GEORGE FRIEDMAN
La primera ronda de elecciones parlamentarias egipcias ha tenido lugar, y los ganadores han sido dos partidos islamistas. Los mismos islamistas están divididos entre facciones más moderadas y más extremas, pero está claro que los secularistas que dominaron las manifestaciones y que fueron el foco de la narrativa de la “primavera a árabe” tuvieron un pésimo desempeño. De los tres bloques de poder en Egipto: los militares, los islamistas y los Demócratas seculares — el último resultó ser el más débil.
Está lejos de ser claro qué ocurrirá ahora en Egipto. El ejército sigue siendo poderoso y unificado, y no está nada claro cuánto poder real está dispuesto a ceder o si se verán obligado a cederlo. Lo que está claro es que la facción favorecida por los gobiernos occidentales y los medios de comunicación ahora tendrá que aceptar la agenda islamista, adherirse a los militares o desvanecerse en la irrelevancia.
Uno de los puntos que hice durante la altura de la primavera árabe fue que Occidente debe ser cuidadoso con lo que desea, ya que sus deseos se podrían cumplir. La Democracia no siempre trae a los Demócratas seculares al poder. Para ser más precisos, la democracia podría producir un gobierno popular, pero la suposición de que ese Gobierno termine apoyando a una constitución democrática liberal, que conciba los derechos humanos en el sentido europeo o estadounidense, no es en absoluto cierta. Disturbios no siempre conducen a una revolución, una revolución no siempre conduce a una democracia y una democracia no siempre conduce a una Constitución al estilo europeo o americano.
En el Egipto de hoy, no está nada claro si los militares egipcios cederán el poder en cualquier sentido práctico, tampoco está claro si los islamistas podrán formar un gobierno coherente, o qué tan extremo podría ser dicho gobierno. Y como analizamos las posibilidades, es importante destacar que este análisis no es realmente acerca de Egipto. Por el contrario, Egipto sirve como un modelo para examinar: un estudio de una contradicción inherente en la ideología occidental y, en definitiva, de un intento de crear una política exterior coherente.
Principales creencias
Los países occidentales, siguiendo los principios de la Revolución francesa, tienen dos creencias básicas. El primero es el concepto de la autodeterminación nacional, la idea de que todas las Naciones (y lo que significa el término “nación” es un tema complejo en sí mismo) tienen derecho a determinar por sí mismos el tipo de Gobierno que deseen. La segunda es la idea de los derechos humanos, que se definen en varios documentos, pero están todos construidos alrededor de los valores básicos de los derechos individuales, especialmente el derecho no sólo a participar en la política, sino también a ser libre de intrusión gubernamental en la vida privada.
El primer principio conduce a la idea de los fundamentos democráticos del Estado. El segundo conduce a la idea de que el Estado debe ser limitado en su poder, de ciertas maneras, y el individuo debe ser libre para perseguir su propia vida en su propio camino dentro de un marco de derecho limitado por los principios de la democracia liberal. El concepto básico dentro de esto es que un sistema de gobierno democrático producirá una constitución liberal. Esto presupone que la mayoría de los ciudadanos favorecerá la definición de la Ilustración de los derechos humanos. Esta suposición es simple, pero su aplicación es tremendamente compleja. Al final, la premisa del proyecto occidental es que la autodeterminación nacional, expresada a través de elecciones libres, creará y sostendrá a democracias constitucionales.
Es interesante observar que tanto los activistas de derechos humanos como los neoconservadores (llamados neoliberales en Europa), que en la superficie son ideológicamente opuestos, realmente comparten esta creencia básica. Ambos creen que la democracia y los derechos humanos comparten el mismo origen y que si se crean regímenes democráticos, estos crearán derechos humanos. Los neoconservadores consideran que la intervención militar externa podría ser un agente eficaz para ello. Grupos de derechos humanos se oponen a esto, prefiriendo a organizar y financiar movimientos democráticos y utilizar medidas tales como las sanciones y los tribunales para obligar a los regímenes opresivos a ceder el poder. Pero ambos comparten una base común sobre este punto. Ambos grupos creen que la intervención externa es necesaria para facilitar el surgimiento de un público oprimido naturalmente inclinado hacia la democracia y los derechos humanos.
Ello, a continuación, produce una teoría de la política exterior en la cual el principio estratégico no sólo debe apoyar las democracias constitucionales existentes sino también utilizar el poder para debilitar a regímenes opresivos y así capacitar a las personas a elegir construir el tipo de regímenes que reflejen los valores de la ilustración europea.
