ENRIC GONZÁLEZ/EL PAÍS
Bajo la apariencia de tensión religiosa, en Egipto se dirime el modelo de sociedad. El miedo entre la población favorece a los militares en el poder.
Ninguna dictadura sobrevive si la sociedad no tiene miedo. Las veteranísimas dictaduras árabes son expertas en fomentar el miedo a enemigos exteriores o interiores, y cuentan con una importante ventaja: en Oriente Próximo los enemigos, externos e internos, existen. La confusión entre intereses estratégicos e intereses religiosos, endémica en la zona, contribuye a facilitar el trabajo del dictador. Detrás de cualquier conflicto aparentemente religioso se esconden intereses políticos, y los disturbios en Egipto no deberían ser una excepción a la norma.
La gran mayoría musulmana suní y la cada vez más minoritaria comunidad cristiana conviven en Egipto desde hace 13 siglos, sin grandes dificultades.
En los barrios cristianos residen musulmanes, muchos niños cristianos acuden a la escuela pública con los musulmanes y la tolerancia mutua constituye uno de los rasgos históricos de la sociedad egipcia. Pero los estallidos de violencia son relativamente frecuentes. Para explicarlos conviene tener en cuenta dos factores. Uno, el dinamismo del integrismo islamista de los llamados salafistas, que ya no se sienten representados por los Hermanos Musulmanes y para los que la simple presencia cristiana constituye una blasfemia. Dos, la ya citada manipulación política: no hay nada como un buen conflicto religioso para distraer la atención del público y lubricar la demagogia.
Durante el renacimiento egipcio, en la primera mitad del siglo XX, la comunidad cristiana (que por entonces rondaba el 25% de la población) adquirió un extraordinario protagonismo económico y social. La belle époque del liberalismo representado por el partido Wafd hizo, sin embargo, muy ricos a los ricos y muy pobres a los pobres, y coincidió, no casualmente, con una monarquía que dependía de los intereses coloniales británicos. El 10 de junio de 1952, cuando una multitud procedente de los barrios más míseros incendió hoteles, teatros y todo lo que en El Cairo se relacionaba con Occidente y la modernidad, marcó un antes y un después para los cristianos, identificados con el colonialismo y, debido a la cercanía de pasado y presente en el mundo árabe, con los cruzados medievales.
El régimen militar de Gamal Abdel Nasser socializó la economía, lo que perjudicó en especial a los cristianos, aunque el principal enemigo del nuevo régimen fueran los Hermanos Musulmanes. El sucesor de Nasser, Anuar el Sadat, combinó una compleja alianza táctica con los islamistas (que acabaron matándole por firmar la paz con Israel) para reforzar su poder. De forma inevitable, los cristianos coptos, tendentes a considerarse a sí mismos como los auténticos egipcios frente a los invasores musulmanes (copto significa egipcio), quedaron marcados por un sentimiento de discriminación. La baja natalidad y la alta emigración redujeron la comunidad copta al actual 8%.
Paralelamente, la cooperación tácita de los Hermanos Musulmanes con el régimen militar y el rechazo de amplios sectores musulmanes a la nueva modernidad egipcia, identificada con la sumisión ante Estados Unidos e Israel y con la liberalización patrocinada por Hosni Mubarak, dieron alas al integrismo de los salafistas (casi tan minoritarios, por otra parte, como los coptos).
Ese es el contexto de cualquier tensión religiosa en Egipto. Y resulta insuficiente para explicar la violencia de los dos últimos días. Otros elementos, más puntuales, ayudan a hacerse una idea de qué ocurre y por qué. Primero, los manifestantes coptos eran unos pocos miles. Segundo, contra ellos cargaron grupos violentos cuya vestimenta y arreglo capilar no tenía nada que ver con los salafistas. Tercero, el Ejército se empleó con una brutalidad desmesurada.
La actuación de matones aparentemente incontrolados es una constante
desde que el régimen de Mubarak (el mismo de la actual Junta militar) empezó a tambalearse, y sobran evidencias de que esos matones reciben órdenes de la policía, cuando no son policías ellos mismos. Es fácil provocar a una minoría religiosa que, como la copta, se siente desfavorecida. Y es fácil deducir que los disturbios en pleno centro de El Cairo y el miedo que suscitan entre la población favorece a unos militares cada vez más atrincherados en el poder.
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