SHULAMIT BEIGEL DESDE LONDRES
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Esto que van a leer a continuación no es una crónica de una fumadora feliz. Ni siquiera la de una suicida audaz. Es más bien, la confesión de un animal acorralado (yo, Shulamit) lleno de culpas, dolencias y miedos.
Todo empezó hace ya muchos años. De la noche a la mañana, las cajetillas de cigarros aparecieron con una frase nueva y en definitiva norteamericana “Fumar puede ser dañino para su salud”. Como muchas otras personas, pensé ¡Bah, pura propaganda sin ciencia ni consciencia! Algo así como cuando le dicen a uno “ten cuidado con comer mucha carne”, o “no exageres con los chocolates”, o “ponte calcetines que te vas a resfriar”…cosas que la gente dice pero sigue haciendo.
Esta propaganda sin embargo pronto dio paso al terror. No me di cuenta ni cuándo ni cómo, pero de pronto las televisoras del mundo se llenaron de médicos que no paraban de hablar y opinar, los mismos que hasta hacía unas semanas atrás tenían como temas exclusivos en sus programas matinales la lactancia materna o la masturbación infantil. Y ¡zas! en un cambio de estilo, se convirtieron en sabios de repente, y se dedicaron a desprestigiar a los entonces todavía numerosos e ingenuos fumadores y fumadoras.
Después vino el aluvión. Periodistas bien informados (cosa rara), se dedicaron a escribir y escribir acerca de las nefastas consecuencias del vicio de fumar. Y los psicoanalistas, empezaron a descubrir y describir que el modesto cigarrillo era la prolongación del dedo infantil u otros miembros corporales deseados, no mencionables aquí…
Para ese entonces, los más débiles, varias amistades mías entre ellos, se habían rendido a la publicidad. “No fumo, gracias”. “Gracias, ya no fumo”…aunque a los pocos minutos se entregaban a saquear las cajetillas del fumador de al lado con el pretexto de que “es que no compro, para no fumar”.
Y ni qué decir de muchos médicos hipócritas, ocultando sus dedos amarillos en el blanquísimo uniforme, o los alumnos universitarios “revolucionarios” como yo, que no podíamos entender cómo era posible que esa yerba seca, envuelta en un papel, nos dominara de esa manera.
Y las cosas pasaron a mayores. De la noche a la mañana en el mundo entero irrumpió una vasta “ folletería” con fotos a colores. Ya nada era sagrado. Los pulmones expuestos en toda su repelente intimidad. Las tráqueas y los esófagos, que en Primaria no sabíamos siquiera donde quedaban, de repente aparecían como langostas muertas. Imágenes de los bronquios devorados por el cáncer, palabra tabú para quienes como yo le teníamos más terror que a los temblores o los gatos negros. A comparar se ha dicho. “Tal y como usted ve, la foto superior derecha muestra la faringe de un individuo sano. La mancha negra de la izquierda, la faringe de un triste fumador. La suya lamentablemente…”
Fue desde entonces que ya no me fue posible sufrir con dignidad un ardor en la garganta, o una ingenua tosecita, sin ver la mano de la muerte escondida por ahí. El humo, que hasta hacía poco me gustaba exhalar, se convirtió en un síntoma inequívoco de un infarto. Y una inocente tos mañanera, era el presagio de un cáncer terminal.
Las estadísticas vinieron a complicar las cosas. Al principio eran hasta divertidas. Enterarse, por ejemplo, que de cada 327 fumadores y medio, 4.2 tenían enfisema pulmonar. Pero luego, con el avance del reino de la computación, se volvieron agresivas. Así por ejemplo, por cada cigarro había que contar 3 minutos menos de vida. Por 30 diarios, hora y media. Lo que al año daba 547 horas y media. O sea 22.6 días menos de vida, y para quienes nos gusta vivir, el número era significativo. Gracias a la tecnología, el fumador alerta podía, como el Fausto de Goethe, adelantar o retrasar su fin.
Las estadísticas norteamericanas afirman que hoy en día la población blanca, de los Estados Unidos, “educada”, con un ingreso medio (que hoy en día ya no es tan medio) ha dejado de fumar, manteniéndose el hábito entre las minorías, los pobres y un número creciente de jóvenes estudiantes.
Fue en 2001 que fui a vivir a Dorchester, un pequeño poblado en el sureste de Inglaterra. Hermosas laderas, árboles por todos lados, y un eterno cielo azul (excepto en invierno que a mí me parece que es casi siempre). Ingresé a la universidad para mejorar mi inglés, pero pronto descubrí que era un cuartel general de salud pública. Defensores del trote, los aerobics, el rugby, el cricket y la comida sana macrobiótica, vegetariana, ayurvédica etc. etc. me hicieron comprender que mi presencia era algo así como una amenaza mortal.
Recuerdo que me encontraba un día en una reunión informal. Ante un grupo de curiosos di mi opinión acerca del conflicto árabe israelí. Con un vaso de agua. Haciendo esfuerzos sobrehumanos para verme educada. Hasta que no pude aguantar más. Con un rápido movimiento encendí el cigarro, que había permanecido escondido como una cucaracha en mi bolso. Un súbito rumor de cataclismo y los ojos de espanto de los ingleses que me rodeaban, es todo lo que puedo recordar. En un minuto la sala quedó casi vacía. Ya no les interesaban ni los árabes, ni los judíos, ni el conflicto. Solo salvarse de mí.
Hace dos meses leí que un comerciante en Londres fue asesinado con su cigarro en la boca por una banda de malhechores que “simplemente” habían entrado a su residencia para robar. Los asesinos, armados de cachiporras, odiaban el humo y todos compartían la “virtud” de no fumar.
La verdad es que los pobres fumadores nos defendemos como podemos.
Rodeada por calles, avenidas y parques sin fumador alguno, me siento con frecuencia miembro de una especie en vías de extinción.
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