UN CUENTO DE IRVING GATELL
Uno siempre conoce a alguien que conoce a otro que hizo algo muy extraño. Lo demás es simple: esperar a que el Universo haga un complot para arruinar tu felicidad, y dejar que la familia haga su parte. Lo único que te puede salvar en ese momento, es amar a la mujer correcta…
-¿A qué te refieres con destilado de henequén?
La cara de Isaac era un registro orgánico perfecto de la sorpresa humana. De haber podido, lo hubiera fotografiado, o hasta esculpido. En una de esas, y hasta disecado.
– Licor de mecate. Agarras una cuerda, de esas de tendedero, y preparas una bebida alcohólica con ella. Pones a hervir agua en una cacerolota, pones allí el mecate, y ya que está lista la infusión, agregas alcohol del 96 y lo revuelves. Luego lo envasas de tal manera que parezca tequila, y se lo sirves como tal a los parroquianos borrachos. No sienten la diferencia, y el margen de ganancia es mayor.
Feigha no quedó convencida. Y no la culpo. El asunto era demasiado estúpido como para ser verosímil, aunque no por ello dejaba de ser cierto. El mencionado licor era un sustituto de tequila que vendía en su cantina el amigo de un tío de Andrés, en algún pueblucho del estado de Michoacán. Así se ganaba unos pesos extras.
Feigha e Isaac se me quedaron viendo con esa expresión de qué odiosito eres cuando sales con tus comentarios irritantitos (así, con el adjetivo en diminutivo, como buenos hijos de inmigrantes que nunca terminaron de aprender bien el idioma español), aunque ya sabían que me daba igual. Que, incluso, me encanta reírme de ellos usando ese anecdotario que me conseguí con mi vida bohemia y alejada de los centros comunitarios judíos. Ellos, tan buenos hebreos, tan fresas, tan correctos. Aparentemente, tan ajenos a mí.
¿Cómo rayos nos hicimos amigos? Misterio. Algo tuvo que ver aquella crisis mística que me llevó de regreso a la sinagoga, y con una actitud abierta y sin prejuicios. Supongo que por eso me cayeron bien, pese a su acartonado modo de ser. De hecho, para ser honesto, Feigha no sólo me cayó bien. En realidad, me resultó abrumadoramente atractiva: esos ojotes, esa nariz enorme. Ni modo. Me gustan las mujeres tipo Barbra Streisand, y desde que conocí a Feigha sigo pensando que vivir lejos de las sinagogas no fue tan buena idea.
Debrayes más, debrayes menos, al estar sentado frente a ella y desplegando mis técnicas de coqueteo basadas en mis anecdotarios babosos, empecé a cavilar con qué tema sería mi siguiente ataque. Algo adecuado para lograr que esa fascinante mujer se me quedara viendo con esos ojazos calibre 45, demostrándome que ya se había percatado de mi existencia. Y evidenciando que -sin duda- la empezaba a conquistar.
Aunque primero tenía que resolver otro problema: mis primos. Los temibles hermanos Davidovitz. Esos que todo lo vuelven negocio, producto, mercancía. Esos que nunca se comieron una maldita torta en el recreo de la escuela, porque preferían venderlas (confieso que hubo veces en que yo mismo les compré las tres). Esos que en ese inoportuno momento me empezaron a invadir con preguntas que ya no le interesaban a Feigha, y justo cuando ella era lo único que me interesaba.
–¿Dices que lo prepara un tío de Andrés? – pregunta de Allan.
–Sí… ¿por qué? – Respondí impaciente.
–¿Recuerdas en qué pueblo de Michoacán?
–¡Claro que no! Cualquiera, joder. Los Reyes, Cotija, Tocumbo,
Queréndaro, Tingüindín, Uruapan, Parangaricutirimícuaro…
Me observaron estupefactos. No sabían que tuviese tanta fluidez con el purépecha.
Gracias a ello, se quedaron pensativos un momento, mismo que quise aprovechar para invadir la conversación de Isaac y Feigha, que ya se había desviado hacia otro tema. Lamentablemente, fue Bill -el menor de ellos- el que invadió mi invasión.
