SHULAMIT BEIGEL (CORRESPONSAL EN LONDRES) EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Cuando vivía en México nadie me creía que era mexicana; “güerita, tú no eres de aquí”, me decían. Durante los años que viví en Venezuela, tenía que cantarle una ranchera a quienes me encontraba, o contarles algún chiste de Cantinflas para que me creyeran que era mexicana. En Israel muchas veces me hablan en inglés y me explican cómo llegar a la calle de Dizengoff, aunque yo les aseguro que nací ahí y que me sé el camino. Aquí en Londres hoy casi quedo aplastada por un coche, pues miraba yo hacia la izquierda para poder cruzar, cuando los carros vienen de la derecha. ¡Qué enredo! Al parecer soy una nómada perpetua. Pues ni soy de aquí ni soy de allá, y tal vez tampoco de acullá.
Sueños desaparecidos
No se trata, en este milenio, tan sólo de la pérdida de valores. Esa pérdida hace mucho que viene denunciándose y, precisamente, en contra de un sistema con los valores perdidos, o trastocados.
Tampoco se trata tan solo de la pérdida del sentido. También llevamos ya un rato largo de peregrinaje sin rumbo, de sinsentido vital, de falta de razón en nuestras elaboraciones teóricas, políticas, sociales, y también esto ha sido minoritariamente denunciado.
El nuevo problema, el específico de esta “postmodernidad” histórica en la que estamos inscritos, es la pérdida del futuro.
En otras épocas de crisis ha habido un desbarajuste ético, pero hasta cierto punto se ha podido salir de él, en esos encuentros dialécticos, existenciales, que hacen la historia. También se ha podido con tropiezos y todo, superar las nieblas del sinsentido. Pero no tenemos experiencia de una crisis en la cual no cuente la humanidad con su futuro, y camine, además de a tontas y casi a ciegas, con un solo lema: “Sálvese quien pueda”. Ni el grito romano de la decadencia, aquel de “comamos y bebamos que mañana moriremos”, significó una pérdida de la noción de futuro tan brutal como este “sálvese quien pueda”, porque aquellos romanos sabían que se acababa su mundo, pero veían nacer otro nuevo, y nosotros en esta época nada tenemos en el horizonte.
Todo esto me ha venido a la mente por los sucesos de ayer en la frontera egipcio israelí. Discúlpenme el pesimismo, yo que siempre repetía las palabras de Scarlett O’Hara en “Lo que el viento se llevo”, después de que Clark Gable la abandonara “Tomorrow is another day”, Mañana será otro día. Y yo me pregunto: “Sí, pero el mañana ¿de qué año? ¿De qué siglo?”
No soy de aquí ni soy de allá
Quien haya visitado Londres sabe, en efecto, que es una ciudad europea, moderna, pero, como cualquier otra, una ciudad y nada más. Me parece que fue Octavio Paz quien escribió que no podemos salir de las ciudades, pues caemos en otras, idénticas, aunque sean distintas. Y sin embargo, lo son. Son distintas. Hay ciudades que son tuyas y otras no. Pero ¿cuál será la mía? Fue ayer, y con este ánimo, que salí a caminar.
En sí misma, hay que confesarlo, Londres es muy bella. London, como se llama en inglés, situada a orillas del río Támesis y que fue fundada alrededor del año 43 por los romanos. “No me puedo quejar”, me dije, vivo en Inglaterra, donde está la reina, país que trajo al mundo cosas tan maravillosas como el críquet y la monarquía. Pero de críquet no entiendo nada, solo sé que es un deporte de masas con bate y pelota, en el que se enfrentan dos equipos de once jugadores cada uno en un campo de hierba, y no pertenezco a la realeza, ni vivo en el palacio de Buckingham. Además, no me gustan las cosas con las que la mayoría de los ingleses se regocijan, como el té, que yo solo tomo cuando estoy enferma, y aún entonces prefiero una coca cola, y las tostadas con marmite, una pasta rara para untar, elaborada con extracto de levadura, con un aspecto pegajoso, de color café oscuro, con un olor muy potente por no decir otra cosa, y un sabor muuuuyyy característico, que divide a los ingleses mismos en dos bandos, en un eslogan muy popular: “love it or hate it”, o te encanta o la odias. (Ya se imaginarán en que bando estoy).
