LISSETTE SUTTON EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Hoy fue un día de perros. Sin embargo, el premio mayor, definitivamente se lo llevó Victoria.
Me explico. Hoy, dominguito soleado y sabrosón aterricé junto con mi familia (púberes y pequeños incluidos) en el parque de Polanco. Agradable, calorcito, en el estanque verde algoso fangueaban los barquitos de control remoto. Niños, viejos, mexicanos, extranjeros, helados, algodones y perros. Sobre todo muchos, muchos perros. De todos tamaños; desde un Terranova hasta un Boxer con cara de Bulldog francés.
A los más grandulones, sus dueños los paseaban con firmes correas metálicas; los medianitos tiraban de su correa de piel, ésta, bien tensa dibujaba una línea recta entre el cuello de la mascota y la mano de su respectivo dueño.
Descubrí algo así como la correa equivalente a la carriola doble para gemelos. Era una correa que salía de una sola cuerda y ya muy cerca de los collarines se separaban dos cordeles que obviamente sostenían dos perros idénticos (¿gemelos?).
Nos topamos con toda una parafernalia perruna que a cada paso nos hacía voltear la cabeza casi al unísono. Y por qué no admitirlo, nos hacía sentir, también, cada vez más culpables por haber dejado a La Nacha en casa. Sola. Con su traste de comida lleno y su bandeja de agua hasta el tope, pero sola.
Yo me consolé pensando en lo incómodo que hubiera sido el viaje de mi casa hasta el parque con los 27 kilos de carne y pelos aullando en el coche. No sé en que irían pensando mis hijos y mi esposo cuando de pronto pasó un señor corriendo, atravesó toda la banqueta peatonal del parque cargando un Pug gordinflón que jadeaba como un viejito asmático. Unos metros antes ya se había adelantado su esposa para abrirle paso esquivando a cualquier posible peatón inoportuno que interrumpiera la carrera de su marido con el can jadeante y ronco entre sus brazos. Azorados, los seis integrantes de mi familia, tácitamente abrimos el paso ante tal emergencia. La curiosidad nos mataba.
Unos quince minutos más tarde y ya de regreso sobre nuestro camino, nos volvimos a topar con la pareja de la emergencia y su pug gangoso. Ahora sí, ya no nos pudimos aguantar y aunque no somos de los que iniciamos una plática fácilmente, acabamos preguntándoles el motivo de su anterior maratón canino. La señora, aún contrariada, nos explicó que el pequeño Pug se había excedido en su dosis de ejercicio y ya empezaba a respirar muy agitadamente por lo que corrieron a mojarlo en el estanque de agua verde-fango. “No fuera a ser que le diera un golpe de calor” (Sic.)
Entonces, el más pequeño de mis vástagos (que no es ni el más propio ni el más recatado) le preguntó: “¿Éste es el perro que estaba andando en patineta?” “Sí claro, pero como era su primera vez y le encantó, se emocionó demasiado y se excedió” –explicó muy cortés la dueña del Pug, quien ahora respiraba como viejito acabando de salir de un resfriado.
En las bocotas abiertas de mis pubértos pude leer dos cosas; una que le agradecían a su hermano menor el ser tan entrometido y satisfacer sus curiosidades y la otra es que para estas alturas ya se sentían ellos peor que perros apachurrados por un trailer por no haber tenido el corazón de traer a pasear a La Nacha en este domingo tan soleadito y perruno. ¿Qué le vamos a hacer? -pensé para mis adentros- tendrán que aprender a lidiar con el escaso grado de civilización que tiene su perrita… Y me imaginé a la Nacha que lo único que sabe hacer cuando está cerca de una patineta es morderla hasta convertirla en finas astillas. (A la fecha ya se ha echado dos triciclos y un patín del diablo).
