LEÓN OPALÍN
Los atentados a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York una década atrás, fue el punto de partida de la lucha antiterrorista de gran envergadura de Occidente, encabezada por el entonces presidente Bush contra los fundamentalistas islámicos. La invasión de EUA y sus aliados a Irak y Afganistán para combatir a la insurgencia fundamentalista islámica y para instaurar “regímenes democráticos” en esos países ha tenido un elevado costo en términos de vidas y económicos (más de un billón de dólares) sin lograr sus objetivos fundamentales; por el contrario, los extremistas se han radicalizado y se ha exacerbado su odio contra Occidente, particularmente contra EUA e Israel. La ocupación militar de EUA en Irak y Afganistán, principalmente, ha puesto al descubierto “la enorme corrupción en la que ha incurrido el Pentágono”; por otra parte, las acciones terroristas se han multiplicado en Pakistán e India, que poseen armas nucleares, las que se convierten en un apetitoso botín para los extremistas islámicos; Pakistán ha recibido más de un millón de refugiados en sus fronteras y la mayor parte de su población simpatiza con el fundamentalismo islámico. La multiplicación de atentados en Afganistán e Irak está condicionando la salida programada de las tropas extranjeras, 140,000 soldados de una fuerza intervención dirigida por la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en el primer caso y 47,000 de EUA en el segundo.
Cabe destacar que la lucha antiterrorista ha creado en torno a la Sharia (Ley Islámica) una serie de justificaciones para convertir al Islam en una religión violenta. La Jida o Guerra Santa contra los infieles y el establecimiento de gobiernos teocráticos son pilares en la ideología de los musulmanes fanáticos; convicciones que no sólo han afectado a la vida cotidiana de la sociedad en muchos países del mundo; también se han convertido en una pesadilla para los practicantes musulmanes moderados, que son acosados por rígidas disposiciones a observar dictadas por los Imanes extremistas. En este contexto, la población musulmana residente en varios países de Europa, EUA y Canadá, principalmente, experimenta hoy día el impacto de un fenómeno de Islamofobia, derivado de la confusión existente en la sociedad que identifica erróneamente a cualquier residente musulmán en sus territorios, como individuos intolerantes y reticentes al cambio; en este ámbito la población tiene miedo a una visión de un mundo “secularizado y monolítico, a una concepción culturalista y esencialista del Islam, que no ve en el una forma de espiritualidad, sino una cultura totalitaria que representa una amenaza para el universalismo occidental”.
Hay elementos para considerar que en las revueltas de la primavera árabe que han derrocado regímenes dictatoriales a fin de instaurar democrías, encubren intensiones para establecer que el Islam sea la religión oficial y la Sharia como fuente principal de la legislación, al menos así lo ha expresado el Consejo Nacional de Transición en Libia, mismo que ha sido reconocido por diferentes naciones como los representantes del pueblo Libio.
El ímpetu renovador de la primavera árabe ha desembocado en un complejo proceso de transición en el que existen múltiples intereses en juego. En este sentido, hay incertidumbre en relación a que debido a la existencia de sentimientos profundamente conservadores arraigados en la religión pueden ser factores que ayuden a prosperar sistemas teocráticos, que podrían, con el tiempo, asemejarse con la teocracia de Irán, país que ha estado presente en la primavera árabe con apoyo económico, de inteligencia y con efectivos. El Presidente de Irán, Ahmadinejad, expresión máxima de la intolerancia religiosa, y de la represión popular, ha establecido alianzas con varias naciones del Medio Oriente y con los movimientos terroristas de Hezbola y Hamás, para establecer una especie de teocracia Islámica multinacional; el extremismo islámico y los planes nucleares de Irán son un verdadero reto para las democracias.
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