-Pero… ¿recuerdas la receta?
-Agua, alcohol, mecates. No me pidas las dosis exactas – había respondido sin separar los dientes.
-Mi primo percibió la agresividad de mi mirada. Estaba a punto de ahorcarlo. De todos modos, escuchó pacientemente el resto de mi respuesta.
–Sólo sé que es más rentable que el tequila…
Justo en ese momento vi a Feigha parada junto a mí, despidiéndose. Tuve la sensación de que mis primos no iban a sobrevivir, pero -para fortuna de ellos- el rabino también pasó diciendo adiós y eso me distrajo unos segundos. Cuando reaccioné, esos canallas habían huido del lugar.
Los tres se ausentaron la siguiente semana. Eso nos extrañó, porque eran de los más devotos (sombreros, caftanes, barbas). No me quise preocupar, y me concentré en seguir con mi coqueteo con Feigha, que esa vez sólo tardó quince minutos en despedirse de mí. Tan tímida ella.
En contra de mi voluntad y de mis instintos naturales, empecé a preocuparme por Allan, Gus y Bill cuando pasaron dos semanas más sin dar ningún rastro de vida. Llamé a su hermana Vera, y me comentó -con un dejo de preocupación en la voz- que estaban enfermos. Tres semanas atrás, habían regresado de la sinagoga visiblemente excitados.
Pasaron el resto del Shabat haciendo las oraciones normales, pero el domingo en la mañana se fueron al mercado de Polanquito muy temprano, y regresaron con mecates, estropajos y vodka. Luego se encerraron en la cochera de la casa, y cuando salieron de allí -bien entrada la tarde- estaban completamente borrachos. Vera y su mamá encontraron en el piso del garage una cacerola con un brebaje café que apestaba a alcohol y en el que flotaban los estropajos. En el piso había trozos de mecate con marcas de haber sido mordidos y masticados.
Los tres estuvieron en cama durante varios días, con fuertes dolores estomacales, y tan pronto lograron levantarse de su obligado reposo, se pusieron a investigar los precios de los boletos de autobús a diferentes lugares de Michoacán. Y de repente, sin más ni más, dos días después de recuperarse, desaparecieron.
No me costó trabajo adivinar que mis primos estaban deambulando por una de las más complejas provincias del país, buscando una receta absurda, y todo sólo para ganarle unos pesos a la venta de tequila. Joder, y ni siquiera tenían una cantina. ¿Qué diablos pretendían ese trío de idiotas? No supimos de ellos durante casi un año, pese a que se pusieron anuncios con sus fotos en todos lados.
Una ominosa madrugada me despertó el teléfono. Sin embargo, al escuchar la voz de Allan el enojo y el sueño desaparecieron instantáneamente (más tarde regresarían, y en dosis exhorbitantes).
– ¡Primo! ¡Primo! ¡Ven por nosotros!
– ¿Dónde? Mierda, Allan, ¿dónde mierda están?
– En la terminal de Observatorio. ¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos!
– ¿Qué? ¿Tienen qué?
Clic.
Como pude, tomé un taxi y llegué a esa horrorosa terminal de autobuses cerca de las tres y media de la madrugada. No sabía dónde buscar a esos tres imbéciles, pero no me costó trabajo dar con ellos. No se habían afeitado en un año, así que parecían sacados de una foto de inmigrantes judíos rusos paupérrimos arribando a Nueva York en 1900. Incluso, se veían en blanco y negro. Pero lo que más me preocupó fueron sus maletas: evidentemente, no traían ropa, sino otra cosa.
Botellas.
El asunto empezó a olerme mal, pero luego comprobé que se debía a que no se habían bañado en más de un mes. Además, se obstinaban en seguir sudando: Allan cantaba y palmeaba temas de Violinista en el Tejado, y Gus y Bill bailaban y brincaban con furor jasídico. Los subí a un taxi y me los llevé a casa.
