JUAN GÓMEZ/EL PAÍS
Ni la policía alemana entiende cómo una banda hitleriana, vigilada por un servicio secreto, pudo matar a diez personas, poner bombas y vivir tranquilamente durante 14 años
20 de noviembre 2011- A las cinco de la tarde aún era de día en Kassel, pero nadie vio huir al pistolero que disparó en la cara de Halit Yozgat, un chico de 21 años. Solo uno de los cuatro clientes que usaban los ordenadores de la trastienda escuchó un “ruido fuerte” al que no dio mayor importancia. Así que a Ismail Yozgat le tocó descubrir el cuerpo de su hijo agonizando entre los locutorios del cibercafé familiar. Los testigos que pudo reunir la policía recordaban a otro cliente con gafas, alto, rubio y fornido. Las huellas del ADN permitieron la detención de quien resultó ser un agente de los servicios secretos identificado como Andreas T. y conocido en su pueblo por el sobrenombre de Pequeño Adolf. Lo soltaron por falta de pruebas.
Este suceso de 2006 ha vuelto esta semana al primer plano de la actualidad, al conocerse que aquella efímera detención coincidió con el final de una brutal campaña terrorista: al menos 10 asesinatos racistas, dos atentados con bomba y una serie de 14 atracos cometidos por una banda autodenominada Resistencia Nacionalsocialista (NSU). Lo peor del pasado de Alemania ha vuelto a los titulares.
El joven Halit Yozgat, al que dispararon a bocajarro, fue la novena y última víctima de la serie de asesinatos xenófobos cometidos por los nacionalsocialistas, que un año después mataron a una agente de policía. El silencio se hizo sobre estas muertes y sus autores hasta que, el pasado 4 de noviembre, los neonazis Uwe Böhnhardt y Uwe Mundlos fueron hallados muertos en una caravana en llamas. Acababan de atracar un banco. La Fiscalía afirma que se suicidaron, pero hay serias dudas. Un par de horas más tarde del hallazgo de los cadáveres, la novia de Mundlos, Beate Zschäpe, voló el piso que los tres compartían en la idílica Zwickau (Sajonia). Ella se entregó a la policía diciendo: “Soy la que buscan”. El trío de neonazis llevaba en la clandestinidad desde 1998. Los hallazgos no pararon aquí: en la caravana incendiada se encontró la pistola reglamentaria de una agente de policía asesinada a tiros en 2007. Y entre los escombros del piso volado estaba el arma que mató a los nueve inmigrantes.
Nadie se atribuyó en su día estos crímenes. Hasta que hace un par de semanas el partido La Izquierda (Die Linke) recibió un vídeo reivindicativo de la banda: un cínico montaje que combina dibujos animados de la Pantera Rosa con imágenes reales de los nueve asesinatos racistas y de otros dos atentados con bomba del mismo signo. Son 15 minutos de humor grotesco en los que muestran los cadáveres ensangrentados y se mofan de las víctimas. Lo llaman “la gira alemana de NSU”. Solo enviaron un par de copias, que llegaron a su destino cuando Mundlos y Böhnhardt ya habían muerto. Uno de los sobres iba dirigido al partido de izquierda PDS, que no existe desde que se fundó Die Linke en 2007. Otro ejemplar llegó al buzón del diario bávaro Nürnberger Nachrichten en un sobre sin franquear: alguien lo había llevado personalmente.
El balance de la campaña terrorista neonazi comprende nueve hombres muertos, ocho de ascendencia turca y un griego, entre 2000 y 2006; además de una agente de policía asesinada y decenas de heridos en dos atentados con bomba. Alemania descubre ahora que el trío de terroristas neonazis han vivido impunemente en la clandestinidad casi 14 años, sin que nadie los vinculara con los atentados ni con los 14 atracos que perpetraron. La historia se corona con los dos extraños suicidios, así como la misteriosa presencia de un agente de los servicios secretos de ideología ultra, el Pequeño Adolf, en el escenario del noveno crimen.
¿Quién componía el trío de neonazis? El asistente social Thomas Grund los conoció ya en 1991, cuando tenían entre 15 y 20 años de edad. Grund, que se acerca hoy a los 60, sigue dirigiendo un centro juvenil en una de las colonias de torres residenciales típicas de la antigua República Democrática Alemana (RDA). En el cemento de aquellos plattenbauten, la ideología y la moda neonazis encontraron un enorme eco. Entre muchos jóvenes, que acababan de presenciar el cataclismo del régimen comunista en el que nacieron, cundió la idea de que la nueva Alemania era solo un paso intermedio hacia un Cuarto Reich.
