Las raíces del desastre

JOHN CARLIN/EL PAÍS

4 de septiembre 2011- El ataque contra EE UU el 11 de septiembre de 2001 ha causado más de un millón de víctimas. ¿Se podría haber evitado? ¿Por qué la CIA ocultó información al FBI? Este es un viaje a Nueva York diez años después.

A las 8.45, hora de Nueva York, del 11 de septiembre de 2001, Stephen Mulderry, un joven estadounidense repleto de sueños, estaba en el trabajo, como de costumbre, en su despacho de la planta 88 en la torre sur del World Trade Center; Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, acólitos saudíes de Osama bin Laden, estaban en sus asientos a bordo del vuelo 77 de American Airlines, un Boeing 757 que había despegado de Washington 25 minutos antes; John O’Neill, recién nombrado jefe de seguridad del World Trade Center, que hasta dos semanas antes había sido jefe de la brigada del FBI especializada en Al Qaeda, se encontraba en su mesa de la planta 34 de la torre norte, donde se estrelló el primer avión a las 8.46.

“Vi el primer edificio en llamas y pensé: ‘Esto es una película’. Luego llegó el segundo avión y pensé: ‘Esto no es una película”

Al enterarse de que esos dos individuos tenían visado para entrar en EE UU era imprescindible que transmitieran esa información al FBI. No lo hicieron”

Habían derribado los muros de su jardín americano; se sentían perplejos, violados, indignados. Y con un deseo nacional de venganza

La CIA odiaba a John O’Neill y al FBI, y sus jefes prefirieron poner sus memeces personales por enci-ma de los intereses nacionales”

El Gobierno, aprovechando el clima popular, lanzó una guerra total en Afganistán, el refugio de Al Qaeda, y luego otra en Irak

A las 10.30, todos estarían muertos, junto a otras 2.996 personas. Diez años después, el número de muertes causadas por el acto terrorista más atroz de la historia moderna es incalculablemente mayor. Los cuatro secuestros de aviones y atentados suicidas coordinados que llevaron a cabo Al Mindhar, Al Hazmi y otros 17 combatientes santos aquel desgraciado 11-S desencadenaron dos guerras, en Afganistán e Irak, que han costado, calculando por lo bajo, 250.000 vidas. El número de víctimas totales es imposible de saber, pero si se calcula que por cada uno de los seis mil y pico soldados estadounidenses muertos han resultado heridos siete, la cifra debe de ser muy superior al millón. A ello podemos añadir el trauma mental infligido a innumerables soldados y civiles afectados por las dos guerras, el frenesí global desatado por la percepción generalizada -por simplista que fuera- de un choque de civilizaciones entre el islam y Occidente y, en un plano más frívolo pero de gran alcance, los efectos que tienen sobre los viajeros las medidas de seguridad en los aeropuertos, cada vez más estrictas. En cuanto al coste económico, tras una inversión de Al Qaeda que el Gobierno de Estados Unidos calcula de no más de 500.000 dólares, el desembolso que ha tenido que hacer Estados Unidos debido a los acontecimientos del 11 de septiembre es casi igual al dinero que gastó, en términos reales, durante la Segunda Guerra Mundial. Según un estudio reciente de la Universidad de Brown, la cifra total, imposible de imaginar: cuatro billones de dólares.

Todo ello habría podido evitarse. Una torpeza, un fallo de comunicación entre la CIA y el FBI, una pista fundamental que no se pasaron, despejó el camino a los terroristas. En el centro, Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, los dos secuestradores que subieron a su avión en Washington. Si la CIA hubiera transmitido unos datos cruciales que había obtenido a principios de 2000 sobre estos dos hombres a la brigada anti-Al Qaeda de John O’Neill, conocida internamente como I-49, la madre de Stephen Mulderry y todos los demás padres, madres, esposos, esposas, hijos, nietos, familiares y amigos de los miles y miles de personas que han perdido sus vidas como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre quizá no habrían tenido de qué lamentarse.