Al llegar, les ofrecí de cenar. Craso error, porque parecía que tenían tanto tiempo sin comer como sin bañarse y sin afeitarse, y en poco menos de media hora arrasaron con todas las provisiones de mi refrigerador. Tuve que ir a un Oxxo a buscar algo para que siguieran botaneando, y ya un poco más tranquilos me empezaron a contar su “épica” travesía: habían comenzado por la zona de Uruapán, y estuvieron varios meses deambulando por allí. En Cotija aprendieron a preparar queso, y en Tocumbo se volvieron maestros en el arte de la paleta helada. Poco a poco se fueron desplazando hacia el Estado de México, y cuando casi se habían rendido llegaron a la zona de Zacapuato, Bejucos y Tejupilco. Fue en el primero de esos pueblos donde un viejo cantinero les vendió la famosa (¿famosa?) receta a cambio de un trozo de queso.
Desesperado, intenté hacer entender a Gus que todo eso del destilado de henequén era una estupidez, y que más estúpidos eran ellos por haber desperdiciado su último trozo de queso y un año completo, además de la gran desconsideración hacia nosotros, a quienes nos habían mantenido en ascuas durante todo ese tiempo.
Fue la primera vez que escuché gritar a Bill, normalmente tan alegre e incluso tímido. Fuera de sí, me reclamó que yo era un ciego, un necio y un mal judío, y que pronto iba a ser presa de un castigo de Dios. Me siguió hasta mi recámara lanzando toda clase de improperios semíticos y teutónicos, y tuve que cerrarle la puerta en la nariz. Eran casi las cinco de la mañana, y yo tenía que levantarme a las seis para ir a dar clases.
No pude dormir. Ese trío de idiotas siguió cantando en yiddish, y se fueron de mi casa apenas un poco antes de que me parara a bañar. Me metí debajo de un horroroso chorro de agua helada -tanto ajetreo me hizo olvidar que tenía que encender el calentador-, y cuando quise desayunar sólo corroboré que esos inútiles habían barrido con todas mis reservas de comida. A las siete y media estaba intentando dar una clase de Historia, mareado, agonizando de hambre, y con la terrible sensación de que me iba a dar gastritis.
Un mes después, el médico me diagnosticó gastritis. Lo peor del caso fue que ni siquiera se debió a malos hábitos alimenticios, sino a una fuerte crisis nerviosa que iba en aumento. No quise entrar en detalles con el galeno (inminente suegro de Allan), pero lo que me tenía profundamente molesto con la vida fue que un tío materno de esos tres estúpidos había hecho un análisis de laboratorio del maldito menjurje conseguido en Zacapuato, y estaba bastante impresionado con el resultado.
Una cosa quedó clara, y gracias a eso fui reivindicado como judío delante de mis primos: la bebida no era un licor tradicional. En realidad, era una porquería. Resulta que se habían metido a una cantina, y su olor y extraña apariencia empezaron a ahuyentar a los clientes, que seguramente nunca habían visto a un judío. Menos aún a tres.
El cantinero, fastidiado y preocupado porque la clientela se le iba, para salir del trance lo más pronto posible le enseñó a Gus a preparar un brebaje a base de agua, alcohol, estropajo, cáscaras de aguacate, huesos de pollo, cenizas de tortilla y pan viejo. Mohoso, de ser posible. El cantinero se sorprendió de que dicho mamotreto líquido dejase satisfechos, e incluso fascinados, a los tres desagradables forasteros, que insistieron en pagarle con un trozo de queso. El cantinero lo aceptó, aunque luego se especuló en los tabloides sensacionalistas que lo había hecho sólo porque intuyó que ese queso le iba a encantar a los ratones que merodeaban en su negocio, y que le resultaban muy simpáticos.
Pero el menjurje resultó poseer virtudes medicinales. El tío de Allan, Gus y Bill lo mezcló con algunos reactivos químicos (estaba cerciorándose de que no fuera venenoso), y algunas gotas cayeron por accidente en un pedazo de tumor canceroso que también estaban analizando en la misma mesa. Para sorpresa de todos, el tumor prácticamente se evaporó en unos segundos.
