DAVID HOFFS
Más de cincuenta años después del pico que registró el antisemitismo durante la segunda guerra mundial, es posible ver como el antisemitismo clásico ha perdido popularidad en el mundo occidental. En México por lo menos, los eventos relacionados con antisemitismo clásico son difíciles de encontrar. Rara vez se escucha de acosos a judíos en la calle, quema de sinagogas, etc. Sin embargo aún es posible detectar otro tipo de antisemitismo que ha mutado del clásico hacia otras nuevas formas. Así por ejemplo, el antisionismo se jacta de no ser antisemita, aunque en fundamento rechaza el derecho del pueblo judío a mantener y defender un estado.
Por otro lado, también es posible distinguir actos antisemitas que aunque muy bien camuflajeados ante el mundo gentil, guardan una agenda oculta. Ejemplo de esto es la reciente visita de alumnos de la carrera de relaciones internacionales del ITAM a Medio Oriente, en el marco de un viaje organizado por el mismo instituto, para entender mejor la dinámica del conflicto que ahí se genera. Curiosamente, el único país cuya visión no fue estudiada fue Israel. De esta forma el organizador del viaje sin aparecer como antisemita formalmente, logra introducir en los alumnos durante el viaje una semilla tendenciosa y una visión parcial de un conflicto ya de por sí complejo.
Otra forma de antisemitismo, la cual es materia de este artículo, es el aparente conflicto entre identidades que la sociedad mexicana interpone entre el ser judío o el ser mexicano. Ya varias veces me he topado en mi vida con personas que sin pretender ser antisemitas, o al menos no de forma consciente, me hacen la pregunta acerca de si yo me considero judío o mexicano. Como si el ser mexicano o el ser judío fuera como irle al América o a las Chivas en donde ambas identidades se encuentran claramente en conflicto. En un mundo tolerante y enriquecedor la multiplicidad de identidades debe ser bienvenida. El mismo pueblo mexicano está dividido en una infinidad de identidades que en conjunto conforman una cultura que orgullosamente podemos llamar mexicana. Así pues tan mexicano es el indio purépecha, como el maquilador sonorense, como el lanchero acapulqueño, como el judío que quiere tanto a los tacos al pastor, a las conchas y a la nata como a su propia mano que escribe este artículo.
Independientemente de si el ser judío es una religión (para los ortodoxos), una nacionalidad (para los sionistas), o algo poco claro (para todos los demás), simplemente es una identidad más. Las identidades deben de complementarse y enriquecerse, no anularse mutuamente. EE.UU es un claro ejemplo de lo anterior. En el vecino país del norte se mezclan en una sola nacionalidad un gran número de inmigrantes que provienen de países muy diferentes. Además, ninguno abandona sus raíces. El compartir identidades no significa olvidarse de alguna y por el contrario significa el tomar lo mejor de cada una para formar un sentimiento de pertenencia en conjunto.
Así, los judíos que llegaron a México aún llegando de países europeos o de Medio Oriente, aprendieron el español mexicano, la comida mexicana y las costumbres mexicanas como las piñatas. No llegaron mexicanos, pero se hicieron mexicanos. Adoptaron la alegría del mexicano, la pasión por la comida, la hospitalidad y al mismo tiempo mantuvieron aquellos aspectos que consideraban importantes como sus propias tradiciones, valor por el trabajo, tenacidad y el enorme bagaje cultural de filosofía milenaria.
Lo más lamentable de este tipo de antisemitismo que pretende confrontar identidades para celosamente esperar que una y solamente una sobreviva es que a veces termina por convencer a muchos judíos de que no son mexicanos. Así, también me he encontrado muchas veces con judíos que se preguntan qué deben escoger entre ser judío o mexicano. En mi experiencia dentro de la educación, me topé con muchos niños y jóvenes a quienes nunca se les mostró a México, a su cultura, ni a su encanto. Por el contrario muchos padres hundidos en la paranoia de la inseguridad y con su espíritu de pertenencia mexicana, socavado por los continuos rechazos de algunos antisemitas, desistieron de incluir su identidad mexicana en la crianza de sus hijos.
Esto ha ocasionado que hoy, un joven judío y mexicano, ya sea kosher o no, no pueda reconocer a simple vista la diferencia entre un chicharrón de puerco, unos Sabritones y la maravilla inconfundible del chicharrón arrugadito de harina (y no cuadrado como ciertas imitaciones) de los carritos de los parques. Pero, ¿cómo no van a confundirse si casi no conocen México? Si no se les llevó al Centro, o a Coyoacán, y ya ni se diga a provincia. Si no se les permitió comer en los carritos de fruta en la calle y nunca se les enseñó a disfrutar o al menos conocer al chilacayote.
Mientras que es entendible que ante un asedio antisemita se opte tristemente por tener que migrar, y mientras que es verdad que la existencia del estado de Israel representa la única garantía para el bienestar judío, esto no quiere decir que se deban olvidar o ignorar a otras identidades. El hecho es que muchos judíos nacimos en México, y tan lamentable es que los antisemitas en su odio e inseguridad nos pidan elegir, como que los otros judíos en su miedo y dolor por rechazo nos lo exijan también.
Yo soy antes que nada humano, y de ahí puedo ser mexicano y judío. También soy chilango, sionista y polanqueño, y me siento orgulloso de todas mis identidades. Me gusta la filosofía y la cuestión judía tanto como la hospitalidad del mexicano. Me identifico tanto con la solidaridad intracomunitaria del judío como con la actitud siempre dispuesta a ayudar del mexicano. Espero tanto comer una sopa de matze ball en Pesaj como comer mole un 15 de septiembre. En las bodas disfruto tanto bailar el mazel tov como bailar las cumbias. Y para acabarla me divierto tanto en en Año Nuevo que como en Jánuca.
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