De acuerdo con tres antiguos miembros de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) que ocuparon puestos importantes en el equipo antiterrorista de 150 personas dirigido por O’Neill, y a los que he entrevistado, existen buenos motivos para creer que si la Agencia Central de Inteligencia, el servicio de espionaje exterior de Estados Unidos, no se hubiera negado a compartir con ellos lo que sabían sobre esta pareja de Al Qaeda, la conspiración del 11 de septiembre se habría desbaratado de raíz. El más vehemente de los tres, pero también el mejor informado sobre los detalles del supuesto error, es Mark Rossini, que fue amigo y hombre de confianza del difunto O’Neill durante los cinco años que este fue el principal perseguidor norteamericano de Al Qaeda. “Iré a la tumba convencido de que habría podido evitarse”, dice Rossini. Más comedido se muestra Mark Chidichimo, analista jefe de inteligencia de la unidad sobre Al Qaeda. “Creo que habríamos podido evitar el 11-S si nos hubiéramos pasado mejor la información”, dice. “Si nos hubieran hablado de esos dos individuos, el FBI no les habría perdido de vista”. Pat D’Amuro, que era el segundo en la cadena de mando tras O’Neill y después dirigió la investigación del FBI sobre el 11-S, dice que, después de la amplia investigación oficial para saber si habría sido posible evitar los atentados, “lo que más destaca -lo único- es esta información concreta sobre esos dos terroristas que la Agencia no nos transmitió”. “El pueblo estadounidense”, añade D’Amuro, “no sabe lo crucial que fue aquello”.

“Te quiero, hermano”

Que el pueblo estadounidense o, en particular, los familiares que aún lloran a sus muertos quieran saberlo, es otra cuestión. Por ejemplo, Anne Mulderry, que durante mucho tiempo se negó a ver cualquier información en los medios sobre lo que sucedió el día en que asesinaron a su hijo, de 33 años, y que cuando se acerca el aniversario siente con más fuerza que nunca su ausencia y sus sensaciones personales de aquella terrible mañana.

Como recuerdan todos los que estaban entonces en Nueva York, el cielo estaba especialmente luminoso y claro aquella mañana, después de que se levantara como por arte de magia la bruma que envuelve la ciudad en verano. Anne, que hoy tiene 75 años, se levantó temprano y salió de casa para ir a clase de yoga, y recuerda sentirse impresionada por “la maravillosa luz”, sin saber qué pronto iba a descender sobre su vida la noche más negra. Su hijo Stephen era su alegría. Grande, alto y atlético, fanático jugador de baloncesto, exuberante y optimista, Stephen estaba haciendo realidad el sueño americano, triunfando en la ciudad más dura del mundo. Había empezado a trabajar repartiendo leche, luego había tenido un empleo de vendedor por teléfono y ahora era intermediario financiero y ganaba un sueldo importante en su oficina de las alturas del World Trade Center.

Después del yoga, justo antes de las nueve, Anne fue a Correos, donde la mujer del mostrador le dijo que un avión acababa de estrellarse contra la torre norte del WTC. “Mi rostro demudado le hizo comprender todo”, dice Anne, “pero… pero… todavía no era más que un avión, y no era la torre sur, en la que trabajaba Stephen”. Cuando volvía de Correos a casa, a las 9.03, se estrelló el segundo avión, y esta vez sí fue en la torre sur. Lo que Anne no sabía en ese momento era que el avión se había empotrado en el edificio entre las plantas 77 y 85, lo cual quería decir que su hijo estaba tres pisos por encima del punto de impacto. Llegó a casa y se encontró en el contestador un mensaje de Stephen que mostraba su confusión: “Acaba de chocarse un edificio contra mi avión”. Pero también decía: “No me va a pasar nada, y a ti tampoco, luego te llamo”.

Pero no volvió a llamar. Sí lo hizo Amy, la hija de Anne, y aquello fue un alivio inmenso. La oficina de Amy estaba al lado del World Trade Center. Había conseguido salir y estaba a salvo; cubierta de polvo y ceniza, a trompicones entre cristales rotos y cemento, pero viva e ilesa. Arrastrada por una corriente de personas que iba hacia el norte, alejándose del escenario del holocausto, había estado examinando los rostros grises en busca de su hermano y gritando una y otra vez a los caminantes estupefactos: “¿Hay alguien que venga del World Trade Center?”. No había nadie. Amy no le mencionó estos detalles a su madre, que simplemente se alegró de saber que estaba viva. Pero que luego le preguntó si había visto a Stephen. La línea quedó muda por un instante. Amy sabía en qué planta del edificio trabajaba Stephen y sabía que su torre había sido la primera en caer. Le dijo a su madre que no sabía dónde estaba Stephen.

“Entonces lo supe. En ese momento lo supe”, dice Anne con lágrimas al recordar el instante más doloroso y desgarrador de su vida. “Amy volvió a quedarse callada y yo solté un grito, un grito horrible, primitivo, gutural. Y seguí gritando y gritando”.

