Pie de foto: En la fila alta (de izquierda a derecha): Abraham (Abi) Jinich, Isaac (Zaqui) Lokier, Noel Barrera (q. e. p. d.), Alejandro Nudelstejer, Elías Leizorek, Roberto Constantiner, Sergio Abush, Lázaro Bielas y el Profr. ………; Fila dos ……….., Sara Rafoul (q. e. p. d.), Sara ……., …….., Shulamit Beigel (en su característica Rebeldía, sin uniforme), …….., ………. . En la tercera fila: Sara Savosnik, ………., Sara Moscona, ……….., ……….. Miriam Zimerman, Perla Tabachnik. En fila inferior: Alejandro Stolarsky, Mirón Gleich, Luis Zichlinsky, ……….., Elías Mekler, Leslie Neumann, Simón Alperstein, Iche Schmidt y ………..
“Con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto. Porque el pasado se abre paso a zarpazos. Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años observando a hurtadillas ese callejón desierto.”
Khaled Hosseini: Cometas en el cielo.
Recibí hoy un correo de May Samra pidiéndome que si podía enviarle una pequeña biografía. Lo pensé y lo pensé, y como no me gusta hablar de mi misma, decidí escribir algo que más que habar de mí, habla de una época, mi época.
Es difícil hablar con modestia de las distintas etapas de nuestra vida, que en realidad coinciden con los escenarios en los que transcurre una historia de la que a veces somos ajenos, sobre todo cuando somos niños y ni nos interesa lo que sucede a nuestro alrededor.
Pero si hago un esfuerzo, mi memoria me lleva a unos primeros años en Tel Aviv, donde nací, y más adelante a una infancia y adolescencia en el Distrito Federal, en la “Tarbut” donde estudié, y cuyos recuerdos son maravillosos.
Más adelante, mi juventud “revolucionaria”, salón de izquierda me llamaba mi padre, en México también, y hacia Israel y Venezuela en la edad adulta, inmersa en un país que también hice mío.
A veces pienso que mi vida fue la telenovela que quise escribir y que nunca escribí. Una historia de amor y lucha, condicionada por el mundo en que vivíamos los jóvenes en aquella época, una historia que, a pesar de todo, está mucho más cerca de la realidad que la descrita por la literatura o las telenovelas latinas.
Cuando pienso acerca de mi infancia en el mundo en que me hallé en los años cincuenta, en un México llamado por Fuentes “La región más transparente del aire”, y la comparo con el México de la droga y los asesinatos de hoy, pienso que los cambios han sido enormes. Mi México y el de mi generación, fue el de la “Tarbut”, una escuela excelente no solo por su nivel de estudios, sino por el compañerismo que, hoy, cincuenta años más tarde, descubro que existía y que aun hoy en día subsiste.
La vida me dio la oportunidad de vivir en varios mundos: En los sesentas, conocí la actitud contemplativa de los hippies, mientras cursaba mi primer año de antropología en USC, en California. Fue una revolución total y hermosa, que la viví desde fuera pues me daba miedo adentrarme en ella y, además, yo era una “niña bien” de la comunidad judía mexicana, y aquello no era lo mío. Pero me gustaba porque había algo inocente e idealista en el movimiento.
Fue una revolución que produjo una liberación de las costumbres, pero fue una revolución limitada, ya que los hippies eran también niños bien, hijitos de gente de clase media alta. Pero el movimiento tuvo una influencia enorme tanto en Europa como en Latinoamérica. Y aunque fue una revolución más individualista que social, llegó a México también, y sacudió a la sociedad mexicana, donde ciertos temas apenas si se habían tocado anteriormente, como el de las drogas y el sexo, temas reprimidos y relegados a lo más privado, y que de repente pasaron a formar parte de la actualidad.
Además, la revolución hippie ayudó a disipar las fronteras, y a integrar el mundo y abrirlo a todos, a los que vivían en el llamado Primer Mundo y a los que vivíamos en el Tercer Mundo.
Pero yo vivía en un mundo desinformado respecto a lo que ocurría en el resto de México. En mi mundo todo estaba organizado en función de rituales, fiestas y diversiones de una inocencia extraordinaria, que hoy extraño. Ese era el mundo que yo conocí hasta los 16 años.
Entré a estudiar en la preparatoria del Colegio de la Ciudad de México (Mexico City School), donde había estudiantes de todo tipo de sectores sociales y estaban representadas todas las razas. Mis recuerdos de aquellos dos años son muy buenos pues era un lugar excelente para conocer a un México distinto, más amplio.
Siempre digo que en los sesentas, quienes éramos adolescentes en esa época fuimos, además, producto de la generación del 68. En esos años los estudiantes se alzaron en París y luego en varias partes del mundo, aún en Israel. Ese movimiento comenzó a hacernos pensar a los jóvenes en el resquebrajamiento de muchas ideas que dábamos por sagradas.
Luego entré a la universidad para terminar mis estudios de Antropología que había comenzado en California, y por primera vez, influida por el ambiente que me rodeaba, empecé a leer a Marx. Todo esto y mucho más, me cambió para siempre, aunque debo reconocer que fue la Shomer Hatzair, donde ingresé desde los nueve años, el lugar donde primero adquirimos los niños de aquella época nuestras semillas de “rebelión”.
