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En los días de Matitiahu, hijo de lojanán el Sumo Sacerdote, el Jashmonaí y sus hijos, cuando el malvado reino helenico se levantó contra Tu pueblo Israel para hacerles olvidar Tu Torá y ‘violar los decretos de Tu voluntad. Pero Tú, en Tus abundantes misericordias, Te erigiste junto a ellos en su momento de aflicción. Libraste sus luchas, defendiste sus derechos y vengaste el mal que se les había infligido. Entregaste a poderosos en manos de débiles, a numerosos en manos de pocos, a impuros en manos de puros, a malvados en manos de justos y a pecadores deliberados en manos de aquellos dedicados a Tu Torá. Y para Ti hiciste un nombre grande y santo en Tu mundo, y para Tu pueblo Israel efectuaste una inmensa salvación y redención hasta este día. Luego Tus hijos entraron al santuario de Tu Casa, limpiaron Tu Templo, purificaron Tu Santuario, encendieron luces en Tus sagrados atrios, y fijaron estos ocho días de Janucá para agradecer y alabar Tu gran Nombre.
Hace más de 2000 años, hubo una época en que la tierra de Israel formaba parte del Imperio sirio, siendo gobernada por la dinastía de los Seléucidas. Antioco III, rey de Siria, estaba en guerra con el rey Tolomeo de Egipto por el dominio de la tierra de Israel.
Antioco III resultó vencedor en la batalla y anexó la tierra de Israel a su imperio. Al comienzo de su reinado se mostró favorablemente dispuesto hacia los judíos y les acordó ciertos privilegios. Más adelante, sin embargo, cuando fue derrotado por los romanos y éstos lo obligaron a pagar elevados gravámenes, la pesada carga recayó sobre los diversos pueblos que conformaban su imperio, a los que obligó a proporcionarle el oro cuyo pago le habían impuesto los romanos. Tras la muerte de Antioco le sucedió en el trono su hijo Seleuco IV, quien oprimió aún más a los judíos.
A las dificultades externas debían sumársele los peligros que amenazaban al judaísmo desde su fuero interno. La influencia de los helenistas (aquellos que aceptaban la idolatría y la forma de vida de los sirios) iba en constante aumento.
El Sumo Sacerdote Iojanán entrevió la gravedad del peligro que significaba para el judaísmo la penetración de la influencia Siria en Palestina. Ello, debido a que, contrariamente al ideal de belleza exterior que idolatraban los sirios, el judaísmo sustenta el ideal de la verdad y la pureza de orden moral, colocándolo por encima de cualquier armonía física y material, tal como lo ordena Di-s en Su sagrada Torá.
El pueblo judío jamás podrá renunciar a su fe en Di-s, para aceptar la idolatría de los sirios y los griegos. Por eso, Iojanán se oponía a todo intento por parte de los helenistas judíos en introducir las costumbres griegas y sirias en su territorio. Indudablemente, tal enérgica oposición debía, tarde o temprano, devenir en algún desastre. Y así fue: los helenistas lo aborrecían, y uno de ellos informó al comisionado del rey que en el tesoro del Beit Hamikdash -Templo había gran cantidad de riquezas.
Estas riquezas del Templo estaban formadas por los dineros del “medio Shekel” con que todo judío adulto contribuía anualmente. Dicha contribución estaba destinada a solventar los sacrificios que se ofrecían en el altar, así como para la conservación y el mejoramiento del edificio del Templo.
Otra parte del tesoro estaba formada por el fondo de los huérfanos, dinero que ellos habían heredado y que se depositaba allí hasta que cumplieran su mayoría de edad. Seleuco necesitaba dinero para pagar a los romanos y éste estaba en el Templo. Sin pensarlo muy detenidamente envió a su ministro Heliodoro a retirar el dinero del tesoro del Templo.
En vano le rogó el Gran Sacerdote Iojanán que no lo hiciera. Heliodoro no le prestó atención y atravesó la puerta del Templo; pero al punto palideció de miedo, se desmayó y cayó al suelo. Cuando recobró el sentido, ya no se atrevió a entrar de nuevo.
Poco tiempo después, Seleuco fue asesinado, y su hermano Antioco IV comenzó a reinar en Siria. Antioco IV era un tirano de carácter arrebatado e impetuoso, desdeñoso de la religión y de los sentimientos ajenos.
Fue llamado “Epitanes”, que quiere decir “el amado de los dioses”, tal como varios reyes sirios recibieron títulos semejantes. Sin embargo, un historiador de aquella época, Polibio, le aplicó el mote de “Epitanio” -que significa “loco” – como más apropiado al carácter del despiadado y cruel monarca. En su deseo de unificar a su reino mediante la implantación de una religión y una cultura comunes para todos sus súbditos, Antíoco trató de desarraigar el individualismo de los judíos al reprimir todas sus costumbres.
Destituyó al ortodoxo y virtuoso Gran Sacerdote Iojanán, e instalo en su lugar a su hermano Josué, quien se complacía en hacerse llamar por el nombre griego de Jason, pues pertenecía al grupo de los helenistas.
Josué se valió de su alta investidura para difundir aún más las costumbres griegas entre los demás sacerdotes. Josué o Jasón fue reemplazado posteriormente por otro hombre, Menelao, quien le había prometido al rey conseguirle más dinero que Jasón. Cuando Iojanán, el antiguo Sumo Sacerdote, protestó por la difusión de la influencia helenista en el Sagrado Templo, el nuevo Sumo Sacerdote lo hizo asesinar.
Entretanto, Antioco estaba librando una exitosa guerra contra Egipto. Sin embargo, mensajeros llegados de Roma le ordenaron cesar la lucha. Antioco tuvo que someterse a la voluntad de Roma y abandonar la contienda.
