MARIO NUDELSTEJER T.
En cierta forma, es verdad que el sentimiento le imprime impacto a la realidad, más aun cuando ésta tiene visos, por momentos, de tragedia que, puestos en la pauta de las cuartillas nos llevan a la apreciación de tiempos lejanos, de momentos que registra no solo la ente sino la misma historia, pero el relato, personal y sensible los hace trascender hasta impactarnos.
Rachel, Las Voces del Destino es esa literatura que se ambienta en los recuerdos, que se narra desde esa memoria que queda aferrada a las interpretaciones de quienes la escriben y de quienes en su lectura son tocados profundamente, por cuanto a que en esa narrativa va también parte de la historia propia.
Así es como Bertha Betech de Duek nos describe sus vivencias en la lejanía de sus años infantiles en la Halab, la blanca ciudad que conocemos porque en Alepo, Siria, fue donde gran parte de la cultura judía creció de entre los escombros de la milenaria diáspora del Pueblo Judío.
Conmovedoras historias como la escena aquella en que la comunidad toda se sienta en duelo, en ese duelo judío que se sume en la humildad frente al Ser Supremo resignándose a la calamidad. Esa narración de los hombres en shivá que se cubren el rostro porque no tienen, en su intenso dolor, el coraje de mirar al cielo pues parecería que le retaran.
Al contrario, en medio del fuego con sumisión se apiadan de sí mismos y aceptan la desgracia. Un acontecimiento que sacude las mismas bases de la comunidad cuando la principal sinagoga se ha consumido, y con ella el afamado y reverenciado Keter de Aram Sobah; aquel texto que descendientes del filósofo Maimónides habían dejado en custodia del Judaísmo de Alepo, que se conociera como milenaria “corona” de la Torá.
Pero la catástrofe vino con el intencional fuego que le prenden los árabes vecinos en respuesta a su enojo con el nacimiento de Israel, un incendio que arrasó la sinagoga, y de los rollos de la ley judía los restos calcinados van ascendiendo, arrastrados por el viento, a los aires y deposita en las cabezas de los dolientes las cenizas. Con ello se suma a la humildad y la resignación la manifestación de denso dolor por tan irremediable pérdida. Así el duelo, así la judaica Shivá.
Difícil poner en coherentes palabras los recuerdos de la infancia, y Bertha Betech logra sacarlos de las profundidades de ese mar embravecido que son las memorias de la niñez. Y describe con una claridad sobresaliente las diferentes etapas que vivió en Siria, las vicisitudes de una numerosa familia con lo que en relaciones humanas va arrastrando, la sensación de lejanía cuando los hijos mayores abandonan el hogar para buscar su destino allende los océanos.
La relación con sus hermanas, tres en edad casadera que se pliegan por un lado a los deseos y planes del padre, pero que en el fondo se adentran en la búsqueda del amor de acuerdo a sus expectativas, esas que por momentos se ven truncadas y, en el caso de la mayor de ellas, Guita, le trunca hasta la misma vida.
Y Bertha nos lleva de la mano en su lectura de las realidades del Oriente Medio, nos sumerge en la contemplación de los conflictos por el control de Palestina y luego la Partición de ese territorio, con las consecuentes persecuciones que sufrieron los judíos en países árabes antagónicos a esa división. Ella narra con vehemente vivencia la primera confrontación que le tocó en camino a su escuela, una escuela de monjas, en que la multitud que especialmente formada por jóvenes árabes les persiguieron a ella y su nana arrojándoles piedras.
Se habla a sí misma, Bertha relata su sentir tras el incendio que devoró Alepo, la sinagoga más antigua, y el Keter: “Tus ojos reclamaron por haberlos inaugurado a los incendios y a las cenizas muertas; cubrías tus oídos para no escuchar los lamentos de los rabinos, lamentos de todos (…) ¡Cuánto envejeciste en tan pocas horas!…”
Bertha afirma que en esos días “me peleé con las noches, me concilié con el alba y bendecía los amaneceres”. ¡Qué descripción del conflicto de una niña con la realidad! Describe también la angustiosa espera por el retorno del padre, injustamente llevado a las mazmorras de la cárcel primero en Alepo, luego trasladado a Damasco, de donde por mediación de un funcionario pariente de un vecino, es liberado. Sin embargo, las cicatrices de esa experiencia, y no solo las físicas del papá, le acompañarán a ella a lo largo de su vida. Revivirá con alguna frecuencia las impresiones de aquella inquietud, detonadas por los avatares a lo largo de su existencia.
Como si estuviera hablándole a un amigo, contándole a una amiga, Bertha Betech nos sitúa en los campos alepinos de trigo donde se desparrama la naturaleza. Jocosa también describe los preparativos en casa para la celebración de Pesaj (Pascua judía), cuando años después ella misma seguía una acción vista en su madre, bajando por costumbre el perol de la estufa al piso: “Durante muchos años hice lo mismo, aunque había lugar en mi cocina, creyendo que ese ritual era parte de la receta. Años después me enteré de que [mi madre] las bajaba para enfriar la comida, pues no teníamos refrigerador”.
