ANDRE MOUSSALI
Familiares de víctimas de actos terroristas cometidos por palestinos interpelaron al padre de Guilad Shalit: “Para liberar a tu hijo, los asesinos de nuestros hijos
fueron liberados”. A ello, Noam Shalit contestó: “Sus hijos están muertos; ellos nunca regresarán, pero el mío está vivo”.
Para lograr la liberación de Guilad, el gobierno de Benjamín Netanyahu tuvo que
liberar a 1027 presos palestinos, algunos de ellos responsables de terribles atentados en que murieron numerosos israelíes. Israel siempre ha luchado por
recuperar a sus soldados, estén vivos o muertos, y ha pagado un precio muy alto
por ellos.
Los palestinos se vanaglorian de sus mártires (los Shahid); aquéllos que sacrificaron su propia vida para asesinar a civiles israelíes ya fuera en restaurantes, estaciones de autobús o simples transeúntes que estaban en el momento y el lugar equivocados. Las fotos de sus mártires están pegadas en las calles, sobre las paredes de casas o negocios, y los padres han repartido dulces entre la población para festejar el sacrificio de sus hijos.
Son dos culturas diferentes. Unos celebran la vida y otros piensan que el
sacrificio es el logro máximo al que puede aspirar un padre cuyo hijo se inmoló gloriosamente, con la ilusión de ascender al paraíso para ser atendido por 70 vírgenes que lo esperan ansiosamente para festejar su acción.
El judaísmo siempre ha considerado que la vida es mucho más importante que cualquier creencia o ideal. Incluso en los campos de la muerte nazis a cualquier judío le estaba permitido hacer lo que fuera para preservar su vida y la de los demás, aunque infringiera las leyes del Kashrut.
En Israel, el ministerio de Educación ha hecho grabar en las escuelas placas en
memoria de aquellos estudiantes que murieron cuando cumplían con su servicio
militar, para que los actuales alumnos tengan siempre presentes a los soldados
que han sucumbido en las diferentes guerras libradas por Israel.
Pero si ponemos placas sólo para honrar a los muertos, entonces estamos ignorando los méritos de los vivos, y pareciera que la muerte es el único logro que merece ser recordado e imitado.
Tendría también que haber placas que honren a aquéllos que se graduaron y contribuyeron con sus estudios a mejorar las condiciones de vida de su comunidad y de toda la sociedad. Habría que imitar a aquéllos que han aportado nuevas ideas, que han inventado medicamentos para salvar vidas, que han trabajado para aliviar la pobreza, que han luchado para alcanzar la igualdad y el pluralismo.
Hay que enseñar a los jóvenes en las escuelas que además de admirar a quienes han muerto por Israel, hay que imitar a esos estudiantes que lograron sobreponerse a todas las adversidades sociales y económicas, y triunfar en la vida.
Durante los 12 años que duran los estudios básicos, los jóvenes están constantemente expuestos a glorificar la muerte. La vida de los judíos y de los israelíes está llena de muertes y persecuciones, pero esto no quiere decir que haya que mostrar a los jóvenes una visión simplista y fatalista de la historia judía; una historia plagada de tragedias y sufrimiento.
Las ceremonias en memoria de las víctimas del Holocausto, de los soldados caídos en combate y de las víctimas del terrorismo están permanentemente en el programa. A cada rato hay momentos de silencio. En todo Israel se escuchan las sirenas y hasta los niños más pequeños aprenden a pararse atentos y bajar sus cabezas en señal de respeto. Los alumnos más talentosos son escogidos para cantar canciones tristes, acompañados del rasgar de una guitarra. El director hace un discurso ylos estudiantes leen los nombres de aquellos graduados que han caído. Todos cantan el Hatikva y luego se van a su casa.
Estas ceremonias son muy emotivas. Sin embargo, ¿cuándo se les da a estos jóvenes permiso y oportunidad de reflexionar, de sentir, de ponderar, de preguntarse a ellos mismos para qué vale la pena vivir y para qué vale la pena morir?
Este tipo de ceremonias lo que promueve es que imitemos a los que consideran que para mejorar la vida de todos nosotros vale la pena matar y morir, cuando en
realidad durante siglos nuestra cultura ha buscado ayudar a la humanidad a
sobreponerse de todas las visicitudes que enfrenta. Nuestros padres siempre estuvieron orgullosos de que sus hijos hubieran logrado ser médicos, que alivian el dolor de los demás, o abogados que defienden los derechos más elementales del hombre.
Por eso mejor tenemos que hacer mención de los Premios Nobel que han ganado
nuestros correligionarios en los campos de la ciencia, la tecnología, la medicina y la literatura, y estar orgullosos de que aunque seamos una minoría ínfima en relación con la población mundial, hemos contribuido de manera destacada al bien de la humanidad.
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