Una vez acordados los términos de la sociedad entre el laboratorio y mis tres primos, patentaron un producto inicial que pronto conquistó todos los congresos internacionales de oncología (ya se rumora que alguien de la familia puede recibir un Premio Nobel).
Y no fue todo: en el festejo familiar, Vera -pedísima del todo- se equivocó al preparar un licuado para su esposo. En vez de usar avena y no sé qué complemento alimenticio, tomó mi vaso de pulque y lo mezcló con el producto sensación en su presentación en polvo.
Su esposo no sólo se recuperó instantáneamente de la embriaguez, sino que logró una erección que le duró más de cinco horas, pese a que sólo le había dado dos tragos a mi pulque adulterado. Por pura curiosidad, en uno de los tantos respiros que tuvo que darse, Vera también le dio dos tragos a la bebida, y unos minutos después todas sus zonas erógenas estaban en un delicioso corto circuito. Los gritos se escuchaban en todo Tecamachalco.
Al día siguiente, me preguntó en dónde se conseguía el pulque, y la mandé a La Risa, un lugar horroroso en el Centro Histórico. Vera empezó a comprar pulque en cantidades industriales, y pronto los laboratorios de su tío anunciaron la salida al mercado de un nuevo afrodisíaco natural.
El siguiente descubrimiento fue de Bill, y todo porque siempre ha sido un condenado ocioso. Se le ocurrió que su viejo perro podía verse beneficiado con el sexoso brebaje, pero no logró convencerlo de que lo tomara. Y es que el aspecto de la bebida era repugnante: tenía más consistencia de pomada que de algo para tomar. Bill, tan lógico y sutil, tuvo la brillante ocurrencia de untarlo en los testículos de su viejo labrador dorado, que se pasó los tres días siguientes cruzándose con su pareja en celo. El resultado fue una sorprendente camada de doce perritos llenos de salud y vigor, y endemoniadamente monos, que fueron rápidamente vendidos en varios miles de pesos cada uno a la entrada del bazar de Pericoapa.
Bill, fiel a su lógica, inmediatamente compró una pareja de Bull Dogs, una de Bull Terriers, una de Akitas, y una de Afganos, que pronto estuvieron procreando a la sobrenatural velocidad de cuatro camadas por año, con un rango de diez a doce crías por camada. No me quise enterar del promedio de miles de pesos por cría, pero supe que se incrementó cuando mi primo incluyó en su mascotario gatos persas y de angora.
Gus, más rudimentario pero más eficiente que Bill, optó por aguantarse el asco -también es más decoroso- y empezó a untar el brebaje convertido en pomada en las partes nobles de especies protegidas por estar en vías de extinción (no sé cómo encontró los genitales de las aves y los reptiles que consiguió). Pronto fue arrestado por la policía por traficar con especies prohibidas, pero la SEMARNAT se quedó sorprendida de que el número de animales decomisados en el jardín de Gus superara con mucho al de varias reservas naturales.
Greenpeace pronto organizó una serie de movilizaciones internacionales, y con ello lograron la excarcelación de Gus, que fue recibido como un héroe por cientos de organizaciones no gubernamentales, que además iniciaron una colecta económica para comprar la mayor cantidad posible de pomada. Por primera vez, cientos de especies (pollos de todo tipo y lagartijas de toda talla) casi desaparecidas tenían esperanzas de vivir.
Allan, menos creativo pero más suertudo, logró el mejor golpe de todos al introducirse a la jaula del rinoceronte en un zoológico. Admirable el muchacho, porque acercarse a los testículos de semejante bestia y untarles la mugrosa pomada no fue fácil, pero el resultado fue inmejorable: el animal -me refiero al rinoceronte- entró en un estado de excitación incontrolable, y cuando los guardias del lugar se abalanzaron sobre Allan para detenerlo, el rinoceronte atacó y violó a uno de ellos, que tuvo que ser operado de emergencia para una reconstrucción del colon.
