JAVIER RODRÍGUEZ MARCO/EL PAÍS
Un día de 1962, el taxi en el que viajaba Hannah Arendt chocó contra un camión en Central Park. La pensadora, de 56 años, perdió el conocimiento. Cuando despertó con nueve costillas rotas se sometió a sí misma a un examen de urgencia. Primero comprobó que le funcionaban los brazos, las piernas y los dos ojos. Después, la memoria. La probó, dijo, “con muchísimo cuidado, década por década, poesía, griego, alemán, inglés y números de teléfonos”. Finalmente, la prueba mayor: “Por un instante, sentí que de mí dependía decidir si quería vivir o morir. Si bien la muerte no me parecía terrible, pensé que la vida era muy bella y que la prefería”.
Tras años de penuria y exilio, Arendt era tan vitalista que, para elogiarla, algunos dicen que era una mujer de su tiempo. Cuando sufrió aquel accidente, estaba a punto de empezar la redacción de Eichmann en Jerusalén, la crónica del juicio contra el jerarca nazi al que ella había asistido un año antes, hace ahora medio siglo. Leerla es comprobar que el hombre de su tiempo era Eichmann, aquel disciplinado SS que cumplió sin dudar con su deber: organizar deportaciones a los campos de la muerte. Tan de su tiempo era que el libro serviría para explicar el siglo XX a un extraterrestre. Y no porque hable del demonio, sino porque lo hace de un ser banal que ni siquiera era mala persona.
Los hombres de su tiempo dejan siempre las cosas como están. El Gide que fue a la URSS lo era. El que volvió del paraíso, no. Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda fueron contemporáneos, pero solo el primero defendió los derechos de los indios de América cuando los tiempos decían lo contrario. El libro sobre Eichmann está lleno de seres resignados a los valores de una época racista y miedosa, aunque también recuerda a los que se rebelaron contra ellos. Sobrecoge pensar qué hubiera sido de muchos judíos si toda Europa hubiera sido Dinamarca. Cuando los alemanes pretendieron implantar allí la estrella amarilla, el Gobierno respondió que el rey sería el primero en llevarla. Fue uno de los países con menos deportados.
En otro lugar la propia Arendt, alemana y judía, reproduce un diálogo que sirve como detector de gente de su tiempo. Alguien dice: “La culpa de todo la tienen los judíos”. Otro: “Sí, y los ciclistas”. El primero: “¿Por qué los ciclistas?”. El segundo: “¿Por qué los judíos?”. Donde pone judíos pongan la minoría que quieran. Los hombres de su tiempo nunca preguntarán por ella.
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