MARÍA PAZ LÓPEZ/LA VANGUARDIA
El apóstol san Pablo actuó como un sagaz estratega del marketing cuando, en los albores de la Iglesia cristiana, decidió no obligar a los conversos a la nueva fe a seguir las normas de la ley mosaica, como la circuncisión para los varones y la prohibición de ciertos alimentos. Así lo ve Mario Ferrero, especialista en Economía Política de la Universidad de Piamonte Oriental (Italia). “Con esa decisión, Pablo aplicó un modelo económico; redujo el coste de hacerse cristiano”, sentencia Ferrero.
Interpretar el fenómeno religioso en clave económica –así como releer de ese modo la historia del cristianismo– se está abriendo camino entre los especialistas como otro modo de arrojar luz sobre qué mueve a la gente a creer en Dios y a buscar la plenitud espiritual. Esta perspectiva, que concita a defensores y detractores, centró el simposio Religiones como marcas. La marketización de la religión y la espiritualidad, celebrado recientemente en la Universidad de Lausana (Suiza).
Tras siglos en que el estudio de las religiones estuvo casi sólo en manos de teólogos e historiadores, a quienes se sumaron luego sociólogos, psicólogos y politólogos, el punto de partida economicista resulta rompedor: ¿pueden las religiones ser vistas como empresas proveedoras de servicios, los fieles ser tratados como clientes o consumidores, y la liturgia convertirse en producto? Los defensores de este tipo de análisis suelen sostener que la competencia entre credos para atraer fieles enriquece el mercado religioso.
Quienes echan mano del marketing no son las religiones y su mensaje en sí, claro está, sino las instituciones que las articulan, que a veces se postulan –tal vez no a sabiendas– como marcas publicitarias. Alexander Moutchnik, profesor de Gestión de Comunicación de la Mediadesign Hochschule de Munich (Alemania), ha detectado cómo parroquias, mezquitas, sinagogas y templos de varios credos solicitan cada vez más los certificados ISO, que acreditan sistemas de gestión de calidad estandarizados. “Las instituciones religiosas que tramitan estos certificados piensan en términos de marketing –dice Moutchnik–; quieren demostrar que tienen estándares de gestión, e incluso exhiben el diploma en paneles exteriores, para que los fieles los vean”.
Lenguaje empresarial y transparencia informativa pueden convertirse en distintivos de marca. Ejemplo: la catedral católica de la Inmaculada Concepción, en Syracuse (Nueva York, EE.UU.), encabeza su página web con una mission statement (declaración de misión) similar a la de una empresa, y tiene colgado en YouTube su informe de ingresos y gastos del 2010, que arranca con la siguiente frase: “Como buenos administradores, tenemos la intención de mantener una estrecha vigilancia sobre nuestros activos y de monitorizarlos cuidadosamente”. Esta retórica busca ganar credibilidad empresarial.
Moutchnik considera que la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), el masivo encuentro trienal de la juventud católica con asistencia del Papa –cuya última edición se celebró el pasado agosto en Madrid–, se ha convertido en una excelente marca religiosa.
“Si la religión es vista como proveedora de diversos servicios religiosos y se la reconoce como producto, su mercantilización se convierte en algo natural, obvio”, añade Jean-Claude Usunier, especialista en marketing de la Universidad de Lausana. Los productos –sean bienes o servicios– están tipificados en la Clasificación Central de Productos (CPC, según las siglas inglesas), que usa como base la Organización Mundial del Comercio (OMC).
En esa CPC figura una categoría (la 9591) dedicada a “servicios religiosos”, con subcategorías como: servicios religiosos bautismales, servicios religiosos matrimoniales, retiros espirituales organizados por órdenes religiosas, servicios religiosos fúnebres… Ese marco refleja la realidad social y, según Usunier, ilustra cómo se da “una apertura de mercados religiosos en todo el mundo” y “una creciente aplicación de herramientas del marketing a la religión y a los servicios religiosos”.
Sentirse proveedor de servicios influye en el concepto de la institución. “Las Iglesias pueden ser entendidas como organizaciones y corporaciones, basadas en las mismas precondiciones y estrategias de marketing que las empresas comerciales”, dice Peter Seele, doctor en Economía y en Filosofía, y profesor de la Universidad de Lugano (Suiza). Esas estrategias se tornan más agresivas cuando se trata de grupos religiosos que quieren competir con las religiones históricas.
Así, por ejemplo, utilizan el lenguaje multimedia no sólo para vehicular el mensaje sino para enriquecer el ritual, como ocurre con la llamada iglesia electrónica. En un reciente estudio sobre novísimas confesiones evangélicas que se han ido implantando en Suiza, el pastor Leo Bigger, de la International Christian Fellowship (ICF) de Zurich, lo planteaba así: “Para nosotros, las ceremonias religiosas son fiestas con todos los modernos elementos creativos”.
“Como el mensaje, es decir, el producto, es casi idéntico en todas estas nuevas iglesias, todas de inspiración cristiana, las consideraciones de marketing acaban situándose en primer plano”, alerta Mirjam Schallberger, especialista en Pedagogía Religiosa de la Universidad de Saint Gallen (Suiza). Según el citado estudio, sólo entre el 2% y el 4% de la población helvética va a alguna de estas nuevas iglesias, y muchos lo simultanean con su parroquia protestante de toda la vida, sin que ello les suponga conflicto alguno.
Para otros autores, aunque la economía, como actividad humana que es, toca también el ámbito religioso, la aplicación de modelos económicos al análisis de la religión es otra cosa. Steve Bruce, sociólogo de la Universidad de Aberdeen (Reino Unido), la cuestiona de lleno. Para empezar, sostiene, “el negocio principal es la salvación, pero no podemos testar la bondad del producto, ¿cómo saber qué religión es la verdadera?” A la hora de optar por la mejor oferta, el razonamiento económico también rechina; la pretendida libertad de elegir religión en sociedades democráticas no es tal: “¿Somos realmente libres de elegir religión? Los creyentes de una fe la adquieren al nacer dentro de ella, como adquieren el lenguaje; y presiones psicológicas y sociales nos constriñen a no cambiar de religión”.
De hecho, con la secularización en Europa es más corriente que decaiga la práctica religiosa de las personas, o que la abandonen sin siquiera apostatar, a que se conviertan a otra fe. Bruce alerta de que no es lo mismo ser fiel a una religión que comprar detergente, pero admite que en la sociedad secularizada, cuando la religión pierde significado social, corre más riesgo de ser equiparada a un producto que se elige entre la oferta de un supermercado.
“Las Iglesias europeas, tanto las protestantes y reformadas como la católica, operan en un mercado regulado, en el que o son Iglesias nacionales o tienen algún reconocimiento jurídico del Estado; en realidad, no tienen por qué competir entre ellas”, arguye Jochen Hirschle, sociólogo de la Universidad de Innsbruck (Austria). La verdadera competencia, según Hirschle, se da entre la sociedad del consumo y la práctica religiosa; “el tiempo tiene un coste –dice–, ir a misa quita a la persona un tiempo que no puede dedicar a otra actividad; el consumo propone una alternativa social en forma de bares, restaurantes, gimnasios, cines, teatros, parques, grandes almacenes, …” A las actividades religiosas les toca competir con eso.
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