EL MUNDO.es
Ricky Aragai tiene una sonrisa tan amplia como sincera. Su blanca dentadura destaca en una piel negra y bien cuidada. Habla en un hebreo veloz. Ya no sueña en amárico como cuando era una niña en una aldea perdida de Etiopía. De generación en generación, los judíos de ese país compartían su sueño: llegar a la Tierra Prometida. La que leían en libros, relataban en cuentos infantiles y evocaban en rezos. Hoy, miles de ellos se emocionan por vivir en Eretz Israel, su tierra soñada. Para muchos, sin embargo, sigue siendo una lejana promesa.
Muchos son hoy diputados, oficiales, abogados o conocidos periodistas en Israel. Incluso la ganadora de la última edición ‘Operación Triunfo’ israelí es una joven etíope elegida en votación popular. Pero la sensación de muchos falashas (extranjero o emigrante) es que el país que les abrió las puertas del sueño no les ha hecho sentir que están en casa. Aunque sean llamados Beita Israel, la casa de Israel. Lo manifiestan de forma dramática los padres etíopes que han obligado a cerrar estos días un colegio en Petaj Tikva al estar enteramente formado por niños de esta comunidad. Ahora esperan y exigen que sean distribuidos en el resto de escuelas.
El sueño de Ricky se cumplió el 24 de mayo de 1991 con el aterrizaje en el aeropuerto Ben Gurion. No estaba sola. Otros 14.324 judíos fueron evacuados en una de las operaciones más espectaculares de Israel. El Mosad, la Sojnut (agencia encargada de la llegada de los judíos de la diáspora) y el Ejército cosieron la misión que cambió la vida de Ricky, sus padres y dos hermanos pequeños. Treinta y cuatro aviones aterrizaron en Adis Abeba, la inestable capital donde miles de judíos esperaban largos meses e incluso años.
Los aviones de El Al, escoltados por cazas de combate, construyeron un puente aéreo sin precedentes. De los cielos, bajaron los descendientes del Rey Salomón y la Reina de Saba. O quizás de la tribu perdida de Dan. Los aviones iban sin asientos. Nada llamativo para personas que subían por primera vez a lo que llamaban “Pájaro de acero”. “Parecían llegados de la Luna. No sabían lo que era la modernidad. Viajamos con el doble de pasajeros del permitido”, relata el entonces oficial Moshe Leshem.
Ricky tenía 10 años. Una pegatina en la frente le identificaba ante la ausencia de documentos originales. “Nada más pisar Israel, nos tiramos al suelo para besarlo. La emoción era increíble. Estábamos cerca de la Jerusalén de oro”, nos cuenta Ricky. Asegura que no es fácil aclimatarse a un nuevo país, idioma y mentalidad. Menos aún si es uno en permanente conflicto bélico. Los casi 15.000 etíopes de la Operación Salomón (91) y otros tantos de la Operación Moisés (84) salieron del Tercer Mundo para caer de golpe en el primero.
Viaje al “Jerusalén de oro”
Muchos fueron abofeteados por una realidad que no estaba escrita en ningún versículo. Ricky toma su café. Reflexiona de lo que fue y pudo ser. “Israel es el mejor lugar para los judíos. Es mi amada casa pero como patriota israelí digo que hay problemas y que se deben mejorar muchísimas cosas”. Dirige una asociación que apoya a la familia y los niños. “Muchos israelíes se creen que saben mejor que nadie que es lo que nos conviene. ¿Cómo quieren que triunfemos si desde niños nos dicen, ‘pobrecitos, pobrecito…’?”
La bofetada tiene mayor eco en el barrio de Kiriat Moshe de la ciudad de Rehovot. Simón Ziuv (25) también sonríe pero de impotencia. A los cinco años, fue subido con sus padres y siete hermanos a un avión. “Nos prometieron Jerusalén pero mis padres recibieron algo distinto. A veces dicen que hubiera sido mejor quedarse en la aldea y no venir al primer mundo”, nos comenta en una calle donde se plasma un dato: el desempleo entre los 122.000 falashas de Israel ronda el 12%, el doble que la media. También hay más delincuencia juvenil. El 42% consigue el graduado escolar en contraste con el 64% del resto de judíos en Israel. Un estudio reciente confirma el fracaso de los jóvenes etíopes en el sistema educativo. “No me gusta quejarme ya que uno debe luchar por su destino pero en este barrio la mayoría crece sin esperanzas de triunfar”, afirma Simón a ELMUNDO.es.
En Etiopía, el padre era venerado. Volvía a casa y los hijos se levantaban por respeto. En Israel, el rey es el hijo. Sin idioma, los etíopes dependían de sus hijos para comprar el pan. Un cambio drástico que destrozó familias. Paseamos con Simón en Kiriat Moshe donde sus padres compraron una casa con ayuda estatal. “Me encanta Israel pero también aquí hay casos de racismo”, denuncia. En el kiosco, Tulahun luce el solideo en la cabeza reflejando la religiosidad de gran parte de falashas. “Si Dios quiere”, repite en la conversación sobre el avión del 91 y el orgullo de tener a dos hijos en una unidad de élite.
Cada oleada migratoria tiene su estereotipo que suele acabar en un chiste. Cada tribu y su etiqueta. La de los etíopes es que son buena gente. Quizás en exceso. En un país donde todos reivindican algo y protestan contra algo, ellos destacan por un carácter demasiado dócil para ganar batallas.
El ex jefe del Ejército, Amnón Lipkin Shajak, se siente orgulloso por haber traído a los “hermanos judíos”. Por ver esos niños de Adis Abeba convertidos en académicos y doctores. La otra cara le entristece: “Muchos no han encontrado su lugar. Inmigrar es difícil pero para los etíopes más. Los más viejos seguirán viviendo en sus burbujas pero debemos luchar por los jóvenes”.
La denuncia de Simón, la sonrisa inconformista de Ricky y la fe de Tulahun son algunos efectos de una travesía de dimensiones bíblicas.
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