ANTONIO ELORZA/EL PAÍS.COM
Después de los trágicos atentados de Oslo, han proliferado los comentarios relativos al peligro que representa el ascenso de la islamofobia en nuestras sociedades. Es una apreciación justa, pero que no debe hacer olvidar que Breivik no ametralló a musulmanes orantes en una mezquita, sino a cientos de jóvenes socialdemócratas reunidos en una isla, después de colocar una bomba en un edificio gubernamental con el Partido Socialdemócrata en el poder.
Se le ha definido como anticomunista e islamófobo, y a la vista de su comportamiento cabe suponer que la jerarquía se mantiene, al considerar a los socialistas lo más cercano al fenecido comunismo.
Vale la pena, pues, respetar esa jerarquía que él mismo establece y la asociación entre ambas fobias, que no son fruto de una perturbación mental, sino de la aspiración del sujeto a poner en práctica unas ideas asesinas. De ahí que él mismo conciba su juicio como un acto de afirmación ideológica. En este marco, la islamofobia adquiere un relieve propio, en la medida que proliferan en Europa las posiciones políticas, las inhibiciones y las actitudes racistas que tienen como blanco a una minoría en crecimiento como es la musulmana. Son noticias a las que no suele dársele demasiado espacio en los informativos, y sobre las cuales los responsables políticos distan casi siempre de adoptar medidas claras, trátese de la oposición a que sea edificada una mezquita o de actos de vandalismo tales como los registrados en el entorno de Bilbao, hasta el punto de forzar las puertas y arrojar pedazos de carne de cerdo al interior de un lugar de rezo. La tolerancia cero es aquí de rigor y la prevención en todos los órdenes, necesaria.
Pero eso no significa que se haya producido una sustitución y que sean cosas del pasado tanto el antisemitismo como la tolerancia de los poderes públicos respecto del racismo. Lo prueba un hecho bien reciente: la sentencia absolutoria por nuestro Tribunal Supremo de un grupo de neonazis agrupados en torno a una librería barcelonesa, Kalki, que previamente habían sido condenados por la Audiencia por “apología del genocidio”. Puede leerse en el diario La Ley de 20 de julio. El fallo está en la línea de la despenalización del negacionismo que acordara el Tribunal Constitucional; los datos son espectaculares. Los libros vendidos, entre los que se encontraban joyas antisemitas de Norberto Ceresole, en su tiempo mentor de Chávez, y textos de Goering, de un puñado de nazis, y del propio Hitler, rebosaban de incitaciones a acabar con el perverso pueblo judío y con toda minoría racial que amenazara el dominio de la casta superior. Los nazis trataron a los judíos de forma ejemplar; ahora es cuando resulta preciso ir contra ellos. Para cumplir tan santa tarea, bajo la cobertura de un Círculo de Estudios Indoeuropeos, se había formado una orden paramilitar, la Hermandad de Armas de Caballeros del Imperio Europeo, encargada de asegurar la supremacía de la raza aria. Noruega está cerca.
Pues bien, por mayoría, la Sala Penal del Supremo, primer firmante Adolfo Prego, el mismo magistrado tan activo en impulsar el descenso a los infiernos de Garzón, ha decidido absolverles, ya que por “erróneas” que fueran sus ideas, éstas no bastan, aunque se trate de “doctrinas justificativas del genocidio”, pues hubiera sido preciso que contaran con los medios para ponerlas en práctica. Es decir, esperemos para condenarles a que los autodesignados Caballeros del Imperio materialicen los designios de caza de judíos y otros grupos minoritarios, y emprendan la restauración del dominio de Hitler sobre la tierra. O lo que es más peligroso, que su impunidad aliente un incremento de la agresividad xenófoba, y en este punto no están libres de riesgo los judíos, con el antisemitismo escondido frecuentemente bajo las declaraciones de justo rechazo a Netanyahu. Ejemplo: las predicaciones de tantos imanes en nuestras mezquitas. Lo uno no quita lo otro.
No basta con lamentar las catástrofes cuando sobrevienen. La acción de un criminal como el noruego, solo o con un grupo de cómplices, resulta impredecible. En cambio, la eliminación preventiva de las ideas asesinas, desde la educación y los medios al seguimiento de las manifestaciones racistas de baja intensidad, resulta imprescindible. La islamofobia es algo específico, analizable en concreto. Las generalizaciones sobran, porque podemos terminar desviando su condena hacia la descalificación de quienes asumen la complejidad del tema de la integración musulmana, consideran negativa la expansión del islamismo -no del Islam- en nuestras sociedades o piensan que el riesgo de atentados yihadistas no ha desaparecido.
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