Anne, que no se atrevió a encender el televisor ni un momento en todo el día (ni durante las semanas posteriores), se enteró más tarde de que Stephen había conseguido hablar con su otro hijo, Peter. Stephen le dijo que solo funcionaba el móvil de uno de sus colegas y que lo estaban compartiendo entre 18 de los que trabajaban en su piso para hacer sus últimas llamadas, porque no veían forma de salir de allí, de bajar. “No he salido del edificio… La gente está tirándose por la ventana”, dijo Stephen. “Tienes que irte”, replicó Peter. “Te quiero, hermano”, concluyó Stephen.

‘Guerreros santos’

Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, de 25 y 26 años, respectivamente, en el momento de su muerte, también eran como hermanos. Ambos eran saudíes, habían luchado por la causa musulmana en la guerra de Bosnia, se habían entrenado en los campamentos de Al Qaeda en Afganistán (donde se empleaban camellos para perfeccionar las técnicas de degollar) y habían sido escogidos por su venerado líder, Osama bin Laden, para participar en la acción terrorista más ambiciosa de la organización hasta el momento.

Los dos volaron el 5 de enero de 2000 a Kuala Lumpur, la capital de Malasia, donde mantuvieron lo que los servicios de inteligencia estadounidenses denominaron posteriormente una “cumbre de planificación de Al Qaeda”. Con la ayuda de los servicios secretos malayos, la CIA siguió sus movimientos. La Agencia de Seguridad Nacional (NSA en inglés), el gigantesco mecanismo estadounidense dedicado a practicar escuchas en todo el mundo, llevaba más de un año vigilando un número de teléfono en Yemen al que, según Mark Rossini, llamaba el propio Bin Laden desde Afganistán. El número pertenecía a Muhammad Ali al Hada, suegro de Al Mindhar y actor fundamental en los atentados simultáneos contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en 1998, que causaron 224 muertes. Pat D’Amuro dice que Al Hada tenía otros dos yernos que ya se habían suicidado en sendos atentados terroristas. Después de la reunión de Malasia, la NSA descubrió que tanto Al Mindhar como Al Hazmi tenían el visado de entrada estadounidense en sus pasaportes, emitidos en Yeda (Arabia Saudí). Sus agentes informaron a la CIA de este asombroso detalle.

“En cuanto se enteraron de que aquellos dos individuos tenían visado para entrar en Estados Unidos, era absolutamente imprescindible que transmitieran esa información al FBI”, dice Mark Rossini, temblando de indignación mientras habla. Porque la CIA, que se mantiene en silencio sobre el caso, deliberadamente no la transmitió al FBI, cuyo terreno de operaciones es EE UU. Rossini, un hombre alto, ágil, con mandíbula de estrella de cine, dirige esa rabia y esa frustración también en parte contra sí mismo. Porque Rossini, que había trabajado en tareas antiterroristas dentro del FBI desde 1996, se había encargado temporalmente de las labores de enlace entre la CIA y el FBI, precisamente en la época de la reunión de Malasia. Aunque había sido un trabajo de enlace con grandes restricciones legales. Había tenido que jurar que no pasaría informaciones de la CIA a sus jefes del FBI salvo que se le diera autorización expresa para hacerlo. Si lo hacía, infringiría la ley.

“Vi las informaciones sobre Malasia y los visados que tenían aquellos individuos y me apresuré a redactar un informe para enviarlo al FBI, a mi amigo y jefe John O’Neill”, cuenta Rossini. “Pero la CIA me impidió que lo transmitiera. Dijeron que no era un caso del FBI. Me quejé a la persona responsable en la CIA, pero la respuesta fue: ‘Es un asunto de la CIA y no puedes decirle nada al FBI’. Me enfurecí, pero no pude hacer nada al respecto”.

¿Por qué no infringió las normas? Esa, dice, es una pregunta que le atormentará toda su vida. En su defensa, alega que solo a posteriori se puede ver lo trascendental que era aquella información, en un momento en que los datos y los rumores sobre las actividades de Al Qaeda inundaban las ondas de los servicios de inteligencia. “Pero ya entonces me di cuenta de que aquello era muy, muy importante y que el FBI debía saberlo. La decisión que tomé, y que siempre lamentaré, fue que no era lo suficientemente importante como para arriesgarme a perder el trabajo, infringir la ley e ir a la cárcel”.

