Pacientes incompetentes

ARNOLDO KRAUS/ LA JORNADA

Son múltiples las teorías con respecto al conocimiento. Una, vinculada al conocimiento científico, sostiene que el saber crece por acumulación: con el tiempo se descubren más sucesos y se entienden mejor diversos hechos. Otra teoría asegura que el conocimiento aumenta cuando se reconocen o descubren errores.

En medicina ambas teorías son vigentes. En algunas situaciones prevalece la acumulación; la clínica es buen ejemplo: el médico que más enfermos atiende sabe más (o al menos cuenta con esa posibilidad). En otras circunstancias la identificación de errores estimula el conocimiento; los experimentos en el laboratorio o en el diseño de aparatos médicos son buen ejemplo, aunque la clínica y la cirugía también califican en este rubro. La medicina crece bajo la égida de ambas formas de sabiduría.

Cuando los doctores dejan de inquirir, no acerca del valor, si no sobre cómo se aplica el conocimiento, emergen problemas éticos. Cuando se descuida o maltrata a los denominados pacientes incompetentes –enfermos que no se valen por sí mismos–, algunos logros del conocimiento médico quedan en entredicho. El tema es universal y atemporal; en las próximas líneas reflexiono exclusivamente sobre los adultos que fueron competentes y se tornaron incompetentes. Excluyo a los niños que nacieron o se volvieron incompetentes.

Es cada vez mayor el número de adultos incompetentes. Unos son físicamente competentes y mentalmente incompetentes (su cuerpo funciona, su intelecto no funciona); otros son mentalmente competentes y físicamente incompetentes (su intelecto funciona, su cuerpo no responde). Accidentes, vejez, enfermedades y errores médicos son las causas principales de incompetencia.

Como parte del discurso médico laico la autonomía de la persona y del paciente es un derecho indiscutible. Las tragedias que viven algunos enfermos incompetentes, sobre todo aquellos cuyo intelecto les impide denunciar conductas vejatorias, pueden disminuirse si se siguen algunas directrices sencillas.

Algunos casos reproducidos por la prensa, donde se narran las desagradables peripecias de los familiares de enfermos mentalmente incompetentes, sometidos por tiempos prolongados, diez o más años, a todo tipo de tratamientos, incluyendo terapia intensiva, han sido parteaguas para alertar a la población sana de sus derechos. Casos emblemáticos son, inter alia, Eluana Englaro en Italia y Terri Schiavo en Estados Unidos. Ambas permanecieron en estado vegetativo por más de 10 años a pesar de que los padres de la primera, y el esposo de la segunda solicitaron, en repetidas ocasiones, que se les permitiese morir. Después de múltiples procesos legales a ambas se les retiró el apoyo y fallecieron tras largos, dolorosos, costosos y fútiles periplos. Fútil en medicina implica, grosso modo, que la realización de procedimientos médicos no modificará el curso de la enfermedad.

Poco le interesan al conocimiento y a la investigación médica los pacientes incompetentes. Son más interesantes los enfermos con patologías raras o complejas o las enfermedades que puedan significar grandes éxitos académicos o jugosas ganancias económicas. Los pacientes incompetentes no estimulan la creatividad médica. Desafortunadamente son cada vez más el número de enfermos que perviven largos años en condiciones deplorables. El abandono y el descuido son fenómenos comunes. Familia, instituciones sociales, asilos, albergues religiosos e instituciones médico/siquiátricas, no satisfacen, con frecuencia, las necesidades de los pacientes incompetentes.

La paradoja es muy compleja: el conocimiento médico ha logrado envejecer a la población y ha conseguido, en incontables situaciones, impedir la muerte de personas mentalmente incompetentes. Debido a esa paradoja y a otras circunstancias poco felices, en algunos países se han desarrollado las denominadas instrucciones o voluntades anticipadas (antes llamadas testamento en vida), así como la figura de un apoderado (también denominado poder notarial duradero).

Las instrucciones anticipadas –La Jornada, 12 de diciembre, 2007– son un documento donde se asientan los deseos de la persona respecto del tratamiento a seguir u omitir en caso de enfermar mentalmente. El apoderado, por su parte, adquiere el derecho de decidir cuando las instrucciones anticipadas no sean claras o no existan. Ambos documentos protegen al enfermo del entorno médico y son guías invaluables para que familiares y doctores sigan y cumplan la voluntad del afectado.

Ni las instrucciones anticipadas ni el poder notarial duradero son infalibles; ambos pueden contener errores o ser incompletos. Sin embargo, su aplicación ha demostrado ser útil y ha contribuido a humanizar el proceso final de la enfermedad y a respetar la autonomía de la persona.

La generación de conocimiento en medicina es (casi) infinita. Enhorabuena; enhorabuena pero con matices. Las teorías que afirman que el conocimiento médico crece cuando los galenos aprenden de los errores son muy útiles; mucho se crece cuando del error se aprende. Prolongar sin razón cualquier vida es fútil. Los pacientes mentalmente incompetentes son cada vez más frecuentes. Viven más conforme aumenta la ciencia médica. La dignidad de las personas que una vez fueron competentes y luego se tornaron incompetentes no depende del conocimiento médico, sino de su aplicación. El edificio de la ética médica, cada vez más resquebrajado, es el encargado de vigilar ese escenario.

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