Mientras, la dramática reconversión industrial llenaba de parados los territorios de la antigua RDA. En aquel tiempo era fácil que un forastero encontrara actitudes hoscas o abiertamente hostiles en las calles del este de Alemania. Estaban a la orden del día los ataques a extranjeros y a personas cuyo aspecto sugiriera otras diferencias: izquierdistas, mendigos, homosexuales. Aquella agresividad cristalizó en varios ataques xenófobos a gran escala. El de Rostock-Lichtenhagen, en 1992, tomó el cariz de un auténtico pogromo cuando cientos de vecinos se acercaron a jalear a los neonazis que habían incendiado una residencia de refugiados políticos extranjeros.
“La ultraderecha militante”, recuerda Grund, “estaba formada por grupos reducidos y bien reconocibles”. Zschäpe, que es la única superviviente del trío en cuestión, era una de las pocas chicas que “se juntaba como uno más entre los cabecillas”. Los dos chicos paseaban “toda la parafernalia” de la moda neonazi-skin: botas, cazadoras bomber, cabezas rapadas, todo ello muy en boga en el este de Alemania durante los años posteriores a la caída del Muro. Zschäpe, en cambio, no adoptó el estilo nazi femenino (pelo corto, flequillo con flecos largos a los lados). Mundlos era el mayor de los tres, “el líder del grupo”. Böhnhardt, crecido en orfanatos, solía ir armado con un cuchillo. Mantenían contactos con notorios neonazis de la región, donde “muchos jóvenes les tenían miedo”. Las dificultades para encontrar más testimonios de quienes los conocieron en la época sugieren que ese miedo permanece.
Hacia 1996, decenas de neonazis de la región se articularon en una organización que llamaron Defensa Patriótica de Turingia (THS). Mantenían contactos con otras organizaciones ultras y con el partido NPD. Mundlos evolucionó hacia “una actitud de falsa mansedumbre, para aparentar que era un joven burgués cualquiera”, recuerda Grund. El trío estaba metido hasta el cuello en las redes neonazis de Jena, una ciudad de 100.000 habitantes, hasta que pasaron a la clandestinidad en 1998. Justo cuando la policía iba a detenerlos como sospechosos de fabricar bombas. Una vez sumergida, la Defensa Patriótica de Turingia se convirtió en la Resistencia Nacionalsocialista, bajo cuya marca cometieron al menos 12 atentados y 14 atracos.
¿Qué hacía el Pequeño Adolf? Este hombre, del que solo se conoce su nombre propio y la inicial de su apellido, Andreas T., era funcionario de los servicios secretos alemanes, la llamada Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BFV). Cuando lo detuvieron como sospechoso del asesinato de Halit Yizmal en 2006, el agente aseguró que estaba “por casualidad” en el lugar del crimen, viendo pornografía en uno de los ordenadores de la trastienda. Rondaba los 40 años. En el desván de sus padres, la policía encontró símbolos nazis que había grabado en las vigas cuando era un adolescente al que ya todos en su pueblo conocían como Pequeño Adolf. En su residencia de adulto encontraron munición ilegal, pistolas con licencia, manuscritos ultraderechistas de su puño y letra y un ejemplar de Mi Lucha, la autobiografía de Adolf Hitler prohibida en Alemania. Así que el Pequeño Adolf leía al verdadero Hitler. Decenas de periodistas han sitiado estos días su casa en Hofgeismar, muy cerca de Kassel, donde trabaja en una oficina del Gobierno regional a la que fue relegado en 2007. Judicialmente no se le acusa de nada, aunque fue sometido a un nuevo interrogatorio el lunes pasado.
¿Por qué tanto secretismo? A la reserva habitual que observan siempre los servicios de información hay que añadir, en el caso alemán, que la BFV está dividida en 16 jefaturas diferentes, una por cada Estado federado. Andreas T. captaba informantes para el servicio secreto del Estado de Hesse. Pagan a sus topos con fondos reservados y los proveen de papeles falsos cuando los necesitan. Las autoridades de Hesse brindaron en los noventa “ayuda significativa” a la vecina Turingia para organizar su servicio de información tras la caída del Muro. Al menos uno de los topos captados y mantenidos por Andreas T. participó en manifestaciones de la Defensa Patriótica de Turingia, la red neonazi de donde salieron los terroristas.
