MOISÉS NAÍM
Sería sorprendente que no hubiese protestas en las calles de Atenas, Madrid o Nueva York. El desempleo y la precariedad económica bastarían para convertir a millones de resignados en indignados. Pero, además, el constatar que algunos de los causantes de la crisis ahora están lucrando de ella, produce una reacción humana casi natural: apagar la televisión y salir a la calle a protestar. Esto es fácil de entender. Pero lo que no es fácil de entender es por qué esto también pasa en Chile. ¿Y qué importa que en Chile las calles estén encendidas?
Es un pequeño y remoto país sudamericano cuyas circunstancias afectan poco a los demás. Esto es verdad, pero entender lo que está pasando en Chile da pistas útiles para entender la ola de indignación y protestas que hoy vemos en otras partes.
Los chilenos deberían estar celebrando, no protestando: este es uno de los países más exitosos del mundo. A finales de los ochenta, el 45% de su población era pobre, hoy es el 14%. Dos décadas de acelerado crecimiento económico, el aumento del empleo y los salarios han contribuido al progreso social. Además, la inflación, que siempre afecta más a los pobres, cayó del 27% anual en 1990 al 3%. Cualquier país europeo envidiaría las cifras de la economía chilena. Y, en casi cualquier ranking de países, Chile se sitúa entre los primeros lugares (y en todas las listas es el número uno de América Latina): baja corrupción, desarrollo humano, competitividad internacional, libertad económica, conectividad y muchos otros. Y sin embargo… desde hace meses hay protestas en las calles. Estallaron durante el Gobierno anterior, presidido por Michelle Bachelet, y después de las elecciones -ganadas por la oposición- continuaron con el nuevo Gobierno. Comenzaron con una protesta puntual por la construcción de una represa y escalaron a masivas manifestaciones contra la baja calidad y el alto costo de la educación.
En una reciente visita a Chile tuve la oportunidad de preguntarle al presidente Sebastián Piñera su opinión sobre la paradoja del éxito económico y la desazón social. “Comprendo las motivaciones de los estudiantes que protestan por la situación”, me dijo. “Chile se concentró en aumentar a gran velocidad el acceso a la educación y descuidamos la calidad. También hay un problema con los costos de la educación y en qué proporción deben ser cubiertos por el Estado”. Piñera ha aumentado sustancialmente el presupuesto para la educación y está intentado reformar el sistema educativo. Pero el presidente es consciente de que el malestar de los chilenos va más allá de la educación. Y tiene razón: según el Latinobarómetro Chile, es el país latinoamericano donde la percepción del progreso que tiene la gente ha sufrido la mayor disminución. También es el país donde más ha caído la satisfacción con la manera como está funcionando la democracia y hay una fuerte caída del apoyo de los chilenos a su modelo económico. ¿Cómo se explica todo esto?
Obviamente la historia, las luchas políticas y las personalidades de los protagonistas moldean la situación. Pero hay dos factores que resultan evidentes: el crecimiento de la clase media y la desigualdad económica. La expansión de la clase media produce exigencias a las cuales pocos gobiernos pueden responder con la velocidad o la agilidad requerida. Construir una escuela o un hospital es más fácil que lograr que la calidad de la educación o la salud mejoren. Y la nueva clase media tiene, justificadamente, estas expectativas de mejora. Y rápido. Mi conversación con un estudiante chileno que participa en las protestas fue muy reveladora: “Mi familia siempre fue pobre y ahora somos clase media. Pero el Gobierno ya no hace nada por nosotros: se concentra en ayudar a los más pobres o a los más ricos, a los inversionistas. Nada para nosotros, los del medio”.
Y esto tiene también que ver con la inequidad. Si bien ha venido declinando, Chile tiene un altísimo índice de desigualdad económica. Y este tema apareció en todas las conversaciones que tuve durante mi visita. Es obvio que en Chile y en otras partes del mundo la coexistencia pacífica con la desigualdad se acabó. Disminuir más aceleradamente la desigualdad es ahora una prioridad que los estudiantes trajeron a la conversación nacional. El país les está en deuda por eso.
Queda por ver si el Gobierno, los estudiantes y el resto de la sociedad chilena logran hacer cambios que ataquen la desigualdad económica sin afectar a los demás logros del país. Otras naciones tienen este mismo reto. Y quizás, también en esto, de Chile saldrán algunas lecciones útiles para el resto del mundo.
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