EDITORIAL/EL PAÍS
Una de cada 10 mujeres ha sido violada alguna vez en Noruega; casi siempre en su propio hogar. Gulnaz, una joven afgana, debe cumplir 12 años de cárcel por adulterio debido a que la violó un hombre casado. La única manera de evitar la prisión y cuidar de su hija, fruto de dicha violación, es casarse con su agresor. En Colombia, los hombres humillados por el desplante de sus parejas han empezado a utilizar un sistema antes solo usado en ciertos países asiáticos: desfigurar las caras de esas mujeres rociándolas con ácido. En Arabia Saudí, la mitad de la población vive en libertad condicional: las saudíes no pueden conducir ni viajar ni salir solas sin la compañía de un varón de la familia. Cada día, 356 mujeres denuncian en España por agresión a un hombre (normalmente su pareja o expareja) y casi siempre una vez que la policía ha tenido que acudir a levantar un atestado; 54 han sido asesinadas ya este año; 599 desde el 1 de enero de 2003.
Es tan difícil asimilar el drama de la violencia machista que, incluso en las sociedades modernas más sensibilizadas, este tipo de noticias publicadas en las últimas semanas han ocupado espacios secundarios en la mayor parte de los medios de comunicación. Ayer, Día Internacional contra la Violencia de Género, por la atención pública suscitada pudo parecer que se rompía la tónica. Pero lo pertinente es mantener la vigilancia informativa permanentemente, no tan solo en las fechas organizadas para recordar la gravedad de esta lacra. La violencia machista no forma parte, en ningún caso, de las preocupaciones preferentes de las políticas, pero tampoco de las sociedades en su conjunto, responsables principales de costumbres y tradiciones que colocan a las mujeres en posiciones de desventaja y sumisión, lo que a su vez las convierte en víctimas propiciatorias de todo tipo de agresiones y vejaciones.
Cualquier país democrático decretaría el estado de emergencia si un colectivo identificado por su raza, creencia o ideología fuera perseguido con la misma saña. Ese mismo país, aun no siendo democrático, quedaría aislado del concierto de las naciones y expuesto a sanciones. La dimensión universal del problema de la violencia machista, lejos de favorecer una política real y global contra ella, mueve a la resignación y al escepticismo. En este contexto, la determinación de la ONU en su denuncia y la de países como España, uno de los más avanzados en la lucha contra esta vergonzante tragedia, es una esperanza.
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