Un tipo estrafalario y derechista, Helmut Roewer, dirigió los servicios secretos de Turingia entre 1994 y 2000. Este caballero, encausado por corrupción, invirtió cientos de miles de euros en pagar a informantes de organizaciones radicales. Notorios neonazis como Thomas Dienel o Wolfgang Frenz, después funcionarios del partido ultra NPD, han presumido de que muchos informantes destinaban parte de su paga al mantenimiento o ampliación de estructuras de ultraderecha. A cambio, ofrecían a los servicios secretos confesiones inventadas o resúmenes de informaciones ya publicadas por la prensa. Fue bajo el mandato de Roewer cuando desapareció del mapa el trío neonazi que integró la banda NSU. El servicio secreto los vigilaba, pero no evitó que huyeran justo a tiempo. El trío pasó casi 14 años en la clandestinidad con unos documentos personales bien falsificados.
El presidente del Sindicato de la Policía (GDP), Bernhard Witthaut, cree que esos documentos eran papeles falsos “legales”; es decir, de los que se usan para proteger a testigos y a informantes. Al comisario Witthaut le molesta en particular que Roewer acuse ahora a la policía del monumental error que supuso la huida del trío. Entre los policías alemanes, dice, crece la “consternación por las posibles implicaciones del asesinato de una colega de servicio”, en referencia a Michèle Kiesewetter, décima víctima de NSU, que fue tiroteada junto a su compañero de patrulla en 2007. Entre los cascotes del piso volado en Zwickau estaba el arma utilizada en ese crimen y las esposas de ambos agentes. El comisario Witthaut explica que “un policía de a pie tiene que preguntarse cómo ha sido posible que huyeran y que se escondieran por tanto tiempo”.
Aquella huida convirtió al trío en ídolos de los ultras de Turingia, donde incluso les dedicaron canciones de rock radical. Se decía que estaban en Suecia, en Sudáfrica o en Holanda y que mantenían contacto con este o aquel neonazi. Los rumores fueron puestos en circulación por antiguos camaradas de la Defensa Patriótica de Turingia, como Tino Brandt, un nazi muy conocido, que también estaba en la nómina oculta de los servicios secretos. Mientras, los terroristas seguían impunemente con su serie de asesinatos a personas de ascendencia extranjera, casi todos pequeños propietarios.
Como Enver Simsek, que atendía un puesto de flores en Núremberg (Baviera) cuando fue tiroteado con dos pistolas diferentes, hace ahora 11 años. En los seis años siguientes también murieron a manos de los terroristas un sastre, dos fruteros, un vendedor de kebab, un hostelero, un cerrajero, un quiosquero y, por último, el joven Halit en Kassel. Todos menos uno, que era griego, tenían ascendencia turca. Pero la policía descartó desde el principio la posibilidad de un móvil ideológico de la desconcertante serie de crímenes y la atribuyó a oscuras mafias extranjeras. La guinda racista la puso quien bautizó la campaña terrorista como “los asesinatos del kebab”.
El domingo pasado fue detenido otro militante neonazi llamado Holger G., el cuarto sospechoso de colaboración con la banda. Alquiló vehículos para ellos y les prestó papeles. Todo apunta a que el trío contó con una amplia red de cómplices o ayudantes. El propio Holger G. era un viejo conocido de las autoridades de Baja Sajonia, cuyos servicios secretos lo vigilaron por su supuesta complicidad con el trío desparecido; pero él siguió ayudándoles sin que nadie se lo impidiera.
La sangre fría de los asesinos casa muy bien con la ideología nazi, que deshumaniza al contrario. Desde este punto de vista no sorprende que nadie reivindicara los atentados en su día: se trata de exterminar al adversario, como hacía la SS de Hitler en los campos de concentración. Pero, si se acepta esa explicación, no se entiende para qué hicieron el vídeo de la Pantera Rosa. Hay que alinear ese interrogante en una larga fila: ¿De qué vivió el trío durante 14 años? ¿De dónde sacó las armas? ¿Cómo supieron que los iban a detener en 1998? ¿Se suicidaron realmente dos de ellos? ¿Qué papel jugaron los servicios secretos y el Pequeño Adolf?
Los servicios secretos alemanes, tanto los internos (BFV) como los externos (BND), tienen una larga tradición de ceguera del ojo derecho. En la posguerra alimentaron sus filas con antiguos nazis. Caído el Muro, y sin perder del todo sus obsesiones por la izquierda, los investigadores reemplazaron el viejo enemigo comunista por la flamante amenaza islamista.
La ultraderecha se ha cobrado muchas más vidas en Alemania que cualquier otro tipo de terrorismo. La fundación antirracista Amadeu Antonio cuenta 182 víctimas mortales de agresiones de ultraderecha desde la unificación de Alemania en 1990. La canciller Angela Merkel prometió el lunes pasado “el esclarecimiento inmediato y completo” de los 10 últimos asesinatos. El comisario Witthaut también espera que se logre, pero añade al teléfono un resignado: “A lo mejor”.
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