“Un mundo de cenizas y noche”

“Salieron a la calle, mirando hacia atrás, ambas torres en llamas, y no tardaron en oír un fuerte estruendo de derrumbe y vieron humo salir de lo alto de una torre, hinchándose y deshinchándose, metódicamente, de piso en piso, y la torre cayendo, la torre sur hundiéndose en el humo, y de nuevo corrieron”, escribe Don DeLillo en su novela El hombre del salto, que evoca de manera intensamente vívida el 11 de septiembre.

“Ya no era calle, sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con la chaqueta… Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándoseles en torno… El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo… Llevaba traje y maletín. Tenía cristales en el pelo y en el rostro, cápsulas veteadas de sangre y luz…”.

El mundo que describe DeLillo es un mundo que Hassan Raza vio avanzar hacia él con toda su oscuridad y sus cenizas y que le envolvió y penetró con una épica venganza en las vidas de sus hermanos musulmanes de Little Pakistan, en Brooklyn, donde vivía, para luego volar sobre los mares y alcanzar a los musulmanes de todo el mundo, pero en especial de Irak y Afganistán, desde donde se contagió al auténtico Pakistán en el que había nacido y del que había salido para ir a Estados Unidos a los 40 años, solo un año antes, después de obtener un visado de trabajo con el sistema de lotería de los servicios de inmigración estadounidenses.

“Estaba en casa preparándome para ir a trabajar cuando vi en televisión el primer edificio en llamas y pensé: ‘Esto es una película’. Luego llegó el segundo avión y se estrelló y pensé: ‘Esto no es una película”, dice Hassan. Pero su puesto de trabajo como administrativo en un hospital de Nueva York era importante para él, así que corrió a coger el metro, que se detuvo justo antes del puente de Brooklyn. Salió y miró a través del East River, hacia la parte sur de Manhattan, y vio una gran nube de humo negro y blanco que se arremolinaba hacia arriba y llenaba el cielo. “¡Dios mío! ¿Dónde está el World Trade Center?”. Y vio que sobre el río había otro río que lo cruzaba, una marea de gente que volvía a casa, a Brooklyn, o que sencillamente huía de Manhattan, donde quién sabía en qué lugar iba a ocurrir el siguiente atentado. “Miles y miles de personas cubiertas de polvo y suciedad, sangrando por la nariz, algunos corrían hacia donde estaba yo, algunos se detenían y se abrazaban, algunos lloraban, algunos estaban atontados y estupefactos”.

Hassan no pudo ir a trabajar aquel día, pero cuando apareció al día siguiente, y durante las semanas posteriores, ninguno de sus colegas le dirigía la palabra. Al final perdió el empleo, pero tuvo suerte: muchos musulmanes de su barrio perdieron la libertad en los días y meses que siguieron. “Comenzó la caza al musulmán. El organismo de inmigración, la policía y el FBI invadieron Little Pakistan, irrumpieron en las casas a mitad de la noche, se llevaron a cientos de personas esposadas. Algunos trataban de esconderse, muchos dejaron Nueva York y huyeron a Canadá. En muchos casos detenían al padre y dejaban a la madre, que no sabía inglés y no tenía trabajo, obligada a arreglárselas por sí sola”.

Hassan volvió al trabajo que tenía antes de salir de Pakistán, asistente social, en este caso con una ONG creada en Nueva York para ayudar a los musulmanes de su comunidad a afrontar la reacción causada por el 11-S. De los muchos centenares de personas a las que intentó ayudar, un hombre le llamó la atención especialmente. Abdul Qayyum, que sobrevivía como vendedor de helados callejero, fue detenido en una mezquita dos meses después de los atentados y estuvo preso sin cargos durante siete meses, dos semanas en prisión incomunicado. Un abogado se enteró del caso y la organización de Hassan reunió los 5.000 dólares de fianza para sacarlo. “Salió con la cabeza mal, murmurando cosas sin sentido gran parte del tiempo, rechazando las sugerencias que le hacíamos de que volviera a Pakistán. No tenía familia ni perspectiva de trabajo y vivía en la calle. Nos daba lástima a todos. Estaba siempre sucio, pero engordó gracias a la caridad de la gente y se convirtió en una figura conocida, triste y patética en Coney Island Avenue. Era evidente que no había hecho nada malo porque, si no, le habrían deportado. Murió solo, creemos que por tensión alta y diabetes. Tenía alrededor de 55 años. Así acabó el sueño americano para él”.

