VICTORIA DANA EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Cuando escribía acerca de los sobrevivientes del Holocausto para el libro “El rostro de la verdad” editado por el grupo de Memoria y Tolerancia, una hermosa mujer, Miriam Weisz, me dijo: “Nadie cedía su lugar en la fila, bueno o malo, ése era tu destino”.
No faltaba quien pidiera estar junto a su hermana o cerca de una amiga pero, a pesar de los ruegos, ninguna aceptaba cambiar su sitio, aunque el futuro fuera irremediablemente incierto para todas. Su ubicación en la fila era su única pertenencia.
¿Por qué me salvé?
Una pregunta sin respuesta… la casualidad, la buena suerte, el destino, un milagro. Aunque Jacob Handeli, después de analizarlo durante años, encontró una explicación lógica: Los veteranos del campo procuraban que los jóvenes sobrevivieran para contar la historia. Ellos serían su voz, porque el mundo debía saber lo ocurrido y todos los que habían atravesado el infierno, merecían ser escuchados, aún después de muertos.
Varios lograron esconderse en los bosques, o sencillamente no estaban en su casa cuando llegaron a deportarlos; otros tenían un conocido, un vecino o un enamorado que les avisó y los puso a salvo. Muchos de ellos se armaron de valor para enfrentar a un oficial, o se encontraron con un soldado que, perdido en medio de la crueldad, sintió lástima por el joven o el niño al que dejó escapar.
Coincidencias, encuentros, momentos fortuitos, milagros o, como dirían las mujeres de la fila, “eso te toca”.
Ninguna historia me pareció más rica en casualidades que la de la familia Revah. Originaria de Salónica, Grecia, el paraíso para los judíos antes de la guerra. Eran tan respetados, que el puerto se cerraba a la navegación durante el Shabat, día de descanso. Curiosamente, la Comunidad Judía de Salónica necesitaba un rabino principal y, para su desgracia, recibió a un gran erudito austriaco que, contra lo esperado, hizo todo lo que estuvo en su mano para entregar su congregación a los nazis. Un estudioso originario de Austria se convierte en el rabino de Salónica. ¿Mala suerte? ¿Destino? ¿Acaso un nazi haciéndose pasar por judío? El misterio persiste hasta nuestros días y los testigos ya no están para contar su historia.
Elías Revah, padre de Freddy, Lilette y Nitsa, tuvo la ocurrencia de cambiar el número de su dirección en las minuciosas listas del rabino por lo que, desde su casa, vio marchar a toda la comunidad rumbo a su destrucción. Consiguió un salvo conducto para viajar a Atenas, gracias a la hermosa vajilla que resultó del agrado de la esposa del cónsul italiano…
Irma Saporta, la madre de la familia, por fortuna, tuvo una institutriz alemana, así que hablaba el idioma con fluidez y sin acento. Una mujer culta y refinada que se hizo pasar por no judía en varias ocasiones.
Llegaron a Atenas y el padre contactó a varios de sus conocidos con el fin de que lo ayudaran a escapar, pero no tuvo éxito. Desesperado y, a punto de presentarse en la sinagoga, llamó su amigo Dimitrios Koletzos: “No dejen que Elías se entregue, voy por ustedes”. Mimi, como le llamaban cariñosamente, escondió a la familia en Pireo, en su granja. Al término del conflicto bélico, se enfrentaron a la guerra civil y vivieron una época terrible de matanzas y hambruna. Elías sin recursos, sin el respaldo de su socio quien lo desconoce, desesperado ante su situación, recibe una carta de su gran amigo Jack Benuzillo conteniendo papeles, dinero y los boletos para el barco, con un comentario lleno de generosidad: “Los estamos esperando en México, un país donde tus hijos podrán desarrollarse”.
En medio de esta historia fascinante de la que me enteré, gracias al testimonio grabado por los Archivos Spielberg, me encuentro justo esa semana con Lilette y Nitsa en una cafetería: caprichos del destino.
-Las acabo de ver en mi televisor –les dije, impresionada. Me presenté haciendo alusión al video y al trabajo para el libro de los testimonios. Tuvimos una breve oportunidad de intercambiar impresiones y yo me aseguré muy bien de satisfacer mis dudas:
-¿Quién escondía las monedas cosidas a la falda y quién pegadas a la suela de sus zapatos?
Sonrieron. Contestaron que ambas en diferentes lugares. Al paso del tiempo entiendo que mi pregunta no tenía la menor importancia. Pero los encuentros no terminaron ahí. Los Revah llegaron a Nueva York el día que se creaba “una cosa rara” que nadie sabía bien qué era… Las Naciones Unidas. El padre discutía en el mostrador del hotel porque no respetaron su reservación, cuando apareció un hombre bajito y bien vestido.
-¿Te acuerdas que metiste un autogol? ¿Te acuerdas cuando pintaron de negro tus zapatos blancos y alguien te defendió?
-Sí, mi amigo Eli Levy… ¡Eres Eli!
Los dos se reconocieron, se abrazaron y Levy consiguió las habitaciones, los invitó a cenar y los llevó a su fábrica de ropa para que eligieran lo que necesitaban.
El día de su llegada a México se llevaba a cabo la toma de posesión del presidente Miguel Alemán. El zócalo lucía iluminado y Freddy, el hijo mayor, convencido, pensó: “aquí es la sucursal del paraíso”. Esa misma fecha, años después, yo me reunía con los tres hermanos para leerles su testimonio, mientras ellos celebraban un aniversario más de su llegada a nuestro país. La coincidencia ya no me pareció extraña; con esta familia podía esperarse cualquier peripecia.
La historia viene ahora a mi mente porque el Martes 18 de octubre, en una cafetería de la ciudad, mis hermanas y yo coincidimos con los arquitectos Mauricio y Jorge Arditti, creadores del hermoso edificio donde se aloja el Museo Memoria y Tolerancia, acompañados de Nathan Shteremberg, uno de sus más entusiastas promotores. Minutos después, encendí la radio del coche y me encuentro con la sorpresa de escuchar en el noticiero de Jacobo Zabludowsky a Sharon Zaga y a Mili Cohen celebrando el primer aniversario del museo. Ese 18 de octubre la casualidad me llevó a encontrarme con los proyectistas de este espacio, a la vez que escuchaba a sus creadoras y volvían a mi mente los testimonios de sus protagonistas.
Recuerdo, en esa época, al grupo de entusiastas colaboradoras inmersas en los planes, los cientos de consultas, los encuentros con especialistas, las visitas a otros museos, la recopilación de material, en suma: los años de trabajo que han hecho de este espacio una realidad.
Con más de 200,000 visitantes al año, el museo recibe desde niños que se dedican, por medio de juegos, a aprender acerca de la tolerancia, hasta grandes personalidades como el Dalai Lama; conferencistas, estudiosos de los intrincados temas sociales de nuestro tiempo y a nosotros, simples curiosos que nos sorprendimos ante la excelente museografía y el equilibrio armónico de sus estructuras y materiales.
Por fortuna, el recinto se integra con respeto a la zona del Centro y, frente a la Alameda, enmarca la imagen de Benito Juárez. Es el México del pasado que contempla el futuro en su búsqueda renovada: el país de respeto y tolerancia que anhelamos.
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