SILVIA CHEREM
Khálida Editores presentará, el 30 de octubre, en el Museo Memoria y Tolerancia y en presencia de Sara Sefchovich, Paco Prieto, Bárbara Jacobs y Silvia Cherem, la obra de Cecilia Cung “Jirones de silencio”. No se pierdan este evento, muy nuestro.
Estas páginas íntimas nacieron sin intención, engordando de a poco a lo largo de casi dos décadas. Calladito y sin sentirlo, como dice Cecilia Cung –Chila, como la conocemos– afloraron a medida que enfrentó los fantasmas de su pasado silenciado. “No aprendí a conjugar en tiempo pretérito”, asevera. Y, aunque no haya aprendido, las sombras y las ausencias la persiguieron, la acosaron, bailaron en sus sueños hasta que la pluma seca sucumbió al mutismo de su infancia.
Empeñada en que sus palabras no se tiñeran de muertos o de persecuciones, de lágrimas y nostalgia, durante décadas legó el sello salado que heredó de sus padres. Él, Mendl Zung, un joven veinteañero que en oposición a la voluntad familiar se embarcó en 1929 rumbo a Veracruz, huyendo de la pobreza y del antisemitismo reinante en Polonia, padeció la muerte de casi toda su familia víctimas del Holocausto nazi. Ella, Rikle Simenchik –joven aguerrida que clandestinamente servía de mensajera a los comunistas de su pueblo: Palanga, Lituania–, la elegida por su familia para huir a México en 1937 con su padre, creyendo ilusamente que abrirían camino para todos en una América de libertad.
La ignominia de la historia se impuso y ninguno de los dos volvió a ver a ningún miembro de su familia. A ambos los silenció el dolor. Rikle perdió para siempre a su madre, a su abuela y a su único hermano. Todos fueron asesinados en una fosa común el 22 de junio de 1941, en Palanga. Mendl, apodado en México Maximiliano, igualmente vio decapitarse en un santiamén todo su árbol genealógico.
Chila multiplicó el eco vacío que heredó, creció sin historia y, en un duelo nunca elaborado, fue niña jugueteando en un páramo de tristeza y desarraigo. La verdad de su vida estaba contenida en un arcón lacrado, en una caja de caudales en la que se agusanó el llanto de sus padres y se secó la voz del viejo violín que él tañía con melancolía.
Ahí se fue avejentando el boleto de viaje, sin usar, que Mendl compró en la década de 1930, salvoconducto para salir de Vladimir Volynsk –pueblo polaco cuando él partió, y ucraniano después de la guerra– que su hermana se negó a usar en la espera de que hubiera pasajes para todos, padres y hermanos, sin saber que agonizaba entre el tic tac, espacio para la vida o para la muerte.
También las fotos sepias de los antepasados sin nombre, personas que no murieron de viejos y cuya juventud quedó congelada en el papel. Muertos todos, pequeñitos y ancianos, en la misma página de la historia. Y las cartas escritas entre 1929 y 1939, voces suplicantes de padres y hermanos, gritos estériles, inaudibles llamadas de rescate implorando salvación, que a Mendl Zung, incapaz de ayudar porque la compasión del mundo cerró las cuotas para los judíos, le arrebataron para siempre la sonrisa y el gozo de vivir.
Mendl, aferrado a no creer, construyó un tercer piso en su casa para ellos, para su “familia sobreviviente”. ¡Algún día llegarán!, pensaba y, sorbo a sorbo, en una agonía de silencio, se hundió en una grieta insondable de culpa, remordimiento y dolor. La muerte se convirtió en su dueña durante los veinte años que sobrevivió a su familia, tragando a sorbos el veneno de su tragedia hasta que terminó sus días víctima de un cáncer fulminante.
Chila jugueteó con escribir, reconocía su prosa filosa y poética. A mediados de 1990 asistió a un taller de Novela Corta que impartía María Luisa Puga en Erongarícuaro, Michoacán. “Cultiva el humor –le insistió Puga, sorprendida de su talento para teñir sus textos de ironía– eres un hacha”. Lo intentó, fue una buena fórmula para conocerse, pero, muy pronto, el torrente imaginativo se tornó silencio. La voz se apagó, los recuerdos se fosilizaron y el humor develó su verdadero rostro: el de la melancolía.
