MARIO NUDELSTEJER
El Distrito Federal no es solamente la capital y la ciudad más grande del mundo, sino que lo es también en cuanto a extensión y sobre todo por la cantidad de historias que van entrelazándose unas con otras, debido al carácter tan especial de sus pobladores.
¿Quién podría contarles algunas de esas historias mejor que yo?, caminante y aplanador de banquetas.
Los accidentes de tránsito no faltan, ya que a horas pico (que es a toda hora), la cantidad de vehículos convierte a esta ciudad en caldo de cultivo de todos los estreses de que luego se queja tanto la gente, yo incluido, situación que es aprovechada por los psicólogos quienes reciben sus buenas ganancias.
Solamente andando por esta ciudad (se hace camino al andar, dice la canción), es que uno puede darse cuenta de las diferencias del nivel cultural de la gente, me refiero a la brecha existente entre las clases sociales y la enorme disparidad en cuanto a la igualdad en el trato.
Caminando por las hoy céntricas calles de Polanco, que desde el terremoto de 1985 empezó a crecer con lujosas tiendas de “marca” y una variedad de cafeterías, restoranes y centros comerciales, es que se da uno cuenta de la infinidad de personajes insignes que deambulan por aquí, habiéndose convertido en íconos de singular imagen, y que le dan a la zona su peculiaridad.
Iba yo caminando pacíficamente ayer por la avenida Presidente Mazaryk, cuando con un sobresalto escuché una inconfundible voz que me decía, bueno, no decía, gritaba: “hierbabuena, canela, romero…”. Reconocí desde lejos ese alarido, que procedía de una mujer que conozco de otras veces, y que recorre el costado de las cafeterías con mesas al exterior, donde se exhiben “garabatos”. Las palabras me llegaron hasta el conocido banco donde me encontraba (no me permiten hacer publicidad gratuita), en la esquina que forman esta avenida y la calle que a determinadas horas se convierte en estacionamiento, me refiero a Oscar Wilde (¿será por el apellido, Wilde, Wild, salvaje en nuestra lengua?), anunciando su mercancía. Pero la expresión de la mujer, si así puede llamársele, aunque yo diría grito, exclamación, chillido, es tan estentórea que la puedes escuchar dos cuadras más adelante, hasta la concurrida tienda de ropa de dama que lleva con una “Z” el nombre de la primera matriarca.
De repente alcancé a ver un tumulto de gente reunida en una esquina, en lo que parecía era una discusión. La curiosidad, que nos obliga a detenernos ante un nutrido grupo que manotea y exhibe brazos me impulsó, como siempre, a acercarme. Fui caminando hacia el tumulto mientras sacaba mi lunch “especial”, “Pato a la Naranja”, que siempre traigo en la bolsa (un gansito, que me paso con el líquido de una botellita de 300 mililitros de la soda, que en inglés significa “naranja”), de ahí mi ilusión de que me estoy comiendo un manjar y también una advertencia para el diabético que hay en mí. Pero el hambre aprieta de mañana y no alcancé en esta ocasión, al que vende tamales oaxaqueños, ese que atraviesa las calles en su triciclo de carga, anunciando, también con estridente y reiterativo son: “lleve sus tamales calientitos, tamales oaxaqueños”, palabras que emergen de su grabadora de casetes, adosada a un altoparlante.
Bueno, regresando al tumulto, me acerco un poco más y veo que dos tipos están discutiendo, pero yo sin entender cuál era la razón. En eso me llamó la atención el comentario de un vecino en el espectáculo, un vendedor de accesorios para teléfonos celulares (que trae adosados a una reja que arrastra por las calles) y éste pregunta: “oye, joy, ¿qué ped…?”. Y el que responde, uno de los franeleros (porque sin ellos, imposible encontrar lugar para dejar el auto), señala que: “¡es una riña!”.
El vendedor de accesorios no comprendió lo que el franelero le dijo, y le pregunta:
-¿Una niña?-.
– ¡No! -le contesta el otro- ¡una disputa…!
-¡Aah, entonces no es tan niña!,- afirma admirado.
A lo largo de estas calles de Polanco se ven muchas cosas. Como por ejemplo, a los potentados, en su camioneta, que pareciera una nave de allende el océano, seguido por otra de igual tamaño, y otros más, la verdad que en todas direcciones, observando inquisidores, solo ojos que destellan con el sol, a través de los polarizados cristales de la “Navigator”, o similares, oteando el horizonte en la búsqueda de las posibles (¿o ilusorias? me pregunto) amenazas.
Y no falta aquel que va con un paquete mal amarrado al hombro y descalzo, porque, como alguien me explicó: “con pié a raíz, se puede detectar mejor el sabor del chicle pegado en el piso, y así saboreas mejor la imaginación…”. ¿Chiste o drama? Este personaje, al paso veloz de las “SUV’es”, termina de cruzar la bocacalle a saltitos y, cuando la caravana del potentado termina de pasar, voltea y lanza improperios, levantando su brazo con el puño cerrado sin amedrentarse ante su propia violencia citadina, al primero que encuentra vestido con corbata le dice, casi en secreto, extendiendo una mano: “¿no me ayuda para un taco?”.
–No traigo cambio, mi buen amigo, pero busque al Delegado, refiriéndose al jefe de la oficina municipal de las demarcaciones políticas en el D. F. por supuesto, ¿no que tienen ‘programas para personas en condición de calle’?