La escapatoria de ella y su mamá hacia El Líbano, el padre había huido antes, es un epistolar relato, y también una saga. El reencuentro con la familia, conducidos por un cochero druso de las montañas, toda una experiencia, después de una descripción narrativa amplia y emocionada del trayecto en el tren que les conducía, con todo sigilo ellas.
Pero lo más entrañable en la obra de Betech es la descripción de las expresiones en árabe que describe de inmediato en español, dentro del mismo texto. Y cómo beber esos vocablos que me parece escuchar en la dulcísima voz de una querida amiga de origen libanés cuya historia no se aleja de estas narraciones. Uliy… ¿Cómo asimilar en la mente y el corazón esas frases que endulzan el alma, esa alma judía que desparrama por el mundo su querer? Ese amor a las raíces que no suelta la influencia de su entorno, porque éste le enriquece.
En Rachelle, se ilustra a las madres, judías todas, del Oriente Medio. Y describe con cálida simpleza el compromiso pero también el espíritu alegre, dicharachero, y amoroso de la madre. Y describe en los andares de ella sus anhelos y decepciones, y también su gozo como cuando recorres el mercado, el shuk de El Tawile donde además de hermosas telas ingresan a la realidad de lo que entonces se daba por llamar la Suiza del Medio Oriente como el Mercado de Joyas Shuk il Siyag que de igual forma me ha detallado mi entrañable amiga libanesa.
El amoroso sentimiento va más allá de lo que establece en su relato Bertha Betech. Llega al mismo sentimiento que caracterizaba al libanés de aquellos días. La descripción por demás interpretativa lo representa en el poema que describe:
Yaret…, ojalá y fuera yo esa pañoleta
Para estar cerca de tu pecho…,
Para escuchar los latidos de tu corazón.
¡Cómo envidio esa pañoleta!…
Ojalá y supieras cuánto me gustas
para demostrarte cómo te puedo amar.
¡Ay, pero la palabra yaret, ojalá,
Nunca ha construido nada, y menos una casa…!
Y nos adentra, casi sin percibirlo, en esa sabiduría árabe que trascendió a la humanidad, que nos legó la aritmética con sus números pero que conlleva una más profunda filosofía, la del sentir, la que surge de las entrañas del ser: Ezo (el primo) explica que “Normalmente usamos todos los sentidos al tomar una copa: la tocamos, la olemos, la saboreamos, la miramos; y al chocarla, se completa el quinto sentido, que sería el del oído…” Bertha concluye: “También nosotros con la mirada nos acariciamos, con los ojos nos tocamos sin importar religión o nacionalidad. Ésa era la esplendidez del amor en el libanés”.
Historia de encuentros y desencuentros, conforme leo me surge la nostalgia. Pareciera ser que el destino juega en la vida judía con las mismas fichas. Las familias se dispersan en la búsqueda de sus sendas, cada miembro en su particularidad. Sin embargo, el nexo, la cohesión permanece incólume.
El desenlace en esta obra se enmarca en su experiencia de adaptación a la vida en Panamá. Su despertar a la aventura de la juventud, a ese constante disfrutar de las pequeñeces como las grandes cosas que ofrece la vida. Un oportunidad para relacionarse con la amistad y con el amor, de descubrir los vericuetos del sentimiento que, siendo jóvenes, todo es novedad.
Mas las expresiones sentimentales de Bertha Betech nos conducen a sus trasfondos más sutiles y a los pormenores de un alma cargada de cariños que se desparraman.
La lectura de Rachelle nos atrapa, imposible no devorar ininterrumpidamente cada página. Una historia lo arrastra a uno a la siguiente y por momentos el vértigo que causa el paso del tiempo desaparece, quiere uno leerlo a la velocidad del sonido pues en el estruendo que lleva el impacto de cada escena va el gozo de saberse uno dentro de la misma historia.
Luego nos pasea entre los jazmines y las dalias de eso que llamamos el destino, que nos pasea en su lectura por esos momentos de dicha en que se compromete con su futuro esposo, Moisés, pero las descripciones de los íres y venires con esa dicha cuya elegía nos hace conmovernos. Su llegada a México, país donde construye su futuro. Y la rememoración se torna en manifestación de fe, afirmación de identidad.
La muerte de la madre llega sin aviso, y Bertha ahí se da cuenta de lo efímero de la existencia, y se conduele de no haberle dicho más cuánto la quería, cuánto agradecía sus atenciones a lo largo de la niñez, conjugada con las preocupaciones que le llevaron a atravesar el mundo con lo que eso representa en riesgo e insomnios. El padre, extrañando a su esposa, también se va poco después. Una relación de tantos años no es fácil de soportarla ahora a solas.
Editado por Diana en el 2005, con portada de Elisa Orozco que ilustra el interior de la sinagoga de Alepo, o lo que quedó de ella, esta magnífica obra no puede faltar en los hogares donde la unidad familiar se quiere mantener cohesionada. Es un libro costumbrista pero también el relato de una saga que muestra, por encima de todo, el amor que existe entre los integrantes de esta unidad social y, de igual forma, la tenaz lucha por la sobrevivencia de sus integrantes, pese a todas las barreras que se erigen en el transcurso de la vida, sobretodo cuando encontramos intolerancia en el medio.
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