01 de agosto 2011- Viajamos en mi Mustang negro, de líneas supersónicas y tracción de cacharro antiguo. Modelo 75, hoy es 1993. Viajamos dentro mi sobrina Karla de cuatro años y yo, al volante. Karla hincada en el asiento negro de cuero, las manitas en el borde de la ventanilla, mirándolo todo, esa avenida Juárez, ese mundo tan distante de donde vive ella, en Lomas de Frondoso.
Hay una hora de distancia en auto entre Lomas de Frondoso y avenida Juárez. Pero la distancia mayor es de pretensión: allá se trata de olvidarse de la historia, de vivir en un suburbio genérico del primer mundo, casas rodeadas de árboles, edificios de cristal rodeados de estacionamientos, mientras acá es la pura nacionalidad, cada cuadra un edificio de piedra de más de cien años, cada cuadra un monumento a un héroe y su gesta.
Karla se gira sobre las rodillas y señala hacia mi nariz, pero en realidad está mirando por mi ventanilla el hemiciclo marmóreo con Juárez sentado al centro y siendo coronado con una U de laureles por dos ángeles alados. —¡Es Benito! —grita Karla—. ¡Es don Benito y sus secretarias! —¡Eso es Karlita: es don Benito!
También yo estoy emocionada. En el kínder del Colegio Israelita de México le enseñan muy bien historia a mi sobrina.
Karla se reacomoda feliz en el asiento, las piernitas repantigadas. Y su excitación se desborda en un relato:—Don Benito, el que nos sacó de Mitzraim al pueblo elegido hace millones de años. —¿El pueblo elegido? —pregunto—. ¿Y cuál es ese pueblo?
Karlita duda en contestar. Mejor pregunta, con cautela:—¿Tú no eres del pueblo elegido?—Pues no sé. Cuéntame qué es el pueblo elegido y te digo.
Pasamos frente al Palacio de Bellas Artes, pero Karla ya está en Egipto, es decir: Mitzraim, en hebreo. —Pues el pueblo elegido somos esos que éramos esclavos en Mitzraim. Y entonces este don Benito nos sacó y caminamos por el desierto y llegamos a un lago y en medio del lago había un nopal y encima un águila comiéndose a una serpiente y don Benito va y nos dice: Pues ya llegamos a la tierra prometida, pueblo elegido.
El Mustang ruge al doblar a la avenida que bordea la plancha de cemento del Zócalo y yo digo:—Acá estaba ese lago, Karlita. —¡¿De veras?! ¡¿Dónde?!, ¡¿dónde?!
Explico:—Le pusieron cemento encima, los del pueblo elegido. Karla se aferra al borde de su ventanilla y con ojos grandes observa la plancha de cemento, la gente caminando sobre la plancha, y en ese momento las campanas de Catedral empiezan a sonar. Ton. Ton. Ton. Ton.
Diez minutos después la llevo de la mano por la plancha del Zócalo, hacia el asta donde la bandera tricolor ondea.
Miramos largo la bandera, que cambia sus ondulaciones con el pequeño viento que sopla, hasta que Karla verifica que sí, como le dije, en efecto en el color blanco está el retrato del águila parada en un nopal y comiéndose a la serpiente.
Karla sonríe muy satisfecha. Es lindo saberse del pueblo elegido y estar pisando el centro mismo de la Tierra Prometida.
Sabina Berman. Escritora, dramaturga y ensayista. Su más reciente libro es La mujer que buceó dentro del corazón del mundo.
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