de Ruth Maier

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“¿Por qué no íbamos a sufrir, cuando hay tanto sufrimiento?”

(De las últimas palabras que nos quedan de Ruth)

Todos recordamos a Ana Frank. Su Diario fue un movimiento sísmico para muchas almas que puede que todavía no hubieran caído en la cuenta de lo que supuso el régimen racista y homicida del Tercer Reich. Muchos lectores pasamos por la intimidad de su dolor y de su temblor, de su esperanza y de su miedo; pasamos por unas páginas que nos hicieron estremecer, que nos hicieron conocer la inocencia y la sabiduría de una niña -no tan niña- ante la irracional barbarie nazi. Estábamos ahí, con ella, desgranando esas palabras que Ana iba escribiendo como refugio, como confidencia, como desahogo. Precisamente hace unas semanas apareció el libro Saludos y besos; la extraordinaria historia de la familia de Ana Frank, de Mirjam Pressler (Mondadori Debolsillo).

Ana Frank sólo hubo una, pero van saliendo a la luz otros diarios o memorias de chicas jóvenes que vuelven a hacernos pensar, que vuelven a mostrarnos la impotencia y a la vez el milagro del alma humana; almas que no se conforman, que se rebelan, que quieren ser felices. Chicas que viven unas experiencias terribles, pero que no renuncian, que no se rinden. Y a través de sus diarios nos asomamos a su corazón y a su día a día, a su tremenda soledad a veces, a la desgarradura familiar, a una sensibilidad que nos va dejando la intrahistoria de una época espeluznante. Leí con emoción el Diario, de Hélène Berr (Anagrama); leí con una mayor emoción si cabe Alicia, la historia de mi vida, de Alicia Appleman-Jurman (Alba); y he leído con renovada impresión El diario de Ruth Maier (Debate). Y no quisiera dejar de apuntar una novela de una escritora alemana interesantísima -y muy exitosa en los años 20 y 30- llamada Irmgard Keun. La novela se titula Niña de todos los países (Minúscula) donde se nos narra el exilio de una familia -el padre es escritor que se ve obligado a huir de la Alemania nacionalsocialista- desde los ojos de una niña de diez años, que con su candor nos enternece y nos hace sonreír. (Por favor, sigan la pista de Irmgard Keun).

Pues sí, acabo de concluir la lectura de El diario de Ruth Maier, esta joven vienesa (Viena, 1920-Auschwitz, 1942) que, huyendo de Hitler y de sus verdugos, se encamina a Noruega -donde llega antes de la guerra-, mientras que su madre, abuela y hermana consiguen establecerse en Inglaterra. Imagínense a una chica de 18 años en Noruega, separada de su familia, durante cuatro largos años. Sus diarios, sus dibujos y las cartas a su hermana Judith (Dittl) van a ser su cobijo y su bastión. Escribe el 7 de abril de 1941, en la pequeña ciudad de Lillestrom (donde vivió en casa de los Strom): “No escribo un diario para poner mis ‘reflexiones’ sobre el papel, ni para inmortalizar pensamientos inteligentes. Escribo para dar rienda suelta a unos sentimientos que, si quedaran reprimidos, podrían ahogarme”. Y escribirá también el 16 de mayo de 1941, en Tau: “Es curioso el alivio que supone para el corazón garabatear con tinta y pluma unas cuantas frases. Cuando estoy sentada escribiendo, mi añoranza se inclina sobre los renglones, se queda allí, y ya no siento el dolor”. La escritura como verdadera terapia.

Los diarios comienzan en 1933 en diversos cuadernos. Ocho exactamente. Desde los doce años hasta los veintidós, hasta el final de su vida. El editor Jan Erik Vold ha hecho una buena labor de investigación y puesta en claro. Ruth era una chica normal, estudiosa. Su talento para las artes era innegable. Quería ser actriz, y escritora, y pintora. Su curiosidad ante la vida, ante el saber, era constante. Nunca dejó de ser una lectora compulsiva. Como su padre, todo un humanista metido a secretario general del Sindicato Austríaco de correos. Poseía una biblioteca muy bien nutrida (de la que Ruth sacó algún provecho y el hábito de los libros), era doctor en filosofía y hablaba alemán, italiano, checo, francés, turco e inglés; además de griego clásico y moderno y latín. Ruth, ya casi al final de los diarios, y, sin saberlo, casi al final de su propia vida, sintetiza el contante afán de sus días: “Lo que quiero es vivir. Pero también deseo saber más”. (18 de agosto de 1942). Ya el 1 de enero de 1937 escribía: “Habría que dedicarse solo a leer y leer. Y aprender”. Las referencias literarias son constantes.

Su vida en Noruega no fue fácil. La soledad le comprimía el alma. “En un instante el mundo entero empieza a tambalearse, y busco en vano un punto fijo”. Ruth era una chica soñadora, llena de ideales. “En la vida hay que buscar la belleza y la bondad”. Leía con fruición y ansiaba enamorarse, entregarse a un chaval estupendo. “Creo que todos los sentimientos auténticos son infinitos”. Pero añoraba un hogar, ser madre. No quería vivir la vida en vano. Su máxima inquietud era amar, amar, y ser amada. “Quiero compartir”. Su aguda sensibilidad estaba unida a una marcada sensualidad. Puso su corazón en algunos hombres y también en la amistad de muchas compañeras. Cuando conoció a la poeta Gunvor Hofmo se sintió comprendida. “Ha despertado en mí la bondad”. Esa amistad tuvo una deriva homosexual, o eso creía. Ruth estaba confusa, se martirizaba constantemente ante el déficit de cariño, de un hogar. La presión fue tremenda para ella. “Angustia dentro y angustia fuera”. Y los problemas de trabajo y sin ver a su familia, y la esperanza de ir a los Estados Unidos que se desvanecía. Y Hitler ocupa Noruega. Cada vez era menor su esperanza. “¿Por qué es tan difícil vivir?”.

El lector no debe juzgar. El lector comparte el dolor de Ruth Maier. El pensamiento de la muerte es otra de las constantes. Ella se lo llega a preguntar: “¿Por qué pienso tanto en la muerte? Quizá porque temo que cuando me llegue todavía no habré hecho nada”. Y el 6 de diciembre de 1937 escribe: “Antes de ti había muerte, después de ti habrá muerte. Sólo tú eres vida. ¡Vive! ¡Vive bien! Haz que tu vida sea vida”.

El 26 de noviembre de 1942 la detuvieron. Desde el puerto de Oslo, en un barco llamado Donau, partió Ruth Maier hacia su destino. En Auschwitz. El martes, 26 de octubre de 1937, había escrito en Viena: “(…) debemos amar a todos los seres humanos, porque la vida es breve”. Desde aquí mi personal homenaje hacia Ruth.

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