La pesadilla americana

Al Mindhar y Al Hazmi entraron en Estados Unidos por el aeropuerto de Los Ángeles el 15 de enero de 2000, con tanta facilidad como cualquier otro turista. Según el informe oficial de la comisión del 11-S, un exhaustivo documento de 567 páginas que se entregó al presidente y al Congreso, “ni Hazmi ni Mindhar estaban en las listas de pasajeros sospechosos que tenían los inspectores de fronteras. Pero se sabía ya que Mindhar era un agente de Al Qaeda, y los servicios de inteligencia tenían una copia de su pasaporte”.

Su objetivo inmediato era aprender inglés y a pilotar aviones. No consiguieron ninguna de las dos cosas, por lo que la tarea que se les había asignado en el plan cambió de pilotar los aviones a encargarse de la fuerza bruta en el secuestro: en concreto, a cortar cuellos empleando, según se descubriría después, cúteres y cuchillos. Al Mindhar regresó a Arabia Saudí en el verano de 2000 y volvió el 4 de julio de 2001, el Día de la Independencia estadounidense, a través del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, donde tampoco nadie puso en duda su derecho a entrar en el país. Se reunió con Al Hazmi y el resto de los secuestradores en Paterson (Nueva Jersey).

El 11 de septiembre se apoderaron del vuelo 77 de American Airlines y lanzaron el Boeing 757 contra el Pentágono, matando a los 64 pasajeros que iban a bordo y a 125 personas que se encontraban en el edificio. (El cuarto avión no alcanzó su objetivo, que se cree que era la Casa Blanca o el Capitolio de Washington, sino que se estrelló en un campo de Pensilvania, y también causó la muerte de todos los que iban a bordo).

“El informe oficial de la comisión del 11/S fue un relato histórico muy bien elaborado y escrito y que recibió muchos elogios”, dice Mark Rossini, “pero no abordaba por qué ocurrió ni destacaba suficientemente lo importante que había sido la información que la CIA no dio al FBI sobre la reunión de Malasia, así que no vale una mierda”. Pat D’Amuro, menos directo, reconoce que el informe sí mencionaba ese fallo concreto de comunicación, pero solo de pasada. “La comisión no dio a ese error la atención que debería haberle prestado”.

¿Qué habría sucedido si el FBI lo hubiera sabido? Mark Chidichimo dice: “Los habríamos vigilado muy de cerca, habríamos conseguido que su hotel nos dijera a quién llamaban y con quién se reunían, les habríamos hecho pasar un doble filtro de seguridad en los aeropuertos y habríamos encontrado los cúteres y los cuchillos. Cuando el FBI centra su atención en algo, es magnífico”. Pat D’Amuro no tiene la menor duda de que el FBI habría obtenido enseguida la autorización del Departamento de Justicia para plantar escuchas en los teléfonos de Al Mindhar y Al Hazmi. Rossini, que colaboró estrechamente con varios servicios de inteligencia internacionales, dice que John O’Neill habría enviado de inmediato un equipo a Malasia y habría acosado a los socios en el extranjero del FBI para que le dieran información. “John O’Neill habría peinado el mundo entero y, por supuesto, habríamos vigilado cada paso que esos individuos dieran dentro de Estados Unidos. ¡Puede imaginarse cuántas alarmas habrían saltado si hubiéramos descubierto que estaban tomando clases de vuelo! Pero a John le ocultaron cosas. Dirigía la lucha contra Al Qaeda y Bin Laden, no había nadie en toda la Administración estadounidense que supiera tanto de ellos ni estuviera tan obsesionado como él por la amenaza que representaban y, sin embargo, lo mantuvieron a ciegas de forma deliberada”.

¿Por qué? D’Amuro cree que, en parte, fue una cuestión de costumbre institucional. “La CIA y la NSA nunca quieren que sus informaciones salgan a la luz en una investigación criminal, que es el terreno en el que se mueve el FBI. Y en este caso estaba la coincidencia entre la reunión de Malasia y los atentados contra las embajadas en África oriental que estábamos rastreando y persiguiendo judicialmente en aquel entonces”.

En opinión de Rossini, entre los agentes del FBI que fueron a África a investigar las bombas de las embajadas, el problema era totalmente personal. “La CIA odiaba a John O’Neill y al FBI, y sus jefes prefirieron poner sus memeces personales por encima de los intereses nacionales. Les desagradaba John porque era carismático, porque llevaba trajes negros de diseño, porque bebía y le gustaban las mujeres y porque sabían que trabajaba más que nadie y obtenía mejores resultados que todos ellos juntos. Y yo también les caía mal porque era amigo de John y también llevaba trajes de diseño y me gustaba la buena vida. Esa es la razón de que no nos pasaran las informaciones y esa es también la razón de fondo por la que John terminase por dejar el FBI”.

