ARNOLDO KRAUS/ LA JORNADA
10 de agosto 2011- Aunque el uso inadecuado de la tecnología pretende establecer otras reglas, observar, tocar, auscultar y escuchar son las piedras angulares de la medicina. Ese ejercicio deviene, algunas veces, diarios y notas. Esos diarios, en ocasiones se escriben a dueto entre médico y enfermo, en ocasiones se trazan al lado de la cama, en algunas oportunidades son resultado del lenguaje del dolor y, con frecuencia, mezcla de realidad y ficción. Comparto fragmentos de esos diarios.
Releo una idea de Paul Valéry: La piel humana separa el mundo en dos espacios. El lado del color y el lado del dolor. La piel sana aísla, protege. Es continua. Cuando se rasga escapa sangre, se asoman huesos, se observan tendones. El dolor suele ser parte de esa llaga. Por la piel herida penetra el mundo. El lado del dolor y el lado del color coliden: entra luz, penetra otra vida, aflora la enfermedad. Cuando la piel sufre excoriaciones el cuerpo se sumerge en un vaivén desconocido. Se encuentran la vida interna y la externa. A través de la piel herida llega la enfermedad.
Releo las notas de un enfermo. De las pérdidas no se sabe hasta que llegan. Te haces consciente de ellas cuando tocan a la puerta de la casa o cuando abren alguna rendija en la piel. ¿Qué es una rendija en la piel? Un hueco, una hendidura, una ranura y otras palabras afines: pérdida, miedo, incertidumbre, vacío, dolor. ¿Qué es una rendija en la piel? Un pequeño agujero por donde entra el exterior y se asoma el interior: el mundo te mira a través del hueco y tu cuerpo mira por medio del mismo hueco. ¿Qué es una rendija en la piel? Es recordar la vida cuando imperaba la salud; es replantearla a partir de la enfermedad. Cuando la enfermedad horada la piel la vida cambia. El mundo adquiere otros tonos. La conciencia otras voces. Los días otros horarios.
La enfermedad produce ruido. Cuando el cuerpo es víctima de alguna patología, el silencio y la inconciencia acerca del cuerpo sano desaparecen. La enfermedad apaga el silencio. Pocas inconciencias son tan gozosas como la de la salud: la del esqueleto que camina, la de los ojos cuya mirada acerca o aleja el mundo, la del olfato cuya percepción distingue el aroma de la amada en medio de un piélago de mujeres, o la del corazón cuyo latido nos acompaña todos los días, 60 o 70 veces por minuto, sin siquiera percatarnos de ello. Ese no saber de la casa se erosiona cuando la enfermedad altera la marcha, modifica la figura, distorsiona el olor, interrumpe la piel o disminuye el flujo de sangre. Colide la vida interna con la externa.
Esa colisión duele distinto cuando se escriben algunas notas. Verterse en la escritura facilita mirar la enfermedad desde otro ángulo. Permite, por medio de palabras, aliviar, o al menos comprender un poco el dolor propio y el de los seres queridos. Comparto algunas notas aisladas de otros diarios.
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Algunas pérdidas son irreparables. El mal se come parte del cuerpo. La enfermedad oscurece la vida y desordena la casa. El silencio del cuerpo desaparece cuando el mal ocupa alguna porción de éste o modifica cualquier función. Se acaba el silencio. Llega el ruido. Se marchita la feliz inconciencia de la salud. El ruido de las pérdidas es atronador. Ser enfermo no es fácil. Muchas cosas cambian. Cambia uno, cambia todo. Cambiar (aceptar) con el cambio (atenuarlo) es el reto.
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El desorden provocado por las enfermedades requiere otra mirada, otro lenguaje. Como la del enfermo cuyo mal era tristeza: Tengo mis oídos apagados. Antes todo sonaba, ahora todo calla.
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Para sobrevivir, o para no dejarse morir, los enfermos deben insertarse en su nueva realidad. Cuando llega el mal, cuando toca la enfermedad, las viejas realidades, las que nos poblaron, las que habitamos, cambian o pierden sentido. “Tengo muchas ganas de vivir pero mi cuerpo no quiere, no me escucha. Lo muevo y no se mueve. Lo toco y no se percata. Cómo quisiera caminar por donde antaño…”
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Acoplar las pérdidas, y de ser posible aceptarlas, suele ser buena pócima. Restarle amargura al dolor es un don que requiere trabajo. Hay dolores y males imprescindibles. Gracias a ellos se lucha, se vive. En ocasiones, se triunfa: se muere con menos dolor o se sobrevive con gallardía.
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Aquilatar lo que queda y saber decir adiós es inusual. Pocos lo logran. No existe un sendero para encontrarse con uno mismo y con el pasado. Se vive sin elaborar el final. Se vive sin construir un camino hacia la muerte. Se piensa en lo que se deja cuando se enferma. La irreversibilidad duele. En Oriente algunas escuelas incorporan la vida a la muerte. Habría que aprender de ellas. Tocar lo que queda y vivir lo que hay permite decir adiós.
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Sumergirse dentro de uno mismo, aunque duela, sirve. La enfermedad siempre es ajena y siempre atemoriza: incorporarla, mientras sea posible, a la cotidianidad, permite convivir mejor con las pérdidas y con uno mismo. Quiero dejar de no vivir. La vida y la muerte me pertenecen. Quiero que mis últimas palabras toquen tu boca y tu vida, dejó escrito una enferma poco antes de morir.
En los diarios de los enfermos algunos fragmentos de sus vidas perduran en sus palabras. Esas notas enmiendan, a veces poco, a veces mucho, las rendijas de la piel enferma.
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