Complejas cuestiones y opciones
El caso de Egipto plantea una cuestión interesante y obvia, independientemente de cómo todo resulte. ¿Qué sucede si hay elecciones democráticas y el pueblo elije a un régimen que viola los principios de los derechos humanos occidentales? ¿Qué sucede si, después del tremendo esfuerzo occidental para forzar unas elecciones democráticas, el electorado elige rechazar a los valores occidentales y seguir un rumbo muy diferente: por ejemplo, uno que el Occidente valore como moralmente reprobable, y que pretenda hacer la guerra contra Occidente? Un claro ejemplo de esto fue Adolph Hitler, cuyo ascenso al poder se realizó plenamente en consonancia con los procesos constitucionales de la República de Weimar — un régimen democrático, y cuya intención claramente fue reemplazar a ese régimen con uno que fue popular (hay pocas dudas de que el régimen Nazi tuvo gran apoyo del público), que se opuso al constitucionalismo en el sentido democrático y resultó ser netamente hostil a la democracia constitucional en otros países.
La idea de que la destrucción de los regímenes represivos abre la puerta para las elecciones democráticas, que no resultarán en otros régimenes represivos, al menos según los estándares occidentales, asume que todas las sociedades encuentran que los valores occidentales son admirables, y por lo tanto desean emularlos. A veces ese es el caso, pero esta afirmación general es una forma de narcisismo en Occidente, donde se supone que todas las personas razonables, liberadas de la opresión, desean emular a nuestros valores.
En este momento en la historia, el contra-argumento obvio se basa en algunos, pero no todos, los movimientos islamistas. No sabemos si los grupos islamistas en Egipto tendrán éxito, y no sabemos qué ideologías proseguirán, pero ellos son islamistas, y sus puntos de vista del hombre y la naturaleza moral son diferentes de los de la ilustración europea. Los islamistas tienen un desacuerdo básico con Occidente sobre una amplia gama de cuestiones, desde la relación del individuo a la comunidad, a la distinción entre las esferas públicas y privadas.
Ellos se oponen al régimen militar egipcio no sólo porque limita la libertad individual, sino también porque viola su comprensión del propósito moral del régimen. Los islamistas tienen una visión diferente y “superior” de la vida política moral, al igual que las democracias constitucionales occidentales valoran sus propios valores como “superiores”.
La colisión entre la doctrina de la autodeterminación nacional y la noción occidental de los derechos humanos no es una cuestión abstracta, sino sumamente práctica para Europa y los Estados Unidos. Egipto es el país árabe más grande, y uno de los principales centros de vida islámica. Desde 1952, Egipto ha tenido un gobierno secular, administrado por militares. Desde 1973, Egipto ha tenido un gobierno pro occidental. En un momento cuando Estados Unidos está tratando de poner fin a sus guerras en el mundo islámico (junto con sus socios de la OTAN, en el caso de Afganistán), y las relaciones con Irán son pésimas, y cada vez peores, la transformación democrática de Egipto en un régimen radical islámico cambiaría el equilibrio de poder en la región de forma explosiva.
Esto plantea preguntas sobre el tipo de régimen que Egipto tiene, si es elegido democráticamente y si respeta los derechos humanos. Luego está la cuestión de cómo este nuevo régimen podría afectar a los Estados Unidos y a otros países. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, acerca de Siria, donde un régimen opresivo se resiste a un movimiento que algunos en Occidente consideran democrático. Puede ser, pero sus principios morales podrían ser anatema al Oeste. Al mismo tiempo, el antiguo régimen represivo podría ser impopular, pero más favorable a los intereses de Occidente.
Luego de plantear este escenario: supongamos que hay una elección entre un régimen represivo y antidemocrático que favorece a los intereses de un país occidental, y un régimen democrático, pero represivo a los estándares occidentales y hostil a sus intereses. ¿Que es preferible, y qué medidas deben tomarse?
Estas son preguntas tan complejas que obligan a algunos observadores – los realistas a diferencia de los idealistas – a decir que socavan la capacidad de perseguir intereses nacionales sin de ninguna manera mejorar el carácter moral del mundo. En otras palabras, se nos fuerza a elegir entre dos tipos de represión desde un punto de vista occidental, y no puede haber ninguna preferencia. Por lo tanto, un país como los Estados Unidos debe ignorar totalmente la cuestión moral y centrarse en una pregunta simple: ¿cuál es el interés nacional?