Pero les contaba que el aspecto de la ciudad, aunque moderna, es tranquila, y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades de Europa. Y si la recorres aplanando sus calles como Nudelstejer aplana Polanco, pues encuentras que es una ciudad llena de museos, de palomas, de árboles frondosos, jardines bien cuidados, y susurros de hojas al caminar. Es decir, como cualquier otra ciudad del mundo. Hasta aquí Octavio Paz tiene razón.
A diferencia de México, el cambio de las estaciones es aquí muy notorio, drástico. Un día crees que será soleado y vas en shorts y camiseta al centro, porque el servicio meteorológico, que creías infalible, aseguró por la mañana que así sería, y de repente empieza a llover a raudales (que fue precisamente lo que me sucedió ayer cuando decidí que esta vez no me pondría una gabardina, ni llevaría el paraguas), aunque estamos en verano, como ahora, y esperando el sol desesperadamente cada día.
En otoño, en cambio, un diluvio de barro (¿estaremos en otoño?). Los días “buenos” sólo llegan en primavera, que se anuncia por la calidad del aire y los cestos de flores colgados en todos los restaurantes y hoteles. Del invierno mejor ni les hablo. Lo único positivo que tiene es que te tomas varias tazas de chocolate caliente al día si no te gusta el té, y te compras un abrigo nuevo.
El mejor modo para conocer una ciudad dicen que es caminándola, aplanándola. Y eso fue lo que hice. Pero en Londres, por efecto del clima, todo parece a veces igual, con el mismo viento frenético que te penetra a los huesos.
La gente trabaja mucho aquí, más que en otros lados, me parece, pues los veo en las mañanas llenar las estaciones de trenes, con su paraguas y periódico en mano, tal y como los veíamos en Mary Poppins cuando éramos niños, aquella película musical de Walt Disney que los de mi generación vimos una y otra vez en 1964, y donde vemos una Londres de 1910, que con respecto a los paraguas, periódicos y lluvia, no ha cambiado nada.
Como a toda la gente en el planeta tierra, a los ingleses les interesa el dinero, hacer dinero, aunque naturalmente también les gustan los deportes sobre todo el cricket, como ya les dije, que gozan mucho pero que a veces pareciera que les va a dar un infarto, sobre todo si ganan los hindúes…casi siempre.
Los placeres se reservan para los sábados y los domingos… si es que no llueve, “depends on the weather”, depende del clima, dicen los británicos, mirando cada día el cielo, como si de campesinos de la sierra en Bolivia se tratara. Por las tardes en verano y dependiendo del clima, es decir, si el famoso clima, que ya parece como si de alguien con cuerpo y alma se tratara, lo permite, se reúnen a una hora fija en los famosos pubs o cantinas, a tomarse una, ¿una dije? ¿Una? (mejor ni les cuento) cerveza.
Pero creo que lo que menos me gusta de Inglaterra, es que manejan del lado derecho y que al quejarme me dicen mis amigas inglesas que somos nosotros, israelíes, mexicanos, venezolanos, ciudadanos del mundo no ingleses quienes manejamos del lado incorrecto. Ah, me olvidaba contarles acerca de la arrogancia de los británicos, súbditos todos de la Reina, y por lo tanto portadores de sangre azul.
Pero aun así, tengo amistades, que hasta parecen normales en todos los aspectos, excepto cuando de repente mencionan un queso raro de nombre Cheshirefordhamwickstead, o algo así. Otra característica que no entiendo es por qué les gustan los frijoles de noche para la cena. God save the queen.
