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Los viernes, día de oración musulmán, incluso los controles militares de los sublevados libios quedaban desiertos durante el apogeo de la rebelión contra Muamar el Gadafi. La asistencia a las mezquitas es ahora masiva, tras muchos años en los que la presencia en los templos era motivo de sospecha para los omnipresentes agentes libios. Depuesto el régimen, el fervor religioso, siempre latente, se ha desatado en una sociedad extremadamente conservadora. Y el campo político no podía quedar al margen. Mustafá Abdelyalil, presidente del Consejo Nacional Transitorio (CNT), declaró la liberación del país el 23 de octubre en Bengasi.
Y, en su alocución ante decenas de miles de personas, aseguró que ninguna normativa podrá contravenir la sharía, el cuerpo de derecho islámico que se convertirá en la fuente principal de la legislación. Entre los aliados que ayudaron decisivamente a derrocar a Gadafi no han sido bien recibidas las palabras de Abdelyalil, quien aludió a la eliminación de los intereses bancarios y a la regulación del matrimonio y el divorcio, que podría dar carta blanca a la poligamia.
En las calles libias, la referencia a la sharía ni siquiera es materia de discusión, entre otras razones porque supondría en algunos asuntos poco más que un mero cambio sobre el papel.
Prohibida la poligamia durante la dictadura gadafista, los casos de hombres casados con más de una mujer son poco frecuentes, pero nunca han desaparecido, especialmente en el ámbito de las tribus beduinas.
Balkis Blau, médica de 25 años, es soltera y partidaria de la adopción de la sharía, opinión muy extendida también entre las mujeres, sobre todo en el oriente libio, cuyas ciudades son menos cosmopolitas que la capital. “Por supuesto que estoy de acuerdo. Lo que hacía Gadafi era teatro. Siempre ha habido hombres casados con más de una esposa”, afirma Blau. Lo que no significa que la mayoría de las mujeres vea con buenos ojos la poligamia. Al contrario, la rechazan. O solo la admiten en determinados casos. “Yo no aceptaría”, añade la doctora, “que mi marido se casara con otra mujer. No me gusta nada. Salvo que la esposa no pueda procrear o esté gravemente enferma, no lo apruebo”.
En el Egipto de Mubarak también es la principal fuente de la legislación, según un precepto constitucional, y ello no impidió a los clérigos de Al Azhar, la más prestigiosa institución musulmana suní, prohibir en su día el velo en la universidad del mismo nombre. En Túnez, muy dependiente del turismo, los dirigentes de Ennahda, el partido triunfador en comicios con un arrollador 42% de los votos, se han apresurado a garantizar que las mujeres podrán seguir luciendo bikinis en las playas y que el alcohol —prohibido en Libia por la dictadura de Gadafi— podrá seguir consumiéndose en los restaurantes y bares.
Preocupa en las capitales occidentales este resurgir del islamismo político en Libia. Pero no provoca la misma alarma cuando el fundamentalismo más radical se instala en Estados como Arabia Saudí, impulsor del integrismo más radical.
Cabe preguntarse por qué este renacimiento en el Magreb. Y no hay que escarbar demasiado para hallar la respuesta. Al margen de que los islamistas han sufrido, como ningún otro colectivo, décadas de cárcel y tormento en Libia, Túnez y Egipto a manos de los esbirros leales a los déspotas defenestrados, las organizaciones islamistas han seguido un patrón que también se ha implantado en Líbano y Palestina. Sus organizaciones caritativas no conocen el descanso: construyen hospitales y escuelas, y atienden a los más necesitados en países dominados durante medio siglo por élites políticas proclives al saqueo de los recursos públicos.
Ahora, las voces de los líderes políticos islamistas se escuchan con creciente frecuencia en Libia. El académico Alí Salabi, desde Bengasi, y el comandante militar de Trípoli, Abdelhakim Belhaj, no han escondido sus recelos frente a la clase política liberal. Salabi tildó en septiembre de “extremistas laicos” a los nuevos dirigentes, y de Mahmud Yibril —primer ministro recién reemplazado por el profesor tripolitano Abdul al Rahim al Kib— dijo que estaba conduciendo al país a “una nueva era de tiranía y dictadura”. “Puede ser”, añadió, “peor que Gadafi”.
Molestaba a Salabi y a Belhaj, excombatiente en Afganistán contra las tropas soviéticas en la década de los ochenta del siglo pasado, que buena parte de los miembros del Gabinete fueran docentes formados en Estados Unidos y residentes durante décadas en este país y otras naciones occidentales. No acaban de digerir que quienes han sufrido el exilio, pero no la brutal represión padecida por los libios en su tierra, sean quienes llevan la voz cantante. Porque, además, “alguno de ellos ni siquiera se expresa o lee correctamente la lengua árabe”, según precisa un diplomático occidental acreditado en Trípoli.
Los islamistas, en todo caso, han ganado influencia paulatinamente en el Gobierno interino. El ministro de Economía saliente es un titulado en Seattle (EE UU) y dirigente de los Hermanos Musulmanes, Abdalá Samía.
Abdul Wahid, presidente en Reino Unido de Hezbi Tahrir, una organización que aboga por la unidad de la comunidad musulmana, apunta en artículos publicados en los diarios The Times y Tripoli Post otros motivos por los que en occidente se teme la adopción de la sharía: “No es, como tan a menudo se describe, un cuerpo legal estático.
Existen normas indiscutidas, pero la mayoría de las leyes están sometidas a un permanente debate… En materia de relaciones internacionales, prohíbe tajantemente la dependencia colonial de otros Estados. Permite firmar tratados comerciales con otros países, pero rechaza el sometimiento a instituciones hegemónicas controladas por unos pocos países poderosos en beneficio de sus intereses. En asuntos políticos, significa elegir a los gobernantes, que deben rendir cuentas y consultar al pueblo sobre cuestiones importantes”.
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