EL ESPECTADOR.COM
Cuando se cumple el décimo aniversario del 11-S, aquellas imágenes de las Torres Gemelas en llamas y envueltas en un cinturón negro de humo en un soleado día neoyorkino saltan de forma automática a la memoria. El mundo, particularmente Estados Unidos caían sumidos en una profunda crisis de carácter político y social que sacudía también las conciencias de la sociedad occidental.
Sin duda, los atentados perpetrados ese día por Al Qaeda marcaron un punto de inflexión en la historia de las relaciones internacionales. Fue un momento de crisis, de emergencia y de excepción que, lamentablemente, se prolongaría durante años, erosionando algunos de los pilares del orden internacional y cobrando miles y miles de víctimas.
La intervención unilateral de Estados Unidos en Irak, en contravención de la decisión de la ONU; la creación de Guantánamo y otras cárceles secretas en Europa, como han revelado informes de Amnistía Internacional o el Consejo de Europa; la puesta en marcha, con la connivencia y hasta ahora impunidad generalizada de gobiernos europeos, del Programa de Entregas Extraordinarias de la CIA; los casos de torturas y malos tratos, confesados incluso por el ex presidente George W. Bush y detallados por las filtraciones de Wikileaks…
Muchos gobernantes, demasiados, han justificado estos hechos como un “mal menor”, necesario ante la amenaza inédita de un terrorismo de base fundamentalista islámica y con un modelo apocalíptico de revolución radical del orden mundial.
Por supuesto, son muchas las interpretaciones y matices sobre Al Qaeda, su naturaleza y los propósitos que subyacen a su actuación, pero no por ello se pueden dejar de asumir las crisis desencadenadas y la necesidad de persistir para lograr su solución y la rendición de cuentas. Es el caso del factor religioso, para el que el 11-S se convirtió en una especie de oportunidad creativa. Que el autor responsable de tales hechos se declarara motivado por los preceptos del islam, ha llevado a situar las religiones en el centro de la agenda internacional, dando visibilidad a un elemento que estaba desterrado u “olvidado”, como dijera Edward Luttwak.
El 11-S nos ha obligado a políticos, académicos, periodistas y ciudadanos de a pie a pensar sobre el impacto de las religiones en la política mundial y a cuestionar así el presupuesto, generalmente asumido, de que la religión había dejado de ser un factor relevante en las relaciones internacionales desde el fin de la Guerra de los Treinta Años y la firma de la Paz de Westfalia (1648) en Europa.
Aquí surgen dos interrogantes. ¿Realmente las identidades y los valores religiosos no han tenido influencia en la toma de decisiones y el comportamiento de los Estados y otros actores desde mediados del siglo XVII hasta el 11-S? Y, si asumimos que estamos viviendo un “resurgimiento de las religiones” en la política mundial, ¿cómo lo hacen, bajo qué formas y funciones?
La respuesta al primer interrogante es “no”. La presencia e influencia de las religiones ha sido una constante, bajo diferentes formas e intensidades, a lo largo de la llamada historia “moderna” de las relaciones internacionales. Bastaría recordar que en el siglo XIX la figura de la intervención humanitaria contemplaba la posibilidad de entrar en un tercer Estado soberano para “el rescate de nacionales propios” y para “la protección de las minorías cristianas”. Por tanto, aquellas “minorías” susceptibles de “protección” por ser “humanos” se circunscribían únicamente a los cristianos (católicos, protestantes y ortodoxos).
Un buen ejemplo de ello son las intervenciones humanitarias llevadas entonces a cabo por los poderes europeos en el Imperio Otomano —actuaciones no exentas de otros intereses geopolíticos junto a los humanitarios—. Así mismo, no podemos decir que el siglo XX se haya caracterizado por una fuerte evidencia empírica sobre la secularización de la política internacional (privatización o desaparición de la religión).
Cabe recodar, por ejemplo, la revolución islámica en Irán (1979), el protagonismo del catolicismo en la construcción de Polonia tras la caída de la URSS, el conflicto entre Israel y los territorios ocupados palestinos, la reciente independencia de Sudán del Sur, el papel desestabilizador del Dalai Lama y el Falung Gong para el Gobierno chino al mismo tiempo que impulsa el neoconfucianismo, o el papel de las religiones en los movimientos de independencia colonial en África y América Latina, como son los casos del Mau Mau en Kenia o la revolución sandinista en Nicaragua.