Chidichimo y D’Amuro están de acuerdo en que O’Neill era “un personaje desmesurado”, con una mente brillante, increíblemente entregado -“obsesionado a todas horas del día y de la noche”, dice D’Amuro- a la tarea de perseguir a Al Qaeda. “John comprendió antes que nadie que Al Qaeda era una grave amenaza y que Bin Laden iba a ser un problema inmenso. Era una de las personas más inteligentes que he conocido”, dice Chidichimo, a su vez un analista brillante de los servicios de inteligencia del FBI. “John era un tipo difícil para trabajar con él, pero casi siempre tenía razón. Me enseñó antiterrorismo”, asegura D’Amuro, que tras el 11?S fue el hombre del FBI encargado de informar al presidente y al ministro de Justicia sobre la investigación que había dirigido.

¿Pero cree que pudo haber factores personales en la decisión de no pasarle la información sobre Malasia? “Cuando trataba con otros organismos, era como un elefante en una cacharrería”, responde D’Amuro. “Yo se lo decía mucho. Le decía que se relajara. Pero le era imposible. Era su estilo”. Entonces ¿es posible que esos choques de personalidades y que la tendencia de O’Neill a caer mal a la gente influyeran en las relaciones entre la CIA y el FBI y contribuyeran a que no le transmitiesen una información importante? D’Amuro, un hombre más juicioso que su antiguo jefe, más precavido que Mark Rossini en su utilización del lenguaje, hace una pausa antes de contestar. “Sí,” dice. “Podría ser”.

Los muertos

desaparecidos

La novela de Don DeLillo muestra a un grupo de niños neoyorquinos que durante varias semanas después de los atentados miran el cielo por la ventana, en busca de aviones y de un hombre al que llaman Bill Lawton, el nombre que dan, por confusión o por eufemismo, a Bin Laden. No hay niños que tuvieran una experiencia más íntima de los sucesos del 11 de septiembre que los 600 escolares de entre 4 y 11 años que estaban en la escuela primaria PS 234, a 250 metros al norte del World Trade Center. Anna Switzer, la directora del centro, aún recuerda con horror aquella mañana y todavía se sobresalta cuando oye un avión o una alarma que suena.

“Hacía un día absolutamente maravilloso y estábamos en el patio. Era el primer día de curso para el jardín de infancia y yo me había quedado hablando con algunos padres cuando oímos un avión que volaba bajo. Pensé: ¿por qué vuela tan bajo? Y entonces lo vimos estrellarse contra la primera torre, entrar como con un corte suave y discreto en el costado del edificio”.

Llegó el choque del segundo avión y las dos torres se incendiaron, y mucha gente -al menos 200 personas al final- empezó a saltar por las ventanas. Los niños tuvieron una perspectiva de todo ello más cercana y horrible que lo que cualquiera pudo ver por televisión. Los maestros metieron a los niños en el interior del colegio, siguiendo órdenes que les habían dado por teléfono en pleno pánico las autoridades educativas de la ciudad, y cerraron las persianas de las aulas. Pero Anna Switzer prefirió ignorar la orden y sacar a los niños del colegio. De la mano, acompañados por los profesores, se unieron a la procesión fantasmal que avanzaba hacia el norte, lejos del humo y los olores a materiales de construcción y carne quemada -“Buchenwald con sustancias químicas”, lo llamó un neoyorquino- que persistiría en Manhattan durante muchos días.

Los niños se quedaron sin aulas, sin poder regresar a su edificio durante cinco meses, y todos se sometieron después a pruebas psicológicas. “Algunos querían hablar todo el tiempo de lo que había pasado; otros no volvieron a decir una palabra de aquello. Pero afloró a la superficie durante semanas y meses, en sus redacciones y sus dibujos”.

En toda la ciudad, agravando el sentimiento de pena y desesperación que los adultos no lograban dejar de transmitir a los niños, aparecieron carteles improvisados con las fotografías de personas desaparecidas, a medida que sus familiares clamaban y se aferraban a creer lo -en casi todos los casos- increíble: que sus seres amados que habían estado en el World Trade Center entre las 8.46 y 9.02, el momento en el que chocó el segundo avión, podían estar todavía vivos en algún sitio al día siguiente, dos, tres, cuatro días después.

