ESTHER CHARABATI
“Vive el presente” nos recomiendan y advierten los representantes de una cultura de la inmediatez que han dado al carpe diem (aprovecha el día) una inusitada actualidad. No deja de ser paradójico que una sociedad que ha logrado alargar tanto la vida nos presione a vivir como si cada momento fuera el último. La exhortación a buscar el placer ignorando el antes y despreciando el después enfatiza la división del tiempo en pasado, presente y futuro. Ciertamente, gozar la vida supone la plenitud del instante, pero ¿cómo asir el instante presente, realmente saborearlo, sin que en ese mismo momento ya haya huido y entre en escena el futuro? ¿Realmente podemos aislar el presente de los recuerdos y de los proyectos?
Ahora bien, si en la vida tenemos que tomar decisiones con miras al futuro, ¿para qué ocuparnos del pasado? Si el pasado está muerto, si sólo es evocado en función y a través del presente, ¿por qué nos esforzamos en borrar lo que ya desapareció para siempre? Quizá porque creemos que nos impide soñar con otro futuro, nos sentimos prisioneros del pasado. Lo cierto es que los buenos y malos momentos que hemos vivido coexisten en nosotros, sin importar en qué medida los hayamos olvidado (éste es el sentido del término “inconsciente”: la suma de lo que hemos vivido con anterioridad, aunque lo hayamos borrado de la conciencia).
Podemos desear que lo que fue no hubiera sido, pero la voluntad no actúa sobre el pasado. También podemos ignorarlo, deliberadamente o no: de todos modos nos retiene a cada instante porque es imposible imaginar un presente “puro”, que no tenga ninguna señal del pasado: el nuestro y el de nuestra gente, el de nuestra cultura y el de la humanidad. Tenemos pasado porque tenemos memoria y, de acuerdo con el psicoanálisis, tener un pasado y recordarlo es lo que nos permite liberarnos de él. ¿Existirá alguna diferencia entre tener un pasado y ser nuestro pasado? Tal vez no seamos prisioneros del pasado, sino de una interpretación, una narrativa de ese pasado. Y aunque nos permitamos dudar de ella no nos liberaremos del pasado, pero sí de esa narrativa que nos atormenta.
Por el otro lado, aunque yo tenga esperanzas o temores depositados en el futuro, la impaciencia y la inquietud ensucian mi presente ya que, proyectado permanentemente hacia el porvenir, temo perder la felicidad actual. Pero tomemos en cuenta que si todo proyecto implica un presente en el que realizamos ciertos actos para alcanzar determinado futuro, entonces nuestro presente también deriva de un pasado que lo convirtió en esto que hoy vivimos, distinto a lo que vivimos antes. En otras palabras, nuestro presente alguna vez fue un proyecto de futuro.
Parecería entonces que vivir plenamente el presente no es posible más que para aquel que asume su pasado y toma en sus manos el futuro; es decir para aquel que no aísla los diferentes aspectos del tiempo —pasado, presente y futuro— sino que los vive como una unidad, la de la duración —el continuum—, pues tiene claro que memoria y proyecto no son más que dimensiones del ahora y que es necesario integrarlas. Esto supone retener el pasado para disponer de él en una forma, por así decirlo, libre —lo cual no es una pequeña tarea—, y dedicarse al presente, no aislándolo del futuro, sino inscribiéndolo en una perspectiva, convirtiéndolo en proyecto.
El lunes 31 de octubre, en el Café Filosófico del Péndulo de Polanco, Esther Charabati , con la ayuda de los cafepensadore, responderá a las siguientes preguntas:
¿Nuestros actos dejan cicatrices que nos marcan para siempre?
¿En qué sentido se puede decir que somos prisioneros del pasado? ¿En qué sentido no lo somos?
Cuando evocamos un recuerdo, ¿podríamos decir que el pasado « infesta » el presente?
¿Se puede utilizar el pasado para construir el futuro?
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