Las revueltas árabes y el colapso de las expectativas

JULIÁN SCHVINDLERMAN/MUNDO ISRAELITA

En el año 2003, en mi capacidad de director ejecutivo adjunto de United Nations Watch, tuve la oportunidad de dar un discurso ante la 59 sesión de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra. La asamblea era presidida por la embajadora libia, Najat al-Hajjaji, a quien dirigí estas palabras:

“Señora Presidenta, yo nací en la Argentina. Cuando cursaba la escuela primaria, había solamente cuatro verdaderas democracias en Latinoamérica. Hoy hay veintiuna democracias electorales y una única verdadera dictadura: Cuba”. Luego de explayarme sobre el déficit de la libertad en el Medio Oriente, concluí: “Como ciudadano de un país libre que se ha librado de la dictadura, yo sinceramente le deseo a usted y a todos los ciudadanos de Libia las bendiciones de la libertad y el derecho a la autodeterminación; derecho al que usted y a otras dos mil millones de personas les está siendo trágicamente negado en la actualidad”.

Jamás imaginé que ocho años más tarde, su país, junto con otros varios más de la región, sería sacudido por unas poderosas revueltas a favor de la democracia que convertirían a su patrón, el coronel Gaddafy, en fugitivo del pueblo libio sublevado.

De por cierto, este analista y otros habíamos notado con sorpresa y satisfacción, al comienzo mismo de estos levantamientos espontáneos, la casi nula invocación a consignas antinorteamericanas y antiisraelíes en las manifestaciones populares. Habíamos sido persuadidos por la conducta misma de los revoltosos, que un proceso de introspección colectiva había sido puesto en marcha, que una transformación cultural inédita estaba en curso, donde los árabes identificaban, al fin, a los verdaderos responsables de sus penurias. La partida de Ben-Alí de Túnez, la caída de Mubarak de Egipto, la salida de Saleh de Yemen, la huída de Gaddafy en Libia y los desafíos al poder de Assad en Siria, todo ello parecía sugerir que un nuevo amanecer pronto brillaría en esas arenas orientales. Si tan sólo así fuera.

Egipto es un buen ejemplo para apreciar que tan hondamente está arraigado en el folklore árabe el sentimiento contra Israel y los Estados Unidos de América y de cuan poco ha cambiado allí el ánimo social en este sentido. Recientemente el mundo ha conmemorado los atentados del 9/11 en los cuales, una década atrás, fundamentalistas islámicos asesinaron en cuestión de horas a alrededor de tres mil personas en suelo norteamericano. Pero el 75% de los egipcios sospecha de la veracidad de que fueron islamistas los perpetradores. Según una encuesta de mediados de julio de Pew Global Research, Egipto registró el más alto índice de suspicacia entre ocho países árabes y musulmanes consultados. De modo llamativo, tal noción no habita exclusivamente en los ámbitos extremistas de la Hermandad Musulmana y de otros adeptos a las teorías conspirativas, sino también dentro del propio gobierno de transición egipcio. “La teoría de que Al-Qaeda lo hizo no tiene fundamento” dijo el mes pasado el Ministro de Seguridad Social, Gouda Abdel-Khalek, a un doctorando de la Universidad de Pennsylvania que lo entrevistó. “Usted debe haber visto algunas de las obras de Michael Moore; Fahrenheit 9/11”, señaló este oficial que enseñó economía en la Universidad de California en Los Angeles y fue becario de la Comisión Fulbright.

Figuras de la oposición y miembros del establishment egipcio han adoptado posturas inesperadas, tal como ha observado David Schenker en la revista The New Republic. Ayman Nour fue un opositor al régimen de Mubarak, se lanzó a la candidatura presidencial en competencia con el presidente vitalicio, perdió, fue luego acusado falsamente de haber cometido fraude y encarcelado. Bajo presiones del Presidente George W. Bush, él fue liberado. Hoy, Nour es un defensor de una alianza egipcio-iraní y, junto con el ex canciller de Mubarak y actual candidato presidencial, Amr Moussa, pide por la puesta en libertad del jeque Omar Abdul Rahman, clérigo que sirve una condena en los Estados Unidos por haber planeado el atentado contra el World Trade Center en 1993.

En cuanto a Israel, baste escuchar a otro opositor a Mubarak y aspirante a la presidencia, Mohamed el-Baradei, ex director general de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), quien anda asegurando ante quien quiera prestar atención que Egipto debiera considerar ir a la guerra contra Israel para proteger a los palestinos de Gaza.

Ahmed Shahat era un veinteañero desconocido hasta que realizó una proeza: trepó trece pisos del edificio que alberga a la embajada israelí en El Cairo, removió la bandera sionista y pasó a ser un héroe nacional.

Actualmente, el acuerdo de paz egipcio-israelí, vigente por más de treinta años, es tan universalmente cuestionado que según el experto mesooriental Robert Staloff, “Hoy, no hay una sola figura política importante en la escena nacional egipcia dispuesta a defender la paz con Israel”. Estos son los frutos de la política de “Paz Fría” del propio Mubarak, quién por décadas mantuvo viva la demonización del estado judío en la cultura popular egipcia. Ello puede verse en construcciones simbólicas básicas.

Conforme Eric Trager del Washington Institute for Near East Policy destaca, millones de egipcios cotidianamente experimentan la valorización de la guerra con Israel al cruzar el Puente 6 de Octubre, al asistir a la Universidad 6 de Octubre, ubicada en la Ciudad 6 de octubre, y al visitar el museo Panorama de la Guerra de Octubre. (También hay una ciudad y una universidad nombradas bajo esta fecha en el calendario musulmán, 10 de Ramadán). El 6 de Octubre, día en que Nasser atacó por sorpresa a Israel en 1973, es un feriado nacional, tal como el 25 de Abril, fecha en que las fuerzas israelíes completaron su retirada del Desierto del Sinaí. El aniversario del Acuerdo de Camp David no recibe tributo alguno en Egipto.

La revolución depuso al tirano pero los militares que lo reemplazaron no han creado todavía una democracia, ni parecen tener la menor intención de hacerlo. La revuelta está estancada y la frustración popular, alta. Es el momento ideal para sublimar las broncas colectivas en los chivos expiatorios de siempre.

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