El nuevo juego de Oriente Próximo

SHLOMO BEN AMI/EL, PAIS.COM

Aún no se sabe a ciencia cierta si la primavera árabe será o no el preludio de unas democracias creíbles en el mundo árabe. Pero, aunque la calma todavía no se ha asentado tras meses de agitación en Túnez, El Cairo y otras ciudades, las revueltas árabes ya han tenido un impacto masivo en la estructura estratégica de Oriente Próximo.
Hasta hace poco, la región estaba dividida en dos campos: una alineación árabe incoherente y debilitada, y un Eje de Resistencia, integrado por Irán, Siria, Hamás y Hezbolá, contra los designios norteamericanos e israelíes para la región. Impulsada por una estrategia de “cero problemas” con sus vecinos, la búsqueda de Turquía de un rol preponderante en la política de Oriente Próximo la acercó a Siria e Irán.

La primavera árabe expuso los cimientos frágiles sobre los que se construyó el Eje de Resistencia, y lo empujó al borde del colapso. El primero en abrirse fue Hamás. Temeroso de las consecuencias de la desaparición de sus patrocinadores en Damasco, Hamás tácticamente se retiró del Eje y permitió que Egipto lo liderara hacia una reconciliación con la prooccidental Autoridad Palestina, aceptando términos que había rechazado bajo el régimen depuesto de Hosni Mubarak en Egipto.

Turquía está genuinamente interesada en una solución de dos Estados para la disputa palestino-israelí y en un sistema regional de paz y seguridad, mientras que Irán y Hezbolá están empeñados en hacer descarrilar a ambos para negarle a Israel el tipo de paz con el mundo árabe que terminaría aislando a Irán.

Más allá de su conflicto enconado con Israel, Turquía, a diferencia de Irán, no es un enemigo incondicional del Estado judío, y no descartaría un acuerdo con el Gobierno de Benjamín Netanyahu. De hecho, actualmente se están llevando a cabo conversaciones entre las partes para restablecer relaciones más normales.

Tampoco Irán y Turquía comparten una visión común con respecto a la región estratégicamente sensible del Golfo. Turquía, cuyo tratado de 2008 con el Consejo de Cooperación del Golfo la convirtió en un socio estratégico de las monarquías de la región, fue claramente enérgica durante la crisis de Bahréin al advertir a Irán que pusiera fin a su intrusión subversiva en los asuntos de la región. La estabilidad e integridad territorial de los Estados del Golfo es una prioridad estratégica para Turquía; claramente no es el caso de Irán.

De la misma manera, cuando se trata del Líbano, Turquía efectivamente no comparte la preocupación de Irán de que se pudiera cortar la cuerda de salvamento de Hezbolá si el régimen sirio colapsara. E Irán ySiria, por su parte, nunca estuvieron demasiado contentos con las aspiraciones del primer ministro Recep Tayyip Erdogan de actuar como un intermediario en Líbano, al que consideran su patio trasero estratégico. Esto explica el rechazo de Hezbolá de una iniciativa turca-catarí de actuar como mediadores después de la caída del Gobierno libanés de Saad Hariri en enero de 2011.

El compromiso de Turquía con las transiciones democráticas pacíficas en el mundo árabe la aislaron de su aliado sirio, Bachar el Asad -de cuyas prácticas represivas tanto Irán como Hezbolá son plenamente cómplices-, y hoy está distanciando aún más a Irán y Turquía. Irán se está esforzando por asegurar que unas elecciones libres abran el camino a regímenes verdaderamente islámicos en el mundo árabe, mientras que Turquía supone que su propia marca política, una síntesis de islam y democracia con valores seculares, prevalecerá finalmente.

La fisura refleja no solo diferencias ideológicas, sino también un desacuerdo sobre el objetivo del cambio de régimen. Irán espera que los nuevos regímenes se alineen detrás de su deseo de cambiar radicalmente la ecuación estratégica de la región a través de una política de confrontación con Estados Unidos e Israel, mientras que Turquía espera que los nuevos regímenes sigan políticas constructivas de paz y seguridad.

La inestabilidad y la confusión en el mundo árabe favorecerían la agenda de un statu quo radical como el de Irán. La inestabilidad ejerce el potencial de mantener altos los precios del petróleo, beneficiando a la economía iraní. Es más, mientras Occidente está concentrado en los enormes desafíos planteados por las revueltas árabes, a Irán le resulta más fácil desviar la atención del mundo de su programa nuclear, y sortear el régimen de sanciones internacionales destinado a recortar sus esfuerzos por adquirir armas nucleares.

La política exterior de Turquía, a diferencia de la de Irán, necesita un entorno estable para prosperar. La inestabilidad socava su visión regional en su totalidad; desafía su estrategia idealista de “cero problemas”. También pone en riesgo la fuerte penetración económica de Turquía en los mercados árabes. Y, con el problema kurdo más vivo que nunca, los turcos también saben muy bien que los levantamientos en los países vecinos pueden propagarse en la propia Turquía.

Respecto de la cuestión siria es donde las diferencias entre Turquía e Irán son especialmente evidentes. Turquía prácticamente se resignó a la inevitable caída del régimen represivo Baaz de Siria. Para Irán y Hezbolá, la caída de El Asad sería una catástrofe de enormes consecuencias.

Desprovisto de su alianza siria y alejado de Turquía, Irán se convertiría en una potencia revolucionaria aislada cuyo fanatismo islámico sería rechazado por la mayoría de las sociedades árabes.

Turquía se equivocó al intentar ganar una mayor influencia en Oriente Próximo alineándose con las fuerzas revolucionarias de la región. Es mucho más inteligente que Turquía haga causa común con las fuerzas responsables de la zona.

Un Egipto democrático sería un socio más fiable. Egipto ya logró alejar a Hamás de Siria y reconducirlo hacia una reconciliación interpalestina.

En lugar de competir por el papel de un intermediario del poder regional, como sucedió con el Gobierno de Mubarak, Egipto puede sumar fuerzas con Turquía -cuyas autoridades fueron prudentemente invitadas por los egipcios a la ceremonia que selló la reconciliación palestina, para promover una paz árabe-israelí y un sistema de seguridad civilizado en Oriente Próximo.

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