Cierto que Allan fue imprudente al no cerciorarse de que hubiera una hembra de rinoceronte cerca, pero el asunto de todos modos incrementó la fama del producto, y se empezó a producir en cantidades enormes para surtir los pedidos en África y Asia.
Por entonces me encontré a Thali, una exnovia de la preparatoria, que me contó que le estaba yendo muy bien con su negocio de cría de conejos. La carne se la compraban en restaurantes, y la piel servía para hacer bolsitas, monederitos y mugres de esas. Las patas, por supuesto, terminaban acondicionadas como llaveritos de la buena suerte.
Le compré uno, pero también me propuse convertirme en el zar del tráfico de conejos, aprovechando que sabía cómo preparar ese brebaje y dónde conseguir el pulque.
Compré tres parejas de orejudos leporídeos, calculando que al acelerar su ritmo de reproducción sería millonario en cosa de medio año.
La primera noche fue terrible: estuve persiguiendo a los malditos conejos durante dos horas para untar la pomada en los testículos de los machos, y ni siquiera sabía cómo distinguirlos de las hembras. Opté por untar a todos, y me senté a esperar a que su feroz excitación empezara. Incluso, estaba dispuesto a ver follar toda la noche a mis orejudas minitas de oro.
Pero no sucedió nada. Los conejos más bien parecieron aletargarse, y todavía con la esperanza de que con un poco más de tiempo todo empezara a funcionar, encendí el televisor. No había nada mejor que la barra nocturna del canal 40 -joder, soy pobre y no tengo cable-, y veinte minutos después me quedé dormido. Desperté a eso de las dos de la mañana, y para mi sorpresa, los estúpidos conejos no estaban follando, sino concentradísimos viendo un documental sobre la carrera política de Porfirio Múñoz Ledo.
Apagué el aparato, pero uno de los conejos brincó y me mordió una mano. Inseguro y dubitativo, volví a encender la tele, y todos volvieron a ser simpáticas bolitas de pelo gris y café. Resignado a que mis mediocres conejos se reproducirían a una velocidad mediocremente normal, supuse que de todos modos mi negocio podría ser mediocremente bueno. Lamentablemente, mis seis mascotas huyeron tres noches después a casa de un vecino que sí tiene SKY.
Decidido a no pensar más en el asunto de los conejos, me avoqué a lo mío: la historia y la música. Pero dos semanas después me topé con el vecino, que me contó como una noche él y su esposa estaban untándose cierta pomada afrodisíaca cuando, repentinamente, entraron varios conejos a su sala. Encendieron el televisor y se pusieron a ver cine mudo. Luego, se acercaron al frasco de pomada y empezaron a untarse entre ellos mismos.
Intrigado, los estuvo observando dos días y se percató que la pomada los hacía particularmente propensos a aprender cosas nuevas, y se le ocurrió empezar a entrenarlos. Estupefacto, acepté ver el primer video que mi vecino había subido a Youtube, y que fue el inicio de un circo casero de conejos que en cosa de dos meses conquistaron a todo el mundo.
Al medio año, el tarado que vive en la casa de junto tenía su propio portal de internet, y estaba siendo patrocinado por mis primos.
Fue entonces cuando vino el gran hit: un video con la historia de Allan, Gus y Bill Davidovitz y su búsqueda de la bebida mágica. Todo, en blanco y negro, y presentado en un cinito en el que todos los espectadores eran conejos, perfectamente entrenados para formarse, comprar su boleto, entrar a ocupar su lugar, y consumir famosas bebidas de cola con su inconfundible etiqueta roja (naturalmente, la fábrica transnacional de refrescos había soltado una gran cantidad de dinero para patrocinar la filmación).