La sensación general era que aquello no era más que el principio, que Estados Unidos estaba “siendo atacado” y “en guerra”, como dijeron los dirigentes políticos; que el terrorismo iba a ser el pan de cada día para los neoyorquinos y para todos los estadounidenses. Algunos reaccionaron, como parte de los alumnos de Anna Switzer, refugiándose en una lúgubre introspección; otros se dejaron llevar por el espíritu de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Muchos residentes en la ciudad se dieron a la bebida y la promiscuidad, como si creyeran que el fin del mundo estaba cerca. La herida más profunda y extendida fue la que sufrió la vieja y querida creencia de que dentro de Estados Unidos estaban a salvo de los horrores que acosaban al resto de los habitantes del mundo. Aparte del ataque japonés contra Pearl Harbour (Hawai), en 1941, este era el primer ataque de enemigos extranjeros en el “suelo patrio” estadounidense. La población sufrió un aturdimiento cósmico. Habían derribado los muros de su jardín americano; se sentían perplejos, violados, indignados. Y con un deseo nacional de venganza.

El Gobierno, aprovechando el clima popular, lanzó, en primer lugar, una guerra total en Afganistán, el refugio de Al Qaeda, y luego otra en Irak. “Yo soy una vieja progresista”, dice Anna Switzer, “y en aquel momento pensé que era una buena idea ir a Afganistán. Ahora, por supuesto, no. En cuanto a Irak, sabíamos que era inevitable, pero también que era una aberración”.

John O’Neill

Como en una de esos miles de películas de Hollywood, O’Neill era el clásico héroe policiaco atrevido, brillante y atractivo, frustrado por lo que Rossini llama unos hombres “grises, institucionales, de los que se guían por el manual”. O’Neill tuvo choques personales con ellos, pero también les proporcionaba munición con su carácter independiente y descarado. Se saltaba las reglas. En una ocasión, cuando se le estropeó el coche, cogió prestado uno del FBI para llevar a una novia a su casa. Un acto inocuo, pero suficiente para que le dieran una reprimenda y una advertencia. Tuvo varios incidentes de ese tipo, pero el más serio fue uno en el que O’Neill perdió sin darse cuenta, aunque solo de forma temporal y sin que nadie tuviera ocasión de leerlo, un expediente importante del FBI. Estaba en marcha una investigación interna cuando, en julio de 2001, O’Neill y Rossini fueron a España a reunirse con la Guardia Civil y tomarse unos días de vacaciones.

“Estábamos tomando un café una mañana en un chalet de Marbella propiedad de un amigo cuando vi en mi ordenador una información de The New York Times que hacía referencia a John. Alguien, algún enemigo que tenía en alguna parte, había contado la historia del expediente desaparecido al periódico. Imprimí la noticia, John la leyó y le cambió el rostro. Se calló y empezó a decir una y otra vez: ‘¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué?’. Yo no podía creérmelo. El mejor hombre que tenía Estados Unidos en la lucha contra Al Qaeda y le hacen eso. John permaneció callado casi todo el día, reflexionando, y a la mañana siguiente anunció su decisión. ‘Kiss my ass, man! Kiss my ass!’, gritó. [La traducción mas fiel al español sería: ‘A tomar por culo, tío’]. Es lo que decimos en el FBI cuando estamos hartos, cuando ya no podemos más. ‘Se acabó’, dijo. ‘Estoy libre. No necesito más comentarios de esos mandados sobre mis trajes’. Adoraba el FBI. Lo llevaba en la sangre. Le encantaba el poder que le daba para hacer el bien. Y era un agente muy valioso para el país. Pero los peones envidiosos consiguieron echarlo”.

Permaneció en su puesto del FBI hasta finales de agosto y asumió su nuevo cargo de jefe de seguridad del World Trade Center el 9 de septiembre. Al día siguiente de su dimisión, en un gesto de esplendidez típico de él, invitó a un viejo amigo de un servicio secreto europeo a cenar en un restaurante pijo de Nueva York al que le gustaba ir. Cuando el dueño se negó a cobrarle la cena, dejó a los camareros una propina de 200 dólares.

