Juntos venceremos
lunes 04 de noviembre de 2024

¿Qué nos dejó la gran tragedia?

SALOMÓN LEWY

Salí de mi casa a la hora de la oscuridad más triste para empezar a ganarme unos pesos. El frío de la mañana calaba hasta los huesos. Saco y corbata hacían que la incomodidad fuese mayor, pero, como dicen en Orizaba, peor es chile y agua lejos.

Los alumnos, ejecutivos de una gran empresa, gente de alto nivel, atentos, responsables, procuraban cumplir con su cometido de alcanzar buenos resultados en su capacitación. Lo mejor de todo es que los puedo ayudar a lograrlo.

Así se va la mañana. Salo, tienes que ser profesor, artista, maestro de ceremonias, “teacher” y darle a tu institución las utilidades convenientes para que sigas trayendo dinerito a tu casa.

También hay que entregar los trabajos de traducción, resultado de muchas horas de interpretación. La editorial los quiere perfectos. El Rebozo de Soledad no es fácil. Verbitzky no se anda por las ramas. Tienes que darle el sentido del escritor. ¡Qué bien que sabes leer y escribir!

De Coyoacán tienes que ir a Santa Fe, a la otra clase. Otro grupo de ejecutivos. Edificio de lujo. Tienes que llevar una identificación colgada al cuello. Por tu experiencia y antecedentes, estos podrían haber sido subordinados tuyos. Bueno, así es la vida, pero cumples con tu labor y cometido.

El acostumbrado río de autos te acompaña de regreso. La música de Quincy Jones te ayuda a soportar lo insoportable. ¡Espera, alguien está en la esquina! Sí, es tu amigo Leonard. A sus 78 años, con la carga del tiempo y lo que ha vivido, se conserva erguido, sólido.

Te detienes, a pesar de los imbéciles incivilizados.

Tengo suerte, me dice. Vine a la exposición de obras relacionadas con el Holocausto. ¿Ya la viste?, me pregunta.

“¿Qué le puedo contestar?” pienso. No, le digo, inventando una de mis mentiras, pero antes de que acabe la semana iré. Me interesa mucho.
“Un sobreviviente”, pienso, “¿cómo puede regresar al infierno”?

Llevo a Leonard al lugar a donde quería llegar. Nos despedimos sin más. Lo veo alejarse, sin palabras, el cuerpo enhiesto, como si los años no pesaran.
Nuestra relación se remonta al casual encuentro de algunos años atrás. El Depor, siempre testigo mudo pero activo en toda relación.

¿Quién es este tipo, de ojos que reflejan una intensidad intelectual profunda pero que no te miran directamente? Su voz, pausada, de volumen bajo, como si le costara gran esfuerzo expresarse.

Aquella vez vi en su brazo lo que le fue marcado como a los parientes míos que estuvieron en el Infierno.

Un bocinazo de alguno de los trogloditas que me rodeaban me sacó de mis cavilaciones. La música del aparato cambió a la insoportable sucesión de tontas retahílas comerciales y/o políticas.

¿Quién de estos mortales, los que me acompañan en la vorágine diaria o con quienes convivo “en lo mío” se detienen a pensar un momento en nuestro Horror? ¡Carambas! Si hasta en Israel se detiene todo en el “Yom HaShoá”, en el que ni las hojas de los árboles se mueven al sonido de las sirenas.

Sí, ya sé que estos son otros tiempos, “aquello” fue otra cosa. Ya vimos películas, documentales y en la computadora recibimos mensajes por “you-tube” con historias de ésas. La vida de hoy es otra cosa. Uno tiene que atender sus negocios, a “la vieja”, traer los cheques para la escuela, para darle a mi Comunidad, el viaje en barco – con los suegros, los cuñados y sus familias – y tantas otras cosas.

¿Qué quieres? ¿Que todos los judíos sobrevivientes y sus descendientes o los tristes testigos de la tragedia familiar o lejana cubran su cuerpo y vestido con ceniza diariamente?

El impacto y el dolor lo llevamos siempre, todos los días.

Documentos, narrativas silenciosas de la Gran Tragedia, en ocasiones inundan nuestra mente, nuestras computadoras y nos golpean, impidiendo que olvidemos – “Never, never again” – la amputación física e intelectual, el abandono involuntario de los nuestros.

La mente, esa gran prestidigitadora, sigue con sus trucos. Me hace recordar que mi familia se redujo a la mínima expresión cuando otros, más afortunados, gozaban de sus abuelos y primos y…

¿Por qué mis padres no quisieron nunca hablar de la familia? ¿Por qué sólo pude empezar a entender la profundidad de mi origen reciente, del sufrimiento de mi gente, hasta leer “la Hora Veinticinco” y libros de esa temática? ¿Por qué los viejos de la Comunidad, cuando necesité el alivio espiritual de la verdad, sólo se encogieron de hombros?

Hasta que llegué a Alemania, a tramitar una indemnización familiar en 1963, buscando documentos y justificantes legales – gracias a las exigencias del mundo, los sobrevivientes y la cooperación –voluntaria o no – del gobierno alemán occidental de aquel entonces, conocí la punta del espantoso iceberg.

Mis míseros veinticuatro años de edad no me daban para abarcar más dimensión que el horror inmediato, pero ver la destrucción de Berchstensgaden y, por otro lado el “Checkpoint Charlie”, ambos con su carga política, así como los “lagern” – campos de concentración – , junto a la ausencia de registros en la municipalidad de lo que quedó del “Reichtstadt”, contribuyó a lo que hoy escuece, lo que no me deja ausentarme de las memorias.

Por fin llego de regreso a casa. ¿Cuánto tiempo pasé en mis elucubraciones? No sé ni me di cuenta.
“Voy a hablar por teléfono a Israel, a mi mamá”, pensé, pero ¿para qué? Sí. “Le voy a decir que estoy con ella, con la familia, que gracias por haber llegado al bendito México y que hoy está en Israel”.
¿Para qué? No tiene caso. No debes remover cenizas. Déjalos dormir y que sus pesadillas no regresen.

No sé cómo me quedé dormido. Pudo ser el vasito de vodka el culpable.

Llegué al “Depor”. Cerca del mediodía encontré a Leonard. En vez de saludarlo con la cortesía que merece, me incorporé y le di un fuerte abrazo. No quería desprenderme de él. Sin palabras, quería que entendiera que no era él sólo a quien tenía entre mis brazos.

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