Luego vino el primer largometraje, que se antojaba una babosada: todo basado en conejitos viendo la televisión. Sin embargo, mi rudimentario vecino -un ingeniero civil- resultó ser un lúcido y feroz crítico del sistema comercial de los medios masivos, y su película fue una salvaje burla de la enajenación de los espectadores, exhibidos como incapaces de ser más listos que los conejos. El impacto fue tal que el filme se exhibió en Cannes y otros festivales internacionales de cine (afortunadamente, fuera de concurso; llega a ganar un premio y me doy un tiro).
Mi único consuelo en ese momento fue que Andrés se afectó más que yo. No soportó que todo fuese por culpa de ese estúpido amigo de su papá que les daba destilado de henequén a sus clientes para ganarse unos pesos de más en su cantina. Claro, me consideraba más estúpido a mí por haberle regalado la idea a los temibles hermanos Davidovitz, y más aún por haberle regalado los conejos al vecino.
Fue perdiendo el juicio paulatinamente y una tarde llegó a su casa a intentar preparar el licor. No consiguió una cuerda de fibra de agave, y en su desesperación utilizó una reata de plástico. Tampoco esperó a que hirviera la mezcla de agua y alcohol, y se la bebió sin más ni más. Estando completamente ebrio, se comió un pedazo de la reata, y los doctores tuvieron que extraerle doce centímetros de intestino. A consecuencia de la depresión y los daños a los sistemas digestivo y urinario, empezó a presentar disfunción eréctil. Pero el médico lo tranquilizó: una maravillosa pomada podía curarlo sin problemas. Al ver en la etiqueta a tres conocidos barbones sonriendo y abrazando a un rinoceronte feliz, Andrés salió corriendo del consultorio y se quedó a vivir en la calle. Allí estuvo en condiciones de mendicidad durante varios meses, y sobrevivió sólo porque Isaac, Feigha y yo le llevábamos todos los días un poco de pan (el único alimento que aceptaba comer). Logró salir del cuadro depresivo sólo después de largas terapias psicológicas en el ISSSTE, en donde pude afiliarlo después de sobornar a tres burócratas.
Hace un par de semanas tocaron a mi puerta. Era Gus. Me abrazó y se reconcilió conmigo. Me pidió perdón por aquella intensa noche en la que Bill me había llamado ciego y mal judío, y me exoneró de los juicios de Dios, insistiendo en que yo era una bendición para toda la familia. Como gesto de gratitud, me dejó un papelito con la dirección de un nuevo centro de Jabad Lubavitch que necesitaba un organista para sus bodas y demás fiestas. Les había dado amplias referencias de mí, y estaban esperando a que me comunicara con ellos. Seguramente -agregó Gus con rostro optimista- con ese trabajo ocasional lograría yo conseguirme buenos ingresos extras. Luego, me dio un tierno y emotivo abrazo y me dijo que no era necesario que llorara, y hasta me regaló su paquete de Kleenex al que sólo le quedaban dos.
Anoche, volvimos a salir Isaac, Feigha, un casi recuperado Andrés y yo. Feigha sigue haciendo enormes esfuerzos para fingir que no le gusto. Tan tímida toda ella.
Fue una buena parranda. El único problema fue que al salir del bar en donde cenamos, llovía a cántaros. Estuvimos parados sobre Paseo de la Reforma durante varios minutos, intentando guarecernos en una garita del transporte público, pero de todos modos nos empapamos.
Afortunadamente, pasaron Allan, Gus y Bill en su auto de lujo. Se detuvieron frente a nosotros, y justo cuando íbamos a abordar, Allan me dio un billete de cien pesos para que tomáramos un taxi (que al final nos cobró ciento veinte). Esta vez fue Feigha la que me dijo que no era necesario que llorara. Luego, llegamos a mi casa, y para entrar en calor nos bebimos una botella de anís preparado por mi mamá. Es un licor que mi familia prepara de manera tradicional desde hace varias generaciones.
Acabo de despertar y he corroborado que los estragos de la bebida fueron desastrosos. Los cuatro nos quedamos dormidos en la sala, y Andrés vomitó sobre la chamarra de Feigha.
Mi pronóstico es que habrá un homicidio en las próximas horas.
Y yo tengo un terrible dolor de cabeza.
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