Casi al final del paseo, con los ánimos a media asta y el corazón un poco chamuscadito, empezamos a caminar rumbo a nuestro coche y ¡o sorpresa! Justo a nuestra izquierda, una tienda de mascotas nos invitaba a entrar. La verdad es que no era una tienda de mascotas, si no que más bien era una boutique nouvelle para cachorros consentidos. ¿En qué radica la diferencia? En que para empezar, en una tienda de mascotas, es decir en +KOTA, los anuncios que predican que los animalitos sólo estarán ahí unos días y que si no estás seguro de poder cuidarlos no los lleves a casa, en realidad te dicen: “Cómprame porque aquí me estoy muriendo entre cacas y pulgas de perros ajenos enjaulado en menos de un metro cuadrado y si no me liberas es posible que me quede aquí por años.” Ésa es la diferencia. Ésta era una boutique PARA perros y no DE perros.
¿Y qué hacíamos nosotros en este palacio de la mascota sin nuestra mascota? Pues aminorando un poco el peso de nuestra imprudencia sabuesa que para estos momentos ya nos carcomía la mitad de nuestro intestino delgado al grado de que empezamos a sentir los síntomas de moquillo, el cual tratábamos de apaciguar comprándole una carnaza en forma de pelota de béisbol -cursísima- para La Nacha. El semblante de mis hijos se empezó a relajar cuando vieron a su papá pagando en la caja y llevando, además, “premios de vegetales mixtos” para la famosa Siberian Husky de 27 kilos. Y fue, en ese momento, cuando para rematar toda la experiencia se aparece Victoria. La Victoria.
Como materializado desde el asfalto, surgió un joven: treinta añitos, jeans ajustados, camiseta de algodón blanca pegadita con cuello V, manzanita de Adán, corte al ras, patillas perfectas y ¡Oh sí! Su perrita Baset Hound al lado. Pero ¿qué creen? ¡Sin correa, señores! Así como lo oyen. Ella siguiéndolo con su andar de brinquitos y él con la voz totalmente ecuánime, tranquilo, casi cachonda, la llamaba: “Por aquí Victoria”, “Ven Vic”, “Mira victoria ¿te gusta el osito?” La perrita lo veía, olfateaba por aquí y por allá, iba y venía tiki-tiki-tiki dando brinquitos, sin cadena, libre, sumisa ella.
De pronto, su dueño, quiso subir al segundo piso de la tienda y tuvo que repetir varias veces eso de “Ven victoria”, “Ven Vic”; pero claro, sin tener que subir el tono de voz notablemente. Las mandíbulas de mis adolescentes se empezaron a tensar nuevamente cundo vieron como Victoria subía tras de su dueño apenas distraída por tanto folclore perrense.
Estábamos a punto de irnos, casi olvidando en el mostrador la pelota de carnaza y los premios de vegetales, cuando vimos a la adorable Baset Hound salir volando escaleras abajo. Disparada como una mancha café-miel-blanca dirigida a la banqueta, a la calle, al otro lado del parque… Unos segundos después, una voz que venía desde arriba: “Victoria ven” y un segundo más, por fin, un grito: “Victoooooriaaaaa veeeeen aquíiiiiii”.
Ante nuestra mirada perpleja, una masa de jeans ajustados, camiseta pegada cuello V y patillas perfectas en dos zancadas se encontraba ya en la banqueta, en la calle, en el parque.Al cabo de lo que parecieron ser los dos más exquisitos minutos, lo vimos regresar con Victoria atada de una gran correa roja, casi tan roja como su cara de la que escurrían, no perlitas, como era de suponerse, si no gototas de sudor apestoso. Dos manchas oscuras en su camiseta pegada cuello V circulaban sus axilas. Nosotros boquiabiertos. Él sudando como perro. Nos mira y nos dice: “Es que no me vio, se angustió y pensó que la había dejado”. Los seis casi al mismo tiempo cerramos la boca. Dejamos de babear y salimos de la tienda-boutique.
-¿Quién quiere un helado? –Preguntó mi esposo con una sonrisa que dejaba ver toda su hilera dental, casi hasta sus relucientes caninos.
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