En Jerusalén había cundido el rumor de que Antioco habia sufrido un grave accidente en la batalla y al creerlo muerto el pueblo se rebeló contra Menelao. El traicionero Sumo Sacerdote se vio obligado a huir junto a sus amigos.
Antioco regresó de Egipto furioso porque los romanos habían puesto trabas a sus ambiciones. Cuando se enteró de lo ocurrido en Jerusalén, lanzó todo su ejército sobre los judíos. Miles de ellos fueron muertos. Inmediatamente, dictó una serie de severos decretos contra los judíos en los que se les prohibió la práctica de su culto; en adición a ello, los pergaminos de la Ley fueron confiscados y quemados.
El descanso sabático -Shabat-, la circuncisión -Brit Milá- y las leyes del ayuno, fueron prohibidos bajo pena de muerte. La serie de atrocidades cometidas incluyó el que a uno de los más respetados ancianos de aquella generación, Rabí Eleazar, de 90 años, los servidores de Antioco le ordenaron que comiera carne de cerdo, para que los demás hicieran lo mismo.
Cuando el anciano se rehusó, le sugirieron que se llevara la carne hasta los labios para simular que la comía. Pero Rabí Eliezer se negó también a eso, y fue asesinado salvajemente. Hubo otros miles de judíos que, del mismo modo, sacrificaron sus vidas.
La famosa historia de Jana y sus siete hijos tuvo lugar en esa época. Los hombres de Antioco iban de pueblo en pueblo y de aldea en aldea para obligar a sus habitantes a adorar a los ídolos paganos. Solo quedó una zona de refugio, los montes de Judea con sus cuevas. Pero aún hasta allí persiguieron los sirios a los fieles judíos y muchos fueron los que ofrendaron sus vidas como mártires.
Matitiahu
Un día, los secuaces de Antioco llegaron a la aldea de Modiín, donde vivía el anciano sacerdote Matitiahu. Cuando el oficial sirio mandó construir un altar en la plaza pública de la aldea y exigió a Matitiahu que ofrendara sacrificios a los dioses griegos, éste replicó:
-¡Mis hijos, mis hermanos y Yo estamos decididos a permanecer fieles al pacto que Di-s hizo con nuestros antepasados! De inmediato se aproximó al altar un judío helenista con la intención de ofrecer un sacrificio.
Matitiahu empuñó una espada y lo mató. Los hijos y amigos de Matitihu se arrojaron sobre los oficiales y soldados sirios. Luego de perseguir a los demás, se dedicaron a destruir el altar. Matitiahu sabia que Antioco se enfurecería cuando supiera lo que había sucedido, y seguramente enviaría a sus esbirros para castigarlo a él y los suyos. Por lo tanto, abandonó la aldea de Modiín y huyó con sus hijos y amigos a los montes de Judea. Todos los judíos leales y valientes se les unieron.
Formaron legiones, que cada tanto abandonaban sus escondites para lanzarse sobre destacamentos y avanzadas de los enemigos, y para destruir los altares paganos que se erigían por orden de Antioco.
Los Macabeos
Antes de morir, Matitiahu reunió a sus hijos y los instó a continuar la lucha en defensa de la Torá de Di-s. Les pidió que siguieran los consejos de su hermano Shimón “el Sabio”, y que en la lucha reconocieran como jefe a Iehudá “el Fuerte”.
Iehudá era llamado “El Macabeo”, palabra compuesta por las primeras letras de las cuatro palabras hebreas “Mi Camoja Ba’elim Hashem” -‘¿Quién es como Tú entre los poderosos oh Di-s?’-. Antioco envió a su general Apolonio para eliminar a Iehuda y a su gente, los Macabeos. Aunque superaban en número y en equipo bélico a sus adversarios, los sirios fueron derrotados por los Macabeos.
Antioco despachó entonces otra expedición, la que también fue derrotada. Finalmente comprendió que solo con un poderoso ejército podía aspirar a derrotar a Iehuda y a sus bravos combatientes. Un ejército de más de 40.000 hombres recorrió el territorio bajo el mando de dos comandantes: Nicanor y Gorgiash. Cuando la noticia llegó hasta Iehuda, éste y sus hermanos exclamaron:
¡Luchemos hasta la muerte en defensa de nuestras almas y de nuestro Templo! El pueblo se reunió en Mizpá – lugar donde antaño el profeta Samuel había elevado sus preces a Di-s-. Al cabo de una serie de batallas, la guerra fue ganada por los Macabeos.
Los Macabeos regresaron a Jerusalén y la liberaron. Entraron en el Templo y lo limpiaron de los ídolos colocados allí por los vandálicos sirios. Iehudá y los suyos erigieron un nuevo altar y lo consagraron en el vigésimo quinto día del mes de Kislev del año 3622 (138 antes de la E. C).
La Menorá -Candelabro- de oro habia sido robada por los sirios, por lo que los Macabeos hicieron una nueva de un metal menos noble. Cuando quisieron encendería, solo encontraron una pequeña redoma de aceite puro de oliva que continuaba cerrada con el sello del Sumo Sacerdote Iojanán. Este alcanzaba solo para un día; pero por un milagro de Di-s, siguió ardiendo durante ocho días, hasta que se pudo elaborar más aceite.
El milagro demostró que Di-s había tomado nuevamente a Su pueblo bajo Su protección. En recuerdo a este milagro, nuestros sabios fijaron como festividad los ocho días de Janucá, constituyéndose éstos en ceremonia anual de agradecimiento eterno por medio del encendido de las velas.
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