Cerca de los hoteles de lujo, que se erigen alineados sobre Andrés Bello, y paralelamente a la avenida Paseo de la Reforma, me encuentro con un grupito de cuatro turistas que, vestidos de shorts y “tee shirt”, (seguramente no les alcanza el dinero para más con los altos costos de los vuelos), van caminando como si fueran montados sobre camellos, con los ojos desorbitados, observando todas estas escenas que difieren, y en mucho, de lo que seguramente habrán visto en Tijuana alguna vez.
Aquí, en la capirucha mexicana, todo es sabor, sí señor. Hay de todo para todos los gustos: desde los famosos tacos de suadero que venden en la Av. Horacio, frente a la enorme tienda de departamentos que evoca un puerto inglés, hasta los comerciales de canasta que distribuyen algunos cuates en bicicleta, y no faltan las fondas de sushi, comida cantonesa, española, vegetariana, natural y mexicana gourmet, que no es otra cosa que lo mismo, pero más cara (contrariamente a lo que anuncia una farmacia de genéricos).
Por supuesto que también se encuentra uno con la tradicional comida kasher, de la que hay dos o tres restoranes, y tres o cuatro tiendas de productos importados, para hacer posible el cumplimiento de los mandatos religiosos judíos. Es increíble la transformación de la parte alta al poniente de Polanco, sobre todo los viernes por la tarde, en que parecería que vamos por alguna calle de Mea Shearim, o cien puertas en nuestro idioma, en Jerusalem.
Pues les estaba contando que caminaba yo por Mazaryk, cuando de repente se detiene un auto que parecía nave de pesca, o más bien una lata de sardinas, ya que viajaban ahí por lo que pude ver, dos adultos y como seis chiquitas. El conductor frena y me pregunta, sin ninguna pena, ningún resquemor, ¿“dónde queda el parque de los judíos? ”.
En verdad que me quedé atónito, caída la mandíbula, y recapacité en mi interior: “frente a la Iglesia de San Agustín en Horacio, hay un parque de buen tamaño, pero no creo que sea el de los cristianos (aunque los domingos es imposible pasar por ahí, dadas las misas continuas), y si bien en Mazaryk hay una sinagoga con un enorme Maguén David arriba del pórtico principal, en frente no hay ningún parque. Solo queda el parque de Polanco, donde están las estatuas de Abe Lincoln y Martin Luther King Jr., ¿qué parque buscará esta gente?”
– ¿Qué indicaciones les dieron para llegar a un parque con ese nombre?- inquirí.
– Es un parque donde hay dos enormes piletas (se les conoce como espejos de agua, recapacité), donde ponen a navegar modelitos a escala de barcos, respondió el hombre.
– Ohh, ya entiendo, pero no se le conoce por parque de los judíos, aunque verá muchos, y si da vuelta a la izquierda en la siguiente calle encontrará la parte final de ese sitio, donde hay una enorme torre con un reloj. Ahí es el parque que busca y se le conoce como Parque del Reloj, Parque Lincoln o Parque de los Espejos de Polanco, concluí.
Ni tardo ni perezoso, arrancó el auto y solo alcancé a ver seis pares de ojitos y seis boquitas sonrientes que me retribuían, sonriendo así, las gracias.
Y ya que hablamos de Mea Shearim, es interesante esa transformación de Polanco, que nos induce a recapacitar en la unidad familiar que los judíos observantes mantienen, pues verlos caminar a los padres, tomando de la mano a sus hijos e hijas para ir o regresar de templo, es meramente reconfortante, y no porque yo sea muy creyente.
Una gran característica judía es su capacidad para reírse de sí mismos, y lo más interesante lo constituyen las maldiciones en yiddish, una de las cuales me cae en gracia porque es su negativo deseo el que le puede usted lanzar a su enemigo más acérrimo: Zolts du esn vi a ku, und kacn vi a feiguele (“Que comas como vaca, y defeques solo como pajarito”), y les menciono esto por el aspecto gastronómico de Polanco.
Por los costados de este parque, “el de los judíos” según el señor con las niñitas, se ubican atractivos sitios de gastronomía, donde los padres de familia pueden pasarse un rato, mientras sus hijos se divierten en el área segura y protegida de juegos mecánicos y escaladores. Sobre las banquetas, como cosa de rutina, se plantan cantantes que transportan sus guitarras y hasta sistemas de audio con aplicación de baterías, para hacer amena la jornada. Pero llega un momento en el que se disocian los sonidos porque de un lado toca el organillero las melodías de los corridos mexicanos más famosos y, por el otro, un joven con guitarra eléctrica que bala en ocasiones como chivo, las canciones de los famosos Beatles, mientras que por una esquina aparecen a pie, y entonando las románticas clásicas, una Estudiantina.
Pero lo singular son los autos. Hay quienes recién han comprado coche nuevo, y la forma de presumirlo es dar vueltas alrededor del parque. Yo he visto a un tipo montado en un Ferrari rojo (que digo yo es un verdadero “fierrari”) y que por la potencia de esos caballos (no sólo el del emblema) tiene que dejar que la fila avance una cuadra, para entonces poder arrancar sin peligro de irse encima de los que le preceden en este desfile.
Ay Polanco, Polanco, y yo que vivo en Lomas… tan alejado de ti… Y sin embargo, como dice el tango aquel, “aún te sigo queriendo…”
“Con dedicatoria a Shulamit Beigel”.
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