Sin darse cuenta, dice ella –“No hay recuerdo inocente” sentencia Edmond Jabes, a quien ella tanto cita–, la leyenda de la Llorona, el Lago de Pátzcuaro, los indígenas dolientes, los santos milagreros, el ritual de Día de Muertos, las almas en pena y hasta una jarrita que le recordó simultáneamente a su nana y a su padre, sirvieron de escenografía para que aflorara su voz desdibujada. El altar de muertos y el recuerdo de quienes no tienen sitio para ofrendas, ordeñaron su voz, fueron torbellino para despertar los murmullos del continente silenciado, motivo para escuchar la bruma sonora del mutismo, consigna para ordenar el duelo macerado con cucharadas de pesadumbre y tormento.
Chila, hija de inmigrantes sin patria, creció mexicana con las espinas de un apellido raro: Cung Simenchik, buscando anidar la esperanza del mañana en el gozo del chile, el sonido de la marimba y las jaranas, el color de los mercados y el despertar de las buganvilias. Hizo suyo “lo mexicano” de la mano de su Nana Carmelita que cada domingo la llevaba a misa, empeñada en bautizarla para que no se fuera al infierno. Asimiló la cultura popular jugando béisbol llanero cerca de la calería de sus padres, comiendo “corriosas”, leyendo a la Familia Burrón y aprendiendo de Doña Borola Tacuche –el personaje de Gabriel Vargas–, extrovertida y creativa, ducha en mil oficios enfocados a liberar a su familia de la eterna pobreza.
Cabalgando en un ambivalente potro de dos cabezas, vivió en la otredad de ser mexicana por convicción y, al mismo tiempo, hija de la tribu, heredera de una historia de destierros, exilios y muerte, una más de las que lloran en el viejo Muro de los Lamentos. Dice ella: “Me acompañan los contrastes y las contradicciones: soy luz en las jícaras y en los aguacates; en las calles empedradas de los pueblos; en los telares de manta; en las alas de mariposa de las barcas de los pescadores. Soy sombras en Quetzalcóatl, en Cortés y en la Malinche, ellos cuentan una historia que no he terminado de hacer mía”.
Jirones de silencio es el relato de las luchas de una primera generación de migrantes, deseosos de arroparse con México. Son memorias salteadas de una vida que fue al mismo tiempo lucha por pertenecer y hoyo negro en el silencio. En un ajuste de cuentas con la cuota de sombras, rastrea las huellas desvanecidas, arma un rompecabezas con hilachos de una genealogía desaparecida, atiende el gemido inaudible de quienes fenecieron víctimas del salvajismo nazi, del odio racial y las barbáricas ideologías del siglo XX.
Basada en la traducción de las cartas de los familiares que imploraban ayuda, en el relato tardío de su madre: Rikle Simenchik de Cung, matriarca bíblica nonagenaria, heroína de este tapiz de confidencias, Cecilia (Chila) Cung rescata las vidas de sus familiares perdidos en la desmemoria europea. De la mano de su madre y hermanos viaja a Palanga, a la casa que Rikle dejó 64 años atrás, para atestiguar el reencuentro con su dolor, sentir la ausencia, ser testigo de la aniquilación de su pueblo y, a partir de ello, poder arrancarse las costras del silencio sabiendo, a ciencia cierta, cómo murió cada miembro de su familia a manos de los nazis. Para regresar la película y escuchar el grito de quienes no tuvieron sepultura, Cecilia también viajó, años después, a Polonia y a Lituania para decir kadish en una fosa común por la familia de su padre.
Cecilia Cung, quien hubiera querido estudiar Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México pero, forzada por su padre, se contentó con ser educadora, se niega, como la mujer de Lot, a ser condenada al silencio. En Bet Hayladim, el colegio Montessori Judío que fundó hace casi cuatro décadas, hoy una sólida institución, lucha por generar un cambio social con individuos críticos que reconozcan su historia, levanten su voz y sean capaces de aportar algo al mundo que los acoge. Jirones de silencio es un grano más para aferrarse a la identidad, para dar voz al mutismo, para que los destinos personales y los colectivos no se pierdan en la bruma del olvido. Al final, dice ella, las historias son lo único que queda, palabras aparentemente borradas por el torbellino del tiempo.
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