JEFF JACOBY /LA NUEVA ESPAÑA
Si la autoridad palestina deseara genuinamente el reconocimiento internacional como Estado soberano, Mahmoud Abbas no habría venido a Nueva York la pasada semana a solicitar el ingreso en la Asamblea General de las Naciones Unidas. No tendría ninguna necesidad, dado que Palestina lleva ocupando desde hace tiempo su asiento en las Naciones Unidas.
Después de todo, si el Estado palestino fuera el verdadero objetivo de Abbas, lo habría podido lograr para su pueblo hace tres años. En el año 2008, el entonces primer ministro israelí Ehud Olmert propuso la creación de un Estado palestino soberano en un territorio equivalente (después de los intercambios territoriales) al 100% de Cisjordania y Gaza con servidumbre de paso entre las dos porciones de tierra además de una capital en el barrio árabe de Jerusalén. Pero aun así Abbas rechazó la oferta israelí. Y desde entonces se ha negado incluso a mantener negociaciones.
«Es nuestro derecho legítimo exigir el ingreso formal del Estado de Palestina en las Naciones Unidas», anunciaba Abbas en Ramala el pasado viernes, «para poner fin a la histórica injusticia logrando la libertad y la independencia, como los demás pueblos del planeta».
Pero durante la mayor parte del siglo, los árabes de Palestina han dicho constantemente que no en cuanto se les presentaba la oportunidad de construir un Estado propio. Dijeron que no en el año 1937, cuando el Gobierno británico, que por entonces gobernaba Palestina, propuso dividir el territorio en estados árabe y judío independientes. Los líderes árabes volvieron a decir que no en 1947, prefiriendo ir a la guerra en lugar de aceptar la decisión de las Naciones Unidas de dividir Palestina entre sus poblaciones judía y árabe. Cuando Israel ofreció en el año 1967 renunciar a los territorios que había logrado a cambio de la paz con sus vecinos, la respuesta oficial del mundo árabe, manifestada en una cumbre celebrada en Jartún, no vino de una manera única sino por triplicado: «Nada de paz con Israel, nada de negociaciones con Israel, nada de reconocimiento de Israel».
En Camp David en el año 2000, el primer ministro de Israel Ehud Barak ofreció a los palestinos un Estado soberano que compartía el control de Jerusalén e incluía miles de millones de dólares en compensaciones a los refugiados palestinos. Yasser Arafat rechazó la oferta y volvió a iniciar la mortal guerra terrorista conocida como Segunda Intifada.
No hay escasez de pueblos apátridas en este mundo deseosos de un país propio, grupos étnicos muchos de ellos con siglos de historia y lenguaje y cultura característicos. Los kurdos y los tamiles y los tibetanos -ante cuya búsqueda infructuosa de un estado-nación el mundo se hace el sueco- deben encontrar demencial contemplar a la comunidad internacional devanarse los sesos en su afán de proclamar, una y otra vez, la necesidad de un Estado palestino. Y tienen que estar desconcertados con la negativa invariable de los palestinos a dar un sí por respuesta.
No hay ningún misterio, no obstante. La razón de ser del movimiento palestino nunca ha sido la creación y la construcción de una patria palestina. Siempre ha sido la negación de una patria judía soberana. Ésa es la razón de que las propuestas sinceras de «una solución de dos estados» nunca hayan fructificado, con independencia de lo seriamente que presidentes estadounidenses o secretarios generales de las Naciones Unidas las propusieran. Ésa es la razón de que los estatutos no sólo de Hamas sino del supuestamente moderado partido Fatah de Abbas sigan instando a «la lucha armada» hasta que «el estado sionista sea demolido». Y ésa es la razón de que Abbas y el resto de líderes palestinos insistan en que el Estado palestino sea explícitamente árabe y musulmán, pero negándose inflexiblemente a reconocer que Israel es el Estado judío legítimo.
El objetivo del movimiento palestino siempre ha sido la negación del Estado judío. Fatah y Hamas tienen logotipos que con igual prominencia muestran armas cruzadas superpuestas sobre el mapa de Israel.
«El nacionalismo palestino», dijo Edward Said en una entrevista en el año 1999, «se basa en expulsar a todos los israelíes». Por desgracia, se sigue basando en lo mismo.
La pasada semana, para dar el pistoletazo de salida a la campaña que pretende el reconocimiento como Estado en las Naciones Unidas, la Autoridad Palestina protagonizaba un desfile publicitado a bombo y platillo hasta las oficinas de las Naciones Unidas en Ramala, donde se entregó un escrito destinado al secretario general Ban Ki-moon. Los funcionarios eligieron a Latifa Abu Hmeid para encabezar la manifestación y entregar el escrito. «Fue elegida», informó el diario palestino Al-Ayam, «porque es el símbolo del sufrimiento palestino como resultado de la ocupación».
Lo que omitió el periódico es que Abu Hmeid es la madre de cuatro asesinos, vástagos que cumplen un total de 18 cadenas perpetuas por su implicación en múltiples atentados terroristas. Según el colectivo Palestinian Media Watch, no es el único caso en que Abu Hmeid ha sido oficialmente distinguida. El año pasado, la Autoridad Palestina le concedía «el galardón de la Resolución y la Generosidad» y un ministro elogiaba públicamente sus virtudes: «Es ella quien dio a luz a los luchadores, y ella merece que le guardemos respeto y honores».
Ésta es la cultura grotesca y sangrienta que los líderes palestinos quieren que Naciones Unidas declaren como Estado de pleno derecho. Lo raro no es que hagan la petición, sino que haya gente que crea que debería ser concedida.
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