En relación con el segundo interrogante, cabe tener presente que el “resurgimiento de las religiones” no significa necesariamente la reaparición de “viejas formas de religión”, entendidas como reductos de barbarie premoderna, resultado del fracaso del proyecto liberal de expansión de la democracia y el capitalismo en algunas zonas del mundo. Desde luego, tanto Al Qaeda, con su nota de la ubicuidad, como otros movimientos religiosos de carácter social o político en territorios estatales concretos tienen una importante influencia en las cuestiones de seguridad.
Pero, no por ello, nuestra comprensión de las religiones debe quedar limitada a la típica interpretación dada por la modernidad liberal como fuentes de irracionalidad, violencia y actitudes totalitarias. De hecho, las ideas y movimientos religiosos también han contribuido a la resolución de conflictos, como en el caso del fin del apartheid en Sudáfrica o, incluso, las propuestas sobre una ética cosmopolita de la Fundación para una Ética Global del teólogo Hans Küng o el Parlamento para las Religiones Mundiales. Bajo sus diferentes formas y funciones, las religiones pueden actuar como elementos de poder y de resistencia al poder, de inclusión, exclusión, cooperación y conflicto.
Paradójicamente, el 11-S tuvo un efecto positivo en lo que respecta a las religiones: propició una oportunidad para que fueran, primero, visibilizadas y, segundo, reconocidas como un factor relevante para comprender algo mejor las problemáticas mundiales a las que nos enfrentamos en estos días. Como decía Andrew Davison, refiriéndose al caso particular de Turquía, ahora nos toca afrontar el reto creativo de buscar fórmulas que permitan asegurar “freedom from religion as well as freedom of religion” (libertad frente a la religión así como libertad de la religión).
Cronología
2004
11 de marzo
Diez explosiones en cuatro trenes de Madrid alrededor de las 7:30 a.m. Hay 191 muertos y 1.858 heridos. Es el mayor atentado terrorista en Europa.
13 de marzo
Detienen al marroquí Jamal Zougam, vinculado con los atentados ocurridos días antes en Madrid. En su domicilio se encontraron teléfonos de miembros de la célula terrorista Abú Dahdah y videos con Osama bin Laden.
31 de marzo
Durante la ocupación de EE.UU. a Irak, insurgentes iraquíes asesinaron a cuatro contratistas militares privados con granadas y disparos. Arrastraron los cuerpos, los quemaron y los colgaron en un puente sobre el Éufrates.
15 de abril
La cadena de noticias Al Arabiya abrió su informativo con una grabación en la que expertos reconocieron la voz de la cabeza de Al Qaeda, Osama bin Laden, quien estaba reivindicando su responsabilidad en el atentado de Madrid.
19 de diciembre
Un suicida infiltrado se inmoló en el comedor de la base estadounidense en Mosul, en el norte de Irak, causando la muerte de 22 personas, incluyendo 14 militares estadounidenses, y 51 heridos.
2005
7 de julio
Explotaron tres bombas en el metro de Londres. Una cuarta explotó en un autobús en la Plaza Tavistock. Hubo 56 muertos y 700 heridos. El mayor atentado en el Reino Unido después de Lockerbie.
21 de julio
Hay otras cuatro explosiones en el metro y en un autobús de Londres. Sin embargo, sólo los detonadores explotaron y los cuatro terroristas no llegaron a inmolarse. No hubo víctimas mortales.
31 de agosto
Más de 900 muertos en la estampida sobre el puente Al-Ayma de Bagdad, Irak, durante el peregrinaje a la mezquita del imam Musa Al-Kadem, santuario sagrado para los chiíes. Autoridades culpan a Al-Qaeda de provocar la avalancha.
1 de septiembre
Mediante un video divulgado por Al Jazeera, en la cual aparece el presunto suicida Mohammad Sidique Khan, junto a Ayman al-Zawahiri, el segundo al poder de Al Qaeda, atribuyen la responsabilidad por los ataques de Londres a la red terrorista.
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