PETER HARLING & HUGH POPE / ELPAÍS.COM
Después de un año de revueltas árabes, Turquía es probablemente el actor externo que más ha intervenido. Ankara fue la primera capital que reaccionó al cambio de modelo de la región y que exigió al presidente egipcio, Hosni Mubarak, que dimitiera; definió unos principios claros, presionó para que se hicieran grandes reformas y denunció la represión; evitó lanzarse a una guerra para derrocar en Libia a Muamar el Gadafi y, aun así, acabó en el bando triunfador; contentó a la opinión pública árabe al enfrentarse a Israel y bajar de categoría sus reacciones con el Estado judío, aunque lo hizo por motivos que, en general, no tenían nada que ver con lo demás; y pudo presumir del “modelo turco” como vía hacia adelante, con una indefinición muy conveniente. El premio: el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, hizo una gira por el mundo árabe y fue recibido como un héroe.
A diferencia de Israel y los viejos regímenes árabes, no se ha acurrucado para protegerse de los cambios. No obstante, la política exterior de Ankara plantea más interrogantes que respuestas.
Ahora bien, la enorme popularidad personal de Erdogan ha oscurecido el hecho de que la política exterior de Turquía ha sufrido un vuelco y que los comentarios de observadores turcos y occidentales sobre el avance triunfal de ese “modelo” son prematuros. La valiosa doctrina turca que lleva el engañoso nombre de “cero problemas” con sus vecinos, basada en la lenta construcción de un diálogo diplomático pragmático con todas las partes, la integración económica y las relaciones personales, sentó las bases para su popularidad actual en la región y transformó su imagen anterior de portaaviones de Occidente atracado en las costas de Oriente Próximo.
Pero el objetivo turco de tener un marco nuevo de cooperación que haga que la región sea más próspera y segura -una proyección de su experiencia con la UE y con la democracia laica- hoy parece idealista, para un futuro lejano y difícil de lograr en medio del tumulto actual de la zona. Al mismo tiempo, el nuevo y repentino deterioro de las relaciones de Turquía con Siria, Irak, Irán e Israel obliga a preguntarse: en un mundo en el que los cambios reales de política exterior suelen ser escasos y lentos, ¿con qué se sustituirá la posición estratégica de Ankara, tan cuidadosamente elaborada y obtenida y que, en términos generales, era muy eficaz?
De ser los mejores amigos de Siria hace un año, los turcos han pasado a estar envueltos en una especie de guerra a través de terceros con Damasco: Ankara apoya públicamente la formación de un consejo de la oposición siria y a una facción disidente del ejército, y Siria está reactivando viejos vínculos con los rebeldes kurdos de Turquía. La llamativa cooperación de Turquía con Irán en 2010, durante la búsqueda de una solución diplomática a las sospechas de Occidente sobre el programa nuclear iraní, se ha convertido en rivalidad, y ahora los dos países están enfrentados por el futuro del régimen sirio, defienden posturas opuestas a propósito del escudo de defensa antimisiles de la OTAN y se disputan la influencia en el mundo árabe. Las cómodas relaciones con Irak también se han visto afectadas, primero cuando Turquía respaldó abiertamente a un candidato que salió derrotado en las últimas elecciones iraquíes y luego como consecuencia de que Bagdad se ha aproximado en parte a Damasco y Teherán. Lo más espectacular ha sido el cambio respecto a Israel, el paso de la cooperación militar y una relación intensa a los contactos diplomáticos mínimos y la retórica sobre enfrentamientos navales por las flotillas de ayuda a Gaza.
Es posible que todo esto haya sido inevitable. Ankara merece elogios por hacer lo que casi ninguno de los demás actores ha hecho: reinventarse ante una era totalmente nueva. No se ha acurrucado para protegerse (como Israel y los restantes regímenes árabes), ni ha apoyado los levantamientos con criterio selectivo (como Al Yazira y el Golfo, que apoyan sobre todo las revueltas suníes, o Hezbolá e Irán, que respaldan a los chiíes en Bahréin), no ha promovido la democracia y, al mismo tiempo, ha expresado su temor por el resultado de cualquier votación (como Occidente, que preferiría contener a los islamistas y no ha cambiado en absoluto su actitud ante el conflicto Israel-Palestina).
