ENRIC GONZÁLEZ/EL PAÍS
16 de septiembre 2011- El conflicto israelo-palestino ha adquirido una nueva dimensión. El presidente Mahmud Abbas ha anunciado que el próximo día 23 pediría al Consejo de Seguridad de la ONU el reconocimiento de Palestina como Estado miembro, con plenos derechos y obligaciones. Ha sido una forma de romper, después de 18 años casi infructuosos, la vieja baraja de las negociaciones basadas en los Acuerdos de Oslo. Abbas sabe que la iniciativa está condenada al fracaso por el veto de EE UU, pero también sabe que EE UU se vería en grandes apuros para explicar a las poblaciones árabes, inmersas en la efervescencia de un proceso revolucionario, las razones de su respaldo incondicional a Israel.
Cuenta atrás para Palestina
De hecho, pocas horas después del discurso de Abbas, el portavoz adjunto del Departamento de Estado de EE UU, Mark Toner, ha reafirmado la oposición de su país al plan palestino justificando que “es contraproducente” y que no acabará con el resultado deseado de “dos Estados que conviven el uno junto al otro en paz y con seguridad”, informa EFE.
El presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de la Autoridad Palestina podía haber optado por la vía posibilista, la que recomendaban Washington, Bruselas e Israel: acudir a la Asamblea General de la ONU, pedir una ligera mejora en su actual situación de “entidad observadora” y arrancar algunas concesiones previas a una nueva ronda de negociaciones. Esa vía, según los cálculos palestinos, iba a permanecer abierta tras el previsible no del Consejo de Seguridad por el veto estadounidense. Abbas ha decidido ir a por el premio máximo y luego, según evolucionaran los acontecimientos, conformarse con menos.
En cierta forma, Abbas ha apostado por lo que en términos diplomáticos equivaldría a la guerra total. La suya ha sido una decisión unilateral, prohibida expresamente en los Acuerdos de Oslo; una decisión frontalmente opuesta a los deseos de EE UU, principal patrocinador del proceso de paz y financiador de la Autoridad Palestina; y una decisión condenada a agriar hasta extremos impredecibles las relaciones con Israel y las tensiones entre colonos y palestinos en la Cisjordania.
Abbas se encuentra en una situación precaria, como simple presidente en funciones de la Autoridad Palestina (su mandato ya ha expirado), con Cisjordania y Gaza divididas en un reflejo del enfrentamiento entre la OLP y Hamás (que rechaza la iniciativa), e incapaz de formar un gobierno de unidad prometido desde mayo. En resumen, una situación en la que no resulta irrazonable jugarse el todo por el todo.
El discurso de Abbas, televisado en directo a una población palestina muy mayoritariamente favorable al recurso ante la ONU (incluso en Gaza, pese al rechazo de Hamás), ha sido cuidadoso a la hora de reconocer la legitimidad de Israel (“no queremos aislar a Israel, sino sus políticas”) y ha pedido a sus conciudadanos que no cayeran en la tentación de la violencia (“eso es lo que ellos quieren, no les proporcionemos excusas”), pero no redujo ni un milímetro las reivindicaciones de la OLP: un Estado palestino dentro de las fronteras del armisticio de 1948, con Jerusalén Oriental como capital, con derecho de retorno de los refugiados y sin limitación de soberanía. Ha dedicado un recuerdo a los presos palestinos en las cárceles israelíes, que “se convertirán en prisioneros de guerra en cuanto se nos reconozca como Estado”.
El recurso a la ONU forma parte de una nueva estrategia diplomática y, a corto plazo, no va a cambiar ni la ocupación ni la vida cotidiana en Cisjordania y Gaza. Las consecuencias inmediatas previsibles van a reflejarse en el Gobierno israelí, enfurecido; en Barack Obama, colocado en una situación muy incómoda; y en la UE, abocada como otras veces a admitir que carece de consenso en su política exterior.
Quizá el principal destinatario de las palabras de Abbas, al margen de los propios palestinos, es Obama. El presidente de EE UU prometió mucho cuando llegó a la Casa Blanca y despertó grandes esperanzas en el discurso que pronunció en El Cairo el 5 de junio de 2009. “La situación de los palestinos es intolerable”, dijo. Dos años después, ni siquiera ha conseguido que Israel deje de construir colonias en los territorios ocupados. La decepción con Obama es perceptible en Ramala, sede administrativa de la Autoridad Palestina. Ahora, después de haber bendecido la primavera árabe y respaldar los procesos revolucionarios, Obama tendrá que decir no al Estado palestino en el Consejo de Seguridad. Para la opinión pública árabe, eso puede ser peor que oír a Obama decir sí a Hosni Mubarak o Muamar el Gadafi.
Los estrategas palestinos confían en que Barack Obama (y la Unión Europea) se vean obligados a compensar a los árabes en general y a los palestinos en particular con un respaldo sin condiciones en una hipotética petición posterior de reconocimiento al Estado palestino en la Asamblea General de la ONU, que podría elevar el rango de Palestina al nivel de observador que ocupa el Vaticano, y con un poco de presión sobre el Gobierno de Benjamín Netanyahu. También podría ocurrir, sin embargo, que el Congreso de Estados Unidos cancelara toda la ayuda económica a la Autoridad Palestina, que algunos países europeos hicieran lo mismo y que Cisjordania cayera en una espiral de violencia.
Solo una cosa es segura: la parálisis que en los últimos años ha caracterizado el conflicto israelo-palestino puede darse por concluida.
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