Egipto es un lugar excelente para señalar la tensión en la política exterior estadounidense entre los “idealistas”, que argumentan que seguir a nuestros principios de la ilustración es de interés nacional, y los “realistas”, quienes argumentan que la búsqueda de principios es muy diferente de su logro. Usted puede terminar con regímenes que no son ni justos, ni que protegen a los intereses estadounidenses. En otras palabras, los Estados Unidos puede terminar con un régimen opresivo y hostil a Estados Unidos, de acuerdo a los estándares americanos. Lejos de ser una mejora moral, esto sería un desastre práctico.
Misión y poder
Existe la tentación de aceptar el argumento realista. Su debilidad es que la definición del interés nacional no es nada clara. La protección física de los Estados Unidos obviamente es un problema, y dado el 9/11, no es un asunto trivial. Al mismo tiempo, la seguridad física de los Estados Unidos no está siempre en juego. ¿Cuál es nuestro interés en Egipto, y ¿realmente importa quién es pro americano? Hay respuestas para esto, pero no siempre son obvias, y los realistas con frecuencia tienen problemas para definir los intereses nacionales. Incluso si aceptamos la idea de que el principal objetivo de la política exterior estadounidense es proteger los intereses nacionales, independientemente de las consideraciones morales, ¿cuál es el interés nacional?
Me parece que surgen dos principios. El primero, que no hay principios más allá de “interés”, es insostenible. “Interés” parece un término muy contundente, pero realmente es un concepto insípido cuando nos profundizamos en él. El segundo principio es que no puede existir ningún bien moral sin poder. Proclamar un principio sin tener el poder de efectivarlo es una forma de narcisismo. Sabes que no estás haciendo ningún bien, pero hablas de ello, y te hace sentir superior. No bastan el interés y la moralidad sin el poder de efectivarlos… es pura palabrería.
¿Qué es necesario hacer en Egipto? Lo primero es reconocer lo poco que se puede hacer, no porque cualquier acción sea moralmente inadmisible, sino porque, prácticamente, Egipto es un país muy grande, que es difícil de influir y cualquier intromisión inefectiva podrá ser peor a no hacer nada. En segundo lugar, debe entenderse que los asuntos de Egipto y el resultado de su desarrollo, habida cuenta de la última década, no son una cuestión a la que Estados Unidos pueda permitirse ser indiferente.
Una estrategia estadounidense sobre Egipto: una que vaya más allá de escribir papeles en Washington — es difícil de definir. Pero un número de puntos se deducen de este ejercicio. En primer lugar, es esencial no crear mitos. El mito de la revolución egipcia fue que iba a crear una democracia constitucional como las democracias occidentales. Simplemente ese no era el tema sobre la mesa. La cuestión se dirimirá entre un régimen militar y un régimen islamista. Esto nos lleva al segundo punto, que es que a veces, para hacer frente a dos diferentes formas de represión, la cuestión es seleccionar uno que sea más favorable al interés nacional. Esto obligará a definir los intereses nacionales, lo que, en sí, es saludable.
En Washington, como en todas las capitales, se prefiere la política, y se odia la filosofía política. Las políticas a menudo no llegan a enfrentarse con la realidad porque los responsables políticos no entienden las implicaciones filosóficas de sus actos. La contradicción inherente entre los derechos humanos y el enfoque neoconservador es una cosa, pero la incapacidad de los “realistas” para definir con rigor qué es el interés nacional, crea documentos de política de insignificancia monumental. Ambos lados crean polémicas como sustitutos del pensamiento serio.
Es en lugares como Egipto, donde esta realidad se concretiza. Algunos se hacían la ilusión de que Egipto se convertiría en otra Minnesota. El otro lado sabía que esto no sería así, y trató de crear un plan contundente, pero no lo suficientemente contundente como para definir el objetivo del plan. Esta es la crisis de la política exterior estadounidense. Siempre ha estado ahí, pero dado el poder estadounidense, su resultado es crear una inestabilidad global. Una parte del régimen estadounidense quiere ser justa; la otra parte quiere ser dura. Ninguna se da cuenta que justo en esa distinción yace la raíz del problema. Si estudiamos la política estadounidense (y Europea) hacia Egipto, creo que podemos ver el predicamento.
La solución no descansa en lemas o en ideología, o en “suave” frente a “duro”. Es necesario definir con claridad cuál es la misión moral del régimen y su capacidad para comprender y ejercer el poder efectivamente. Y esto requiere el estudio de la filosofía política. Jean Jacques Rousseau, con su distinción entre la “voluntad general” y la “voluntad de todos,” podría ser un buen lugar para empezar. Aunque estudiar el sentido común de Mark Twain podría ser un sustituto más agradable.
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