La población de Londres está formada por un amplio número de etnias, culturas y religiones, además en la ciudad se hablan más de 300 lenguas. Es decir que aquí, paso desapercibida. Ni me llaman güerita, ni tengo que cantarles una ranchera. Y sin embargo no soy de aquí. Porque no me siento de aquí. Octavio Paz tenía razón. Las ciudades son idénticas, somos nosotros los que nos sentimos diferentes aquí, allá o acullá.
La ciudad es mía
En su libro “Perfiles”, Woody Allen dice que los dos caminos a tomar ante la encrucijada de la vida, uno conduce al desaliento y a la desesperanza absoluta y el otro a la total extinción.
Muy chistoso ¿no Woody?, se me antojó decirle ayer personalmente. “Tú eres un pesimista, y yo no me voy a dejar vencer”. Así que busqué en el periódico londinense The Guardian, alguna película para poder desvincularme, aunque sólo fuese por dos horas, de la terrible situación existencial en que me encontraba y que ni siquiera la escapada al festival de Edimburgo por un día me ayudó, pues de todas las obras posibles justamente elegí una escrita y actuada por dos personas depresivas. ¿Qué diría Freud de mí?
Estoy enormemente agradecida a la cineteca de Londres y también a la madre naturaleza que me dio ojos y sobre todo corazón, y a la química que los ha puesto en contacto perfectamente sincronizado, armónico, desde donde toda yo me convertí ayer en loa, homenaje enaltecimiento, desbordamiento de ternura y encomio al ver por enésima vez Cinema Paradiso, una de mis películas favoritas.
Me acuerdo de un dialogo que leí hace mucho tiempo, no recuerdo en qué cuento, en que un niño le pregunta a su padre que cómo era posible sentir tantas cosas al oír una canción en idish sin entender el idish. Y el papá le responde sabiamente que es por la fuerza de la música, la música que tenemos dentro de nosotros prisionera por la vida, la que nos desborda.
Eso mismo, eso mismo es Cinema Paradiso, la fuerza de la ternura que tenemos dentro de nosotros, prisionera por la vida, la ternura que abrió de par en par las puertas del cine Bella Época y nos hizo pasar al territorio más puro de la belleza. La misma ternura que me devolvió ayer a las calles de Londres sin pesimismo esta vez.
La vida vale la pena, a pesar de los Hitlers, Stalins, dictadores y terroristas de todas las épocas. A pesar de los conflictos de todo tipo, los desvelos valen la pena por un alto en el camino, que nos muestra sin aspavientos la trascendencia de sabernos personas, bnei adam, seres humanos en la historia de la vida cotidiana, en la rutina, el trabajo, en el café con leche de la mañana, en la mirada que se deja amorosamente sobre un florero. Una canción de amor, un inventario de verdades.
Y hoy sigo aplanando las calles en este inseguro y a veces amenazante Londres 2011, y me inclino en los escaparates de esta hermosa ciudad para comprarme un abrigo nuevo para el invierno. Y aunque Octavio Paz tiene razón y todas las ciudades del mundo son iguales de alguna manera, son también distintas. Porque nuestro andar en ellas las hace distintas. Cada una tiene sus calles y sus plazas resguardadas celosamente por un loco, un loco hermoso, dueño de las fantasías de todos los pueblos. “Es mía, la plaza es mía”, dice el loco de la película. Y yo le respondo desde muy adentro, nuestras ciudades son nuestras, nada ni nadie nos las podrá quitar, porque siempre habrán locos bellos que las defenderemos peleando.
La luz del verano que va acabándose, se encuentra en la ternura de dos adolescentes abrazados en una esquina. Esa luz también es mía, es nuestra. Crecerá nuevamente el amor en el aire que se respira. Nadie nos despojará de esa luz, que es herencia de un tiempo roto en este final de agosto. Y lloro sin que me importe que me vean llorar, guardándome el pañuelo en el bolsillo en este incierto mes londinense que amasa la antesala de nuestro fin de año.
Shabat Shalom
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