JUAN MIGUEL MUÑOZ/EL PAÍS
El dilema ha devanado los sesos de autoridades políticas y militares israelíes desde que poco después del 25 de junio de 2006 se convencieron de que liberar al cabo Gilad Shalit por la fuerza resultaba misión imposible. Acceder a las exigencias de Hamás supone el riesgo de que algunos del millar de reclusos vuelvan a implicarse en atentados terroristas o en alguna de las milicias. Pero la alternativa era revivir la historia que, un cuarto de siglo después, sigue presente en la sociedad israelí: la desaparición en 1986 en Líbano del aviador Ron Arad, piloto del que nunca más se ha sabido tras ser capturado por milicías chiíes que abatieron su avión. El trauma sigue vivo. Su imagen estaba dibujada junto a la de Shalit en la tienda de protesta que la familia del militar montó en el centro de Jerusalén.
No hay pacto escrito, pero el Ejército -que obliga a los padres de un hijo único a firmar un permiso si desea ingresar en unidades de combate, las que más prestigio otorgan- considera norma de oro su deber de devolver a las familias a todos los soldados en un país donde el servicio militar es obligatorio y de tres años de duración para los hombres, y dos para las mujeres. El problema es que estos canjes -ya ha habido otros de miles de presos árabes liberados a cambio de soldados fallecidos o israelíes acusados de espionaje- es un acicate para los palestinos, que no ven otro modo de conseguir sus objetivos.
Los ministros Avigdor Lieberman, titular de Exteriores; el también ultraderechista Uzi Landau, del mismo partido que Lieberman, y el ex jefe del Estado mayor y dirigente del Likud, Moshe Yaalon, fueron los tres miembros del Gabinete que se opusieron al canje. Duros como la roca, creen que el Estado no debe ceder bajo ningún concepto antes que claudicar ante el enemigo árabe. Al final, todos los Gobiernos israelíes negocian.
El Gobierno de Ehud Olmert lo hizo en 2008 con Hezbolá. Sin saberlo con certeza hasta el último instante, el Ejecutivo recuperó los cadáveres de dos soldados capturados -seguramente ya muertos- dos semanas después de que Shalit fuera atrapado en la base de Kerem Shalom, muy cerca de la frontera entre Israel, Egipto y Gaza. También Ariel Sharon se plegó y excarceló en 2004 a Mustafá Dirani, a quien Israel acusaba ni más ni menos que de conocer el paradero de Ron Arad. En el otro fiel de la balanza, las demandas de las víctimas de atentados, que rechazan la excarcelación de individuos implicados en matanzas de civiles.
Netanyahu ha afrontado el mismo dilema. En una carta remitida ayer a los parientes de las víctimas, tras recordar que su hermano pereció en 1976 en una operación de rescate en Entebbe (Uganda), aseguraba: “Numerosas dudas me han acompañado durante las negociaciones para recuperar a Gilad Shalit. Siempre habéis estado en mis pensamientos. La decisión para la liberación es una de las más difíciles que he tenido que adoptar”. Finalmente, ha prevalecido una tradición fundamental para una institución que es el pilar del país. “Yo también, cuando fui enviado a luchar en nombre del Estado de Israel, siempre supe que el Estado de Israel no abandona a sus soldados y ciudadanos”, concluyó.
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