Las vacaciones del siervo

ANTONIO VALDECANTOS /EL PAÍS

31 de agosto 2011- Que la misión del político consiste en resolver los problemas de los llamados ciudadanos y en mantenerse lo más cercano posible a la gente común para no perder de vista las inquietudes de los votantes son, sin duda, los dos tópicos capitales que sustentan casi toda disertación política contemporánea, desde la tertulia al tratado. Un político que crea problemas en lugar de eliminarlos, o que se encierra en su mundo particular y deja de hablar el lenguaje de la calle, tiene ya sentenciada su ruina, mucho más que si fuese lascivo, mentiroso o ladrón. De hecho, vicios como estos suelen ser muy apreciados por la clientela electoral, ya que le permiten la íntima satisfacción -esencial en toda ciudadanía autoconsciente- de descubrirse más virtuosa que sus representantes.

Si los políticos fueran irreprochables en su conducta, nos humillarían de manera muy molesta y cometerían un pecado difícil de perdonar: el de dar a entender que lo que se denomina sociedad civil es moralmente inferior a sus gobernantes. En caso de prosperar esta creencia, se violarían, no en vano, condiciones muy elementales de la imagen que toda nación moderna ha de tener de sí misma, de manera que al político honrado le convendrá fingir un poco de corrupción de cuando en cuando, so pena de faltar a una obligación sagrada.

Desde luego, lo anterior no debe declararse públicamente. La buena educación aconseja decir que la política es un ágora en la que todos están llamados a participar, de la que nadie puede ser excluido, y donde lo justo y conveniente se descubre gracias a la práctica del diálogo y al cultivo de lo que se llama valores. Cierta dosis de esta retórica melosa resulta imprescindible para dar lustre doctrinal al discurso, aunque el súbdito no confiere legitimidad a sus gobernantes por tales expresiones declamatorias, que le aburren tanto como a sus autores.

Mientras que la virtud se busca con la secreta esperanza de no encontrarla, la eficiencia y la cercanía sí que son objeto del máximo interés público, y en realidad quizá sea esta última, más que la primera, la piedra angular de la legitimidad democrática: el principal deber del político es parecerse a nosotros en su manera de hablar y razonar y hasta en sus sentimientos y gustos. Quizá la ineficacia pueda disculparse a veces, pero de ninguna manera la actitud distante y estirada, que constituye un indicio seguro de desconexión con la ciudadanía o, lo que es lo mismo, con la realidad. Para entender el concepto prevaleciente de lo político puede resultar útil la analogía entre lo que incumbe al hombre público y la función que las universidades más competitivas atribuyen a esa mezcla de criado y bufón que se supone han de ser sus docentes: el profesor debe distinguirse, en efecto, por facilitar al alumno la adquisición de destrezas y astucias útiles para su futuro laboral y, al mismo tiempo, por resultar un tipo accesible, que sepa llegar a la juventud, que hable su lenguaje y que le sirva de entretenimiento.

La idea de que la política es un servicio se transfigura con facilidad en la de que su fin es servir al público, pero en relación con las necesidades y caprichos privados de este, y en particular con los referidos al consumo. Cuando el ágora pasa a ser un lugar donde solo se habla de cuestiones privadas, no es raro que la política se convierta en un asunto estrictamente casero, tanto que las prestaciones que se exigen al hombre público se parecerán mucho a las propias del servicio doméstico. En realidad el súbdito, seguro de su protagonismo en el mercado político y cargado de razones por suponérsele portador de los valores más exquisitos, ostentará con el gobernante la misma altiva infatuación en que se complace cierta clase de criados cuando, disfrutando de una jornada de asueto, acuden a bares u otros establecimientos públicos para hallar ocasión de ser atendidos y de invertir el signo de la servidumbre. A menudo, el fámulo de permiso se mostrará inflexible y hasta despótico con quienes durante cierto lapso de tiempo están obligados a trabajar para él, porque de sobra sabe cuáles son las condiciones de un servicio eficiente. Quien tiene oportunidad de impartir órdenes, aunque solo sea durante un rato breve, imitará con todo convencimiento los modales de su amo, y su señorío interino bastará a persuadirlo de que él también ha nacido para mandar.

Esos mismos modos de petulante y desclasado criado de vacaciones son los que suele emplear el ciudadano que exige a todas horas eficiencia en la prestación de los servicios públicos y celebra, por ejemplo, que la gestión de hospitales o consultas médicas pase a manos privadas. ¿Qué importa la titularidad privada o pública de algo cuando el servicio que a mí se me presta es irreprochable? No cabe ninguna duda de que la gestión privada de la sanidad pública le da al súbdito la más vívida impresión de estar siendo bien atendido y de ser el objeto casi individualizado del servicio. En lugar de funcionarios hoscos, indolentes y suspicaces, hallará un personal adornado con los modales propios de las azafatas y de los pajes, en un ambiente altamente profesional, típico de clínicas de pago, donde todos los detalles pueden ser objeto de evaluación y hasta de reclamación.

Pero debería advertirse que esta ideología de la eficacia está pensada para ofrecérsela al ciudadano solamente en cuanto beneficiario de los servicios, no en cuanto alguien de quien también se espera que preste otros semejantes. Se trata de la mentalidad del criado de permiso, no del que ha pasado ya sus horas de asueto y ha vuelto a casa de los señores. En una sociedad eficiente todos seremos tratados como en un hotel de lujo, pero solo durante nuestros ratos de descanso, porque el resto del tiempo lo pasaremos sometidos, con idéntica eficacia, a un régimen severísimo bajo la inspección de capataces implacables.

Convendría tener presente que, en latitudes no calvinistas, lo más deseable para sobrevivir es una moderada y soportable ineficiencia de personas e instituciones, pero esta profunda verdad apenas puede confesarse, porque la ideología del siervo de vacaciones lleva todas las de ganar.

Nada tiene de raro que la política se conciba también como un servicio que debe ser prestado en las mejores condiciones de eficacia. De ordinario, el político apenas promete otra cosa, y el resultado es que el espacio público se convierta en un ruidoso casino (o, mejor, un cibercafé) al que los criados acuden, cuando están de permiso, para olvidarse de su condición ancilar y de lo poco que falta para recobrarla. Naturalmente, los camareros del cibercafé se pasarán el rato llamando “señor” a todo el mundo y repitiendo una y otra vez que el que manda es el cliente.

La ficción principal en que se funda la cosa pública contemporánea es la consistente en creer que los políticos no sirven a los dueños del cibercafé (gente por lo común muy poco amable), sino a los criados de permiso que acuden a convencerse de que ellos también son señores.

Para el súbdito, la política es un lugar donde pasar los días de ocio y donde todos parecen convencidos de que las vacaciones no tienen fin. Pero, al terminarse las horas o los días reglamentarios, quizá el fámulo se haya cansado de tanta ficción, agradezca ser tratado con menos atenciones y añore la disciplina y la mano dura. El retorno no podrá ser más provechoso para el amo, porque el siervo correrá a servirle con toda la energía que suele desencadenarse cuando uno se libra de la simulación, una energía que sin duda se agotará (y suscitará entonces no poco arrepentimiento) pero que, mientras dure, prestará servicios inestimables y causará también el más odioso de los regocijos.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro, de próxima publicación, es La clac y el apuntador.

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