THOMAS L. FRIDMAN/ NEW YORK TIMES
10 de octubre 2011- La melancolía que despertó la muerte de Steve Jobs no sólo responde a la desaparición del inventor de tantos productos que disfrutamos. También responde a la pérdida de una persona que encarnaba todos esos rasgos de liderazgo ausentes en la política norteamericana.
Esos rasgos sobresalen en todos los obituarios de Jobs: era alguien que no leía las encuestas sino que modificaba las encuestas; era alguien dispuesto a ir detrás de su sueño a pesar de todas las dificultades y a lo largo de muchos años. Y, sobre todo, fue alguien que supo ganarse el respeto de sus colegas no porque los tratara con condescendencia, sino porque los obligaba constantemente a abandonar la comodidad y, en el proceso, inspiraba a la gente común a hacer cosas extraordinarias.
En la actualidad, no hay un solo político norteamericano a quien pueda describirse con esos atributos, razón por la que el falso obituario de Jobs publicado en el periódico satírico The Onion toca una cuerda tan sensible. Comenzaba diciendo: “Steve Jobs, el visionario cofundador de Apple Computers, el único norteamericano que tenía la más mínima idea de lo que hacía, murió el miércoles, a los 56 años”.
El obituario proseguía atribuyéndole al presidente Barack Obama las siguientes palabras: “Jobs será recordado […] por el hecho de haber sido capaz de sentarse a pensar con claridad y ejecutar sus ideas, atributos que no compartía con ningún otro ciudadano norteamericano. Son tiempos oscuros para nuestro país, porque la realidad es que ninguno de los alrededor de 300 millones de norteamericanos que quedan son capaces de hacer algo o lograr que las cosas pasen”.
¡Ouch! Afortunadamente, la última parte no es cierta. Todavía existen miles de norteamericanos innovadores que encarnan el principal atributo de Jobs: no compraron lo que les vendieron. No compraron la historia de que estamos fuera de juego. No compraron que estamos en recesión. No compraron que Alemania está por comerse nuestro desayuno ni que China está por dejarnos sin almuerzo. Así que se levantan a la mañana e inventan cosas nuevas y las exportan. Como Jobs, no se compraron esa historia, gracias a Dios.
Pero no les estamos haciendo justicia, porque nuestro sistema político no les proporciona a estos emprendedores lo que necesitan para prosperar en el siglo XXI. Piensen si no en lo limitado y deprimente que se ha vuelto nuestro debate nacional. Todo gira en torno del ajuste, el obstruccionismo, los vetos y las culpas? o de resolver nuestros problemas sólo aumentando o rebajando los impuestos a los millonarios.
Ninguno de los dos partidos dice: éste es el mundo en el que vivimos, éstas son las grandes tendencias del mundo de hoy, éste es nuestro plan a largo plazo para arremangarnos la camisa y así asegurarnos de que Estados Unidos prospere en este mundo. Porque no será fácil: las cosas importantes nunca lo son.
¿Qué visión de país tiene John Boehner? Me río de sólo pensarlo. ¿Cuál es la visión de Barack Obama? Lo pienso y me echo a llorar.
El Partido Republicano ha sido tomado por una secta antiimpuestos, y Obama parece totalmente desorientado. Los partidarios del presidente se quejan de que la oposición es una máquina de impedir. Eso es cierto. Pero ¿por qué se salieron con la suya? Porque Obama nunca logró convencer a la gente de que su Gran Acuerdo venía acompañado de un proyecto a futuro por el que valía la pena luchar.
El camino a la prosperidad no se hace con ajustes o rescates.
Tal como lo entendía Jobs, ese camino debe ser inventado. Es por eso que Estados Unidos tiene que ser para el mundo del siglo XXI lo que Cabo Cañaveral fue para Estados Unidos en la década de 1960: el lugar al que todos querían ir para empezar algo nuevo, que haga que la vida de la gente sea más productiva, saludable, cómoda, entretenida, culta o segura.
Para lograrlo, debemos revitalizar la fórmula tradicional de nuestro éxito: educación e infraestructura de calidad, apertura inmigratoria, reglas justas para incentivar la toma de riesgos e investigación científica financiada por el Estado.
Pero para hacer todo eso en medio de una recesión debemos recortar el gasto, aumentar los impuestos e invertir en esa fórmula. Y para eso, necesitamos un Gran Acuerdo que incluya un gasto inicial sumado a una reforma fiscal a largo plazo que esté acorde con la verdadera escala del problema de nuestra deuda. Obama ha dado a conocer su programa de inversión pública, pero no ha presentado un plan fiscal creíble, por doloroso que sea, y muchos norteamericanos lo saben. Los límites de la audacia de Obama son sorprendentes.
A veces la noticia está en el ruido, como en el caso de las protestas en Wall Street o del Tea Party. Pero a veces la noticia también está en el silencio. Para mí, la mayor protesta de nuestros días en el país se produjo cuando el Tea Party bloqueó delirantemente cualquier participación del Partido Republicano en el Gran Acuerdo sobre los impuestos, y la mayoría de los norteamericanos no dijo una palabra. ¿Por qué?
Porque no sintieron que desde su lado Obama estuviese ofreciendo un gran plan de acción, uno que estuviese a la altura de nuestros problemas y aspiraciones, uno que nos obligara a abandonar nuestra comodidad y nos impulsara a la grandeza.
“El país está años luz por delante de los políticos”, sostiene Stan Greenberg, un encuestador demócrata. “Los votantes entienden la magnitud de los problemas que enfrenta el país y están buscando líderes que estén a la altura de las circunstancias, y no unos que pretendan engañarlos con soluciones que no resuelven los desafíos a largo plazo.
Traducción de Jaime Arrambide .
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