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jueves 21 de noviembre de 2024

La vida es una travesía/ Mexicana judía árabe en Turquía

MAY SAMRA

Una de mis mejores anécdotas de viaje sucedió en Turquía, Istanbul para ser precisa. Ayer, Mario Nudelstejer me pidió que la relatara por escrito. Verán, soy judía árabe, lo cual, para quienes ignoran las realidades del Medio Oriente, es redundante (“qué, ¿no es lo mismo?”) o contradictorio (¿ se puede ser ambos? ¿no eran enemigos?).

El hecho es que nací en Beirut, de religión judía, padre sirio y abuela inglesa; más adelante, por caprichos del destino y de un mundo, hoy predominantemente migrante, adquirí, como parte de mi bagaje personal, un marido y una nacionalidad mexicanos (en ese orden).

Imagínense, pues, a una pareja de mexicanos (mi esposo y yo) en el Gran Bazar, practicando el inglés y navegando entre especies, montañas de joyas y bolsas imitación Chanel y Luis Vuitton, entre otras bellezas. Tras dejarnos asaltar en varios negocios, donde fueron muy útiles para la negociación nuestros genes judeo mexicanos, estamos en una tienda de souvenirs.

Entre ojitos, manitas, reproducciones de fotos de la Mezquita Azul y efigies de Ataturk, destaca, colgada de un clavo en una pared descarapelada, una “masbaha” de piedras azules, especie de rosario que los musulmanes utilizan para leer las suratas del Corán, desgranando las piezas entre los dedos. Es un objeto antiguo y bellísimo: mi esposo me pide preguntar cuánto vale.

El vendedor me responde que no está a la venta, pues él lo utiliza para rezar. Se voltea hacia mi cabello rubio y me lanza, con desdén : “¿Y para qué lo quiere usted, si ni siquiera es musulmana?”. “Soy árabe” respondí, “y me gusta la cultura árabe”.

Con sospecha, me indica un cuadro donde está escrita la declaración de fe musulmana, con su bella caligrafía árabe, y me reta: “¿Qué es lo que dice aquí?”. Recordemos que estamos en Turquía, donde no se habla el idioma árabe, sino el turco; sin embargo, gracias a mis orígenes libanesas, lo puedo descifrar sin dificultad.

Así que leo en voz alta, con el más puro acento nahawi (árabe literario) y tono dramático: “Atestiguo que no hay Dios más que Allá y Mahoma es su profeta”.

“¡Eres musulmana!” exclama el hombre. Y corre por el “rosario”. “Por favor” dice “recibe esta “masbaha” como obsequio, tú que practicas la plegaria”. Descuelga el objeto. Ante mi gesto de rechazo, sigue: “Antes de morir, mi padre me lo dejó en herencia y me pidió rezar con ello por su alma. Te suplico: cuando te prosternes ante el Inefable, recuerda a Ahmed Ben Aziz, mi padre, para que su esencia more en el Vergel de los Justos”.

Le señalo que no con la cabeza, intento dar explicaciones, pero no me deja hablar. Entiendo que el malentendido ya ha tomado otro rumbo: coger las piedras azules me hace responsable de la salvación de un alma. Determino que la huida es la mejor solución. Me deslizo entre la gente hasta alcanzar la salida y me echo a correr en el calor de la tarde, cruzando, al azar, las estrechas callejuelas. Seguida por el turco suplicante del rosario tendido, que quiere salvar el alma de su padre.

Detrás de él, jadeando, y sin entender nada, el marido mexicano intenta alcanzar a su mujer que huye, despavorida, por las calles de un bazar; en definitiva, no las vacaciones que él esperaba.

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