Las torres del World Trade Center tardaron segundos en derrumbarse y borrar su huella de la silueta de Nueva York. Sin embargo, Mark Rossini pensó durante un tiempo que O’Neill había sobrevivido. Al enterarse del atentado en la radio del coche cuando iba a trabajar al cuartel general de la CIA en Langley (Virginia), llamó a la oficina neoyorquina del FBI, donde le contaron que O’Neill había llamado para decir que había salido del edificio. “Llamé a los numerosos amigos de John en todo el mundo para asegurarles que estaba bien. Pero luego la noticia cambió. Lo encontraron entre los escombros, decapitado; le identificaron por el traje y por el anillo de graduación de la universidad”. A Rossini se le llenan los ojos de lágrimas al recordarlo. “Murió como un héroe. Murió tomando las riendas de la situación, como había hecho siempre. ‘Yo soy el jefe. Yo soy el que manda’. Había una crisis y él tenía que solucionarla. Así que volvió a entrar”.

La única suerte que tuvo, a título póstumo, fue que pudieron identificar su cuerpo. A día de hoy, no se han encontrado huellas más que de 1.100 víctimas. Los restos de Stephen Mulderry aparecieron el 9 de noviembre, dos meses después de su muerte. Ocurrió algo parecido con todos los fallecidos que fue posible identificar.

Equipos enteros registraban los escombros en busca de fragmentos humanos que enviaban a un centro médico en el que se realizaban pruebas de ADN. Muchos familiares recibieron una macabra llamada tras otra, durante meses, para decirles que habían encontrado una mano, un dedo, un trozo de músculo, una mecha de cabello. En el caso de Stephen Mulderry, lo primero fue parte de su mandíbula, otro fragmento de hueso y un poco de tejido blando. “En el funeral pusimos sus pequeños restos en un ataúd para bebés y lo enterramos”, dice Anne, su madre. Durante los dos años siguientes aparecieron más fragmentos, y al final reunieron un trozo de hueso de cada uno de sus ágiles miembros de baloncestista, los incineraron y esparcieron las cenizas sobre un lago en las montañas del Estado de Nueva York.

El entierro de John O’Neill se llevó a cabo el 28 de septiembre de 2001. Fue una ceremonia a la que asistieron más de mil personas, con acompañamiento de gaitas irlandesas y en presencia de los máximos jefes de todos los cuerpos de las fuerzas del orden en el Estado de Nueva York, y varios invitados especiales de Washington.

En el funeral se leyó una carta que había escrito a su nieto, nacido dos meses antes, en la que le decía que recordase siempre que había nacido en el mejor país del mundo y que debía siempre ser un patriota. Junto a su tumba lloraban cuatro mujeres -una de ellas, la esposa de la que estaba separado- que hasta ese momento no habían sabido que las otras existían ni cuál había sido su respectiva importancia en la vida de O’Neill. Quizá nunca se habrían enterado, John O’Neill nunca habría dejado el FBI, el World Trade Center estaría todavía en pie, el mundo sería distinto, si no hubiera sido por los eternos defectos humanos de la envidia, el orgullo, la mezquindad y la vanidad de las que tantas veces derivan los grandes errores y las tragedias de la humanidad. Y que, junto con la inercia burocrática, indicada en el informe oficial de la comisión del 11-S, fueron la razón fundamental de que no se impidiera la catástrofe.

“Me arrepiento cada día de no haber infringido las reglas y haber dicho a John o a cualquier persona del FBI lo de la reunión en Malasia. No hay vuelta de hoja”, dice Mark Rossini. “La cabeza no deja de darme vueltas preguntándose ‘¿por qué?’ y ‘¿qué habría pasado si…?’, sabiendo que John habría volcado las fuerzas del FBI en descubrir todo sobre la reunión de Malasia. Se habrían evitado los atentados del 11-S. Estoy convencido”. Hoy las reglas han cambiado. La Patriot Act (Ley Patriótica) aprobada por el Congreso tras el 11-S hace que sea imposible que una información de tanta importancia nacional permanezca dentro de la jurisdicción de un solo organismo. Hoy no habría podido quedarse en manos de la CIA; la habrían tenido que compartir.

“Lo más difícil de aceptar es que, si se hubieran aplicado entonces esas normas, si en enero de 2000 hubieran informado al FBI, todos los servicios de inteligencia, colaborando, habríamos podido enterarnos de muchas cosas de los secuestradores y sus jefes”, dice Rossini. “El simple y deliberado hecho de decir ‘no’ por los prejuicios personales y los delirios de autoridad y jurisdicción de unas personas concretas causó el atentado terrorista más catastrófico jamás cometido en territorio estadounidense”.

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