Éramos sionistas, y nuestro anhelo era viajar a Israel y ser parte del movimiento kibutziano, pero también éramos socialistas, o creíamos serlo, pues la Shomer en aquellos años estaba influenciada por la ideología marxista.
En el México de entonces, en Tlatelolco, el mismo año en que viajé a Israel, pero también me regresé, como tantos otros mexicanos judíos de mi generación, se dio el dos de octubre, cuando durante el régimen del presidente Díaz Ordaz, se balaceó a los manifestantes en la plaza de las Tres Culturas, para poder llevar a cabo tranquilamente las olimpiadas. Esas olimpiadas fueron un éxito, mientras que algunos de mis amigos de la Shomer Hatzair tuvieron que exilarse o fueron llevados a la cárcel. “Dos de octubre no se olvida”, me decían.
En los años setentas se vivían agradables, pero al mismo tiempo duras experiencias en la vida universitaria mexicana. En aquella época, mientras todo esto sucedía a mí alrededor, yo leía todos los géneros literarios que caían en mis manos. Pero eran las novelas clásicas las que verdaderamente me apasionaban y siguen apasionándome: Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Juan Rulfo, Kafka, etc. etc., que empezaron a moldearme como lectora, y fueron ensanchando los límites de la realidad judeo mexicana en la que vivía, y los límites también de mis propias experiencias. La ficción me proporcionaba un deleite y una hondura que la realidad no tenía para mí en aquellos momentos.
En esa época México era un país dividido entre la burguesía, a la cual pertenecía mi familia, y el mundo de los otros, el de los pobres. Como mexicana judía de clase media, solo un tiempo después comprendí que no conocía a ese otro México.
Viví en París un año. En los setentas esa ciudad era el centro de todas las ideologías. Era el centro donde podías encontrarte gente de todo el mundo y todas las ideas. Pero Europa nunca fue para mí. Y volví a México. A veces me sentía como una gitana, de aquí para allá, de allá para aquí. Como la canción ranchera, “No soy de aquí ni soy de allá”. Como una hoja al viento.
La antropología había sido mi primera pasión, y me gustaba, y ahora también descubrí que la literatura me fascinaba, y como no podía decidirme, estudié y me gradué en México en ambas carreras.
Comprendí ciertas cosas nuevas cuando viajé a Teloloapan después de haberme graduado, para hacer trabajo social de comunidad, luego de que mataran a Porfirio, un indígena cuyo único pecado fue el luchar por sus tierras, tierras que le habían sido entregadas por la Revolución Mexicana.
Fue ahí, en Teloloapan, Estado Guerrero, que descubrí las injusticias sociales y económicas existentes en México y comencé a tener una verdadera conciencia social. Pero nuevamente mi peregrinar me llevó a Israel esta vez, y en los ochentas trabajé para Televisa México como productora de Ariel Roffe y Erica Vexler.
En los noventas viajé con mi esposo a Venezuela, como representantes del KKL. Venezuela me encantó, aunque siempre tenía a México en la cabeza y en el corazón, y a quien me preguntara de dónde era, le decía que era mexicana, aunque nunca me creían.
Y cuando volví a México hace más de veinte años para un encuentro de generación, encontré otro país, el mismo pero distinto. Había ido cambiando mucho. El Distrito Federal, con una inmensa población que había llegado de todos lados, se había transformado de la ciudad tranquila de mi infancia, donde podías ver en un día claro el Popocatépetl, en un México donde de lo que se hablaba constantemente era de la contaminación. Una ciudad caótica, inmensa y violenta, pero al mismo tiempo una ciudad con mucha cultura, museos, parques, restaurantes, y actividades culturales.
Y mientras más pasan los años, cada vez más sigo extrañando al México de mi infancia y adolescencia. El México de los paseos por Chapultepec los domingos, el de los tamales de la Flor de Lis, el de la UNAM, el de Xochimilco, el de la música ranchera y los tacos del Tizón, porque esas fueron mis experiencias de niña y adolescente.
Pero en aquella ocasión en que lo visité, me sentí ajena, pues muchas de mis amistades del pasado tenían una visión distinta de la mía. Sentí, tal vez equivocadamente, que la mayoría de la gente a la que me encontré, no solo en México sino en muchas otras partes del mundo, eran seres humanos que estaban aprisionados en una rutina previsible y sin grandes proyectos, les faltaba el romanticismo de la aventura, y por lo tanto carecían de entusiasmo.
Pienso que ese es un mal de nuestro tiempo, que lo único que quiere la mayor parte de la gente del mundo es conseguir un trabajo, y viajar de paseo. Seres que no se salen de un marco convencional.
Hoy en día, comprendo que de alguna manera esa es la ley de la vida y que la rutina no necesariamente implica mediocridad, sino al contrario, y que las aventuras tampoco necesariamente implican una característica positiva. En realidad hoy ya no creo en las grandes respuestas, ni las tengo.
Hace unas semanas, de casualidad, como se dan a veces las cosas, o por cosas del destino, me reencontré con mis amigos de la “Tarbut”. Gracias al Internet apareció uno y luego otro, y otro, y en pocos días nos estábamos comunicando todos los que en aquella época estudiamos la primaria, escribiéndonos y llamándonos como si nos hubiésemos visto ayer. Y la nostalgia apareció, una nostalgia que seguramente llevaba en mí toda una vida sin saberlo. La nostalgia por México esté yo donde esté.
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