RAMIN JAHANBEGLOO/EL PAÍS
30 de noviembre 2011-Durante los últimos nueve meses las autoridades iraníes se han afanado por ofrecer su propia versión de las revueltas árabes. El presidente Mahmud Ahmadineyad declaró que los levantamientos de Egipto y Túnez se inspiraban en la actitud “desafiante” de Irán frente a las potencias occidentales. Por su parte, el líder supremo iraní, el ayatolá Alí Jamenei, elogió las revueltas de Bahréin, Egipto y Túnez, calificándolas de “despertar islámico” con “objetivos y orientación islámicos”.
Esa línea argumentativa tiene solo un problema: es difícil que el experimento iraní, caracterizado por una problemática situación económica, un creciente aislamiento, una población descontenta y profundas fracturas políticas, pueda ser un modelo para los tunecinos, los sirios, los libios y los egipcios. Después de la amarga experiencia de 1979, los jóvenes iraníes ya no tienen una visión romántica de la revolución. Si Egipto, Túnez y Libia eran dictaduras unipersonales y en ellas resultaba, por tanto, más fácil que la movilización de un movimiento democrático se centrara en el combate con ese poder personal, en Irán el régimen es más parecido a una oligarquía. Hasta el líder supremo tiene que lidiar y contemporizar con la Guardia Revolucionaria.
La existencia de más centros de poder supone que el régimen es más resistente al cambio. Las Fuerzas Armadas egipcias no lucharon por Mubarak porque sabían que podían sobrevivir a su régimen. En el caso iraní, la Guardia Revolucionaria, íntimamente unida al régimen, no puede esperar sobrevivir a su caída. Luchará por la República islámica porque así luchará por sí misma. El aparato de seguridad iraní es mucho más efectivo y brutal que los de Ben Ali y Mubarak. Desde los acontecimientos registrados después de las elecciones de junio de 2009, la facción “esencialista”, que, representando los intereses de los pasdaran, está apoyada por los conservadores tradicionales, ha consolidado su control del poder, acentuando los rasgos autoritarios del régimen. Por otra parte, la concepción del fin último que se persigue divide a la oposición iraní entre reformistas y partidarios de acabar con el régimen sacerdotal.
Para los conservadores radicales y los que controlan todos los medios de ejercer la violencia en la sociedad iraní (la Guardia Revolucionaria, los servicios de seguridad, la Basij paramilitar), la sociedad civil y la democratización son conceptos irreconciliables con los valores e ideales fundamentales del islam y de la Revolución Iraní. Por su parte, para los defensores de un Irán más tolerante, pluralista y democrático, el desarrollo de la sociedad civil en el país ha constituido un estallido democrático, intelectual y práctico que ha reportado una nueva unidad de acción.
Dicho esto, hay que señalar que el régimen iraní sigue tratando de ganar popularidad en la calle árabe y de dominar la agenda política de Oriente Próximo. Sin embargo, aunque su poder geopolítico se ha incrementado, padece un terrible aislamiento diplomático. Así las cosas, continúa conjugando una visión ideológica del mundo con cálculos pragmáticos dirigidos a lograr sus objetivos estratégicos. Y el objetivo estratégicoprimordial de los dirigentes iraníes es la pervivencia del régimen.
A pesar de su aislamiento diplomático y de los levantamientos en los países árabes, Irán sigue proporcionando dinero, armas y formación a sus representantes en Irak, Líbano y Palestina. Continúa también influyendo en lo que ocurre en Afganistán a través de una estrategia múltiple que le lleva a apoyar al Gobierno de Karzai mientras que en secreto respalda también a diversos grupos insurgentes y de oposición. En consecuencia, muchos de sus objetivos estratégicos están velados por la ambigüedad, ya sean sus operaciones a través de terceros o su propio programa nuclear.
El nuevo informe del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), presentado recientemente, proporciona más información sobre las iniciativas de Irán para fabricar cabezas nucleares. Aunque el informe es claro y tajante respecto a los experimentos que Irán lleva a cabo con la construcción de un “receptáculo para contener grandes explosivos” en un lugar cercano a Teherán, no demuestra fehacientemente que los iraníes estén fabricando una bomba. Ante el informe de la OIEA y el hecho de que Israel esté discutiendo la posibilidad de atacar Irán, Teherán ha reaccionado lanzando violentas advertencias.
En los últimos meses, EE UU ha comenzado a celebrar conversaciones estratégicas regulares con los seis miembros del Consejo de Cooperación del Golfo, al que pertenecen Arabia Saudí, Bahréin, Omán, Catar, los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait, y que supone un contrapeso al poder de Irán. Entretanto, el hecho de que Israel haya hecho un llamamiento al mundo para que impida el desarrollo de armas nucleares por parte de Irán desata las especulaciones sobre un posible ataque israelí contra ese país.
Pero debemos entender que un ataque contra Irán no acabaría ni con su capacidad militar ni con sus instalaciones militares. Mataría a muchos iraníes inocentes, en su mayoría opuestos a las ambiciones políticas de su país en Oriente Próximo. En realidad, cualquier ataque aéreo contra instalaciones nucleares iraníes dispararía los precios del petróleo, causando un daño inmediato al comercio mundial. Sin embargo, también uniría a los iraníes (dentro y fuera de Irán) contra una invasión extranjera, desenterrando sentimientos antiamericanos hace tiempo olvidados. Entre los costes del enfrentamiento militar también podrían figurar ataques de represalia con misiles, lanzados por Teherán y sus adláteres desde Gaza y Líbano. Por último, pero no menos importante, un ataque contra Irán debilitaría definitivamente a la sociedad civil iraní, poniendo fin a la lucha no violenta de sus disidentes.
Entonces, ¿qué quedaría por hacer si se dejara a un lado la idea de lanzar un ataque aéreo contra las instalaciones militares y nucleares de Irán? Sin duda, un camino muy difícil pero desde luego preferible a la opción militar es presionar a Teherán, por canales diplomáticos y empresariales, para que comience a tomar medidas que fomenten la confianza. Por otra parte, la gran esperanza de conseguir pacíficamente que descarrile la pulsión nuclear iraní radica en convencer a China de que ponga en marcha y aplique adecuadamente controles y sanciones comerciales contra Irán.
Resulta frustrante, y es comprensible que así sea, que las sanciones no hayan obligado a Teherán a frenar su programa nuclear, aunque en realidad han tenido repercusiones tan importantes para la Hacienda iraní que el presidente Mahmud Ahmadineyad ha tenido que reconocer hace poco que los bancos iraníes no pueden hacer transacciones internacionales. Dicho esto, hay que señalar que Washington y sus socios europeos deberían dejar más claro qué situación sería aceptable para la comunidad internacional en lo tocante al abandono por parte de Irán de sus intensas investigaciones para lograr un arma nuclear y para conseguir energía atómica de uso civil. De manera que todavía no es demasiado tarde para disuadir a Irán de que desarrolle y pruebe un arma nuclear.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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