BECKY RUBINSTEIN
Don Juan Manuel, antiguo caballero de la noble Nueva España posee una calle en el centro de la ciudad. Quien pasa por ella quizá recuerde su historia convertida en leyenda.
Más de uno preguntará quién era el tal Don Juan Manuel, merecedor del don que lo confirma caballero frente a sí mismo, y frente a los demás, y cuyo nombre señala una calle, una historia y una leyenda.
Dicho caballero vino en la comitiva del Excelentísimo Virrey don Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcazar. Llegó, como se dice, para quedarse, para amasar bienes, ser respetado y servir, posteriormente a don Lope Díaz Armendáriz, Marqués de Cadereyta, cuando se hizo Virrey.
Nacido en la señorial ciudad española de Burgos, era conocido como Don Juan Manuel de Solórzano, quien en l636 se casó con Doña Mariana de Laguna, hija de un acaudalado minero de Zacatecas, no poca cosa: por aquellos días la explotación de minas era un magnífico negocio.
Cuenta la leyenda que la pareja era infeliz por carecer de descendencia, de hijos que coronaran su felicidad.
El hombre encontró refugio en la religión, en la plegaria. Incluso pretendió separarse de su esposa y hacerse fraile. Con tal motivo mandó llamar de España a uno de sus sobrinos, algo común y corriente por aquel entonces.
Y aquí hacen responsable al maligno, al mismísimo Lucifer, quien, al parecer, influyó en don Juan Manuel por supuesto que para mal. Al poco rato de la llegada del lejano pariente, Don Juan Manuel pensó que su esposa y el sobrino se veían en secreto. Enojado, más bien fuera de sí y aconsejado por el inquieto diablillo, quien susurró al oído del marido celoso que debía apresurarse a tomar venganza de su deshonra. Y cuanto antes mejor.
Don Juan Manuel cumplió la voluntad del demonio convirtiéndose en tremendo criminal.
Cada noche salía de su casa y asesinaba al primero que pasaba, luego de preguntarle:
– Perdón vuestra merced, ¿que‚ horas son?
-Las once.
¡Dichosa vuestra merced que sabe la hora en que muere!
“Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesaba de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en sus habitaciones”.
La ciudad vivía en continuo temor. Y nada que se encontraba al culpable de los asesinatos. Un día, don Juan Manuel fue conducido por la ronda, a reconocer un cadáver. Era el de su
sobrino, al que reconoció de inmediato, al que debía su suerte y buena fortuna en los negocios.
Víctima del remordimiento, el asesino acudió al convento de San Francisco. Entró a la celda de un monje, frente al cual cayó abrazándose a sus rodillas. Arrepentido de su locura, maldijo al maligno, responsable de su conducta, al que había prometido entregar su alma llegado el momento.
El reverendo lo escuchó. Como penitencia, lo envió rezar un rosario tres noches consecutivas, pero, al pie de la horca.
La primera noche, rosario en mano, escuchó una voz, como salida del sepulcro, que decía:
¡Un padre nuestro y un ave maría por el alma de Don Juan Manuel!
Aterrorizado, Don Juan Manuel corrió a su casa.
Al día siguiente, volvió a la celda del monje, a quien relató lo sucedido.
El confesor, le recomendó que volviera esa misma noche al pie de la horca. Que el Señor de los Cielos, que todo lo dispone, pretendía salvar su alma. Le recomendó, asimismo, hacer la señal de la cruz cuando sintiera espanto.
Don Juan Manuel llegó puntual a la cita al pie de la horca. Aún no había comenzado su rezo, vio un cortejo de fantasmas con cirios encendidos en la mano, conduciendo su propio cadáver en un ataúd.
Preso del horror, don Juan Manuel corrió al lado de su confesor.
-Padre -le dijo-, por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución de mis pecados.
El religioso lo absolvió en el lugar, enviándolo de inmediato a rezar el rosario que le faltaba.
¿Qué‚ pasó aquella tercera noche? Nadie sabe a ciencia cierta. Sin embargo, la leyenda se encarga de recuperar lo desconocido: afirma la tradición que, al amanecer, hallaron en la horca pública, un cadáver. Era el de don Juan Manuel de Solórzano, privado y servidor del Marqués de Cadereyta, alguna vez virrey de la Nueva España.
El pueblo, quien fabrica las leyendas, los episodios no dichos y que exigen una explicación, dijo que a Don Juan Manuel lo habían colgado los mismísimos ángeles. Y lo dicho está, se sigue repitiendo siglo tras siglo. ¿También por algún diablillo desvelado? ¿Por algunos ángeles contadores de historias?
Lo ignoramos. Sin embargo, los invitamos a visitar, cuando les sobre tiempo, la tan transitada calle.
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