DAVID LUDOVIC, DESDE VENEZUELA
Dos noticias recientes dan cuenta del verdadero problema que subyace en los disturbios ocurridos en Egipto en la última semana. Por un lado, por primera vez en la historia reciente de Oriente Medio, se produjo, algo prohibido por el acuerdo de paz de 1979 un despliegue de tropas egipcias en la Península del Sinaí con Israel. La razón: impedir la filtración y tránsito de armas y militantes a través del trecho Gaza-Egipto. A esta maniobra se suma el silencio, apenas roto, de las autoridades israelíes respecto a la negativa de Hosni Mubarak de dejar el poder.
Los medios y la opinión pública occidental plantean los sucesos de Egipto en términos eminentemente occidentales: frente a una férrea dictadura de más de tres décadas, los ciudadanos egipcios quieren un cambio y mayores libertades, así como progreso económico. Sin embargo, desde la década de los cincuenta se ha demostrado la dificultad de aplicar remedios occidentales a problemas que no competen a Occidente, como claramente lo dio a entender Obama en junio de 2009 en su recordado Discurso de El Cairo.
En el caso egipcio se confrontan dos variables que son mucho más complejas que democracia y autoritarismo. La puerta que realmente abre la crisis del gobierno de Mubarak es la que ya planteó el propio Netanyahu hace un par de días : la posibilidad de que el gobierno egipcio pase del laicismo de Mubarak a un régimen teocrático, de naturaleza similar al de Irán, de la mano con la principal organización opositora del país: la Hermandad Musulmana, ilegalizada pero aún activa.
Resulta fácil adivinar las consecuencias de una movida política de esta naturaleza en el sistema internacional, concretamente en la estabilidad de la región, donde el cerco a Israel estaría no sólo desde el este, con Irán, y desde el norte, con Siria, sino ahora desde el oeste, con un Egipto muy distinto a aquel con el que firmó la paz en 1979 y ha logrado mantenerla, sin mayores alteraciones, hasta hoy. Un gobierno de tinte teocrático, con nada descartables alianzas con los vecinos de Hamás en Gaza, implicaría, en efecto, un deterioro en las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Por su parte, rodeado de nuevas amenazas, y con una coalición gobernante cada vez más inclinada hacia la derecha, no sería descartable la puesta en práctica por parte de Israel de una política exterior mucho más ofensiva, no solamente en términos diplomáticos, sino incluso militares y estratégicos.
De ahí que, para Israel, y en general para los restantes estados que busquen estabilidad en la región, sea mucho mejor un “bueno conocido” como el actual -y casi depuesto- mandatario de Egipto, que la incertidumbre y el “río revuelto” donde pueden “pescar” (parafraseando el refrán) las facciones islámicas más fundamentalistas y radicales de la zona.
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