No obstante, la política exterior de Ankara plantea más interrogantes que respuestas. Aunque las declaraciones de Erdogan en El Cairo y Túnez, en favor de unas constituciones laicas, tuvieron buena acogida en Occidente, los ciudadanos no islamistas de Oriente Próximo sospechan cada vez más que el modelo que propone el AKP no es el de la República Turca sino, más bien, el de los movimientos proislámicos. Unas relaciones cada vez más polarizadas están disminuyendo la capacidad de Turquía de mediar entre todos los actores regionales e internacionales, un factor que daba legitimidad a su papel antes de las revueltas. La crisis siria, cada vez más sangrienta, pone en tela de juicio la eficacia del poder, tanto duro como blando, de Ankara.
Lo más importante es que la tremenda popularidad de Erdogan en la calle árabe puede no durar eternamente, en parte porque surgió de un vacío, mientras la primavera árabe espera a crear sus propios héroes, en parte porque los Gobiernos árabes desconfían de cualquier cosa que huela a gran hermano turco, y en parte porque esa popularidad se basa en que Erdogan esté dispuesto a mantener un enfrentamiento retórico y diplomático con Israel. Tras decenios de estar sometida a propaganda hueca, la opinión pública árabe se cansa enseguida de las bravatas anti-israelíes que no cambian nada sobre el terreno.
En pocas palabras, cuando se calme el aplauso popular, Turquía tal vez se encontrará con una política exterior sin un marco conceptual que integre sus contradicciones: una mezcla insostenible de alianza con Estados Unidos y enfrentamiento con Israel, un modelo socioeconómico construido sobre la convergencia con Europa pero con el proceso de negociación para incorporarse a la UE estancado, un entusiasmo idealista por los demócratas musulmanes pero el mantenimiento de los vínculos con otros dirigentes autoritarios, exhibiciones públicas de devoción musulmana junto al apoyo a constituciones laicas, y debates enconados con todos los que pretenden aprovechar esas contradicciones para arrojar dudas sobre el papel de Turquía en Oriente Próximo, entre ellos los Estados de la UE deseosos de utilizar cualquier pretexto con el fin de retrasar aún más las negociaciones para su adhesión.
Turquía es débil asimismo en otros aspectos más próximos a casa, como las facturas que han quedado sin pagar durante sus incursiones en el mundo árabe. Tras el fracaso de las intermitentes negociaciones de paz con los kurdos turcos, en los últimos cinco meses, la escalada llevada a cabo por los rebeldes ha matado a más de 250 personas, entre ellos 115 miembros de las fuerzas de seguridad y 31 civiles. La economía turca también está en peligro, porque el consumo alimentado por el crédito está llegando a su techo, el déficit de cuenta corriente sobrepasa el 10% del PIB y, tras un sólido comportamiento económico en la primera década del siglo, el Fondo Monetario Internacional predice que el crecimiento de Turquía se reducirá al 2,2% el próximo año. La polarización política interna, el estancamiento del proceso de reforma de la UE, una actitud cada vez más autoritaria ante la libertad de expresión, y las malas notas en igualdad de género, transparencia y educación, significan que Turquía, a veces, refleja tanto ciertos aspectos del pasado del mundo árabe como una vía posible hacia un futuro mejor y más integrado.
La política regional de “cero problemas” que estableció Turquía a mediados de la pasada década tenía unos objetivos espléndidos. A largo plazo, Turquía necesita volver a lo que hizo que esa política funcionara tan bien: unos canales de comunicación abiertos a todos, desde Irán hasta Israel, un tratamiento equilibrado de todos los actores árabes nuevos, sin alinearse con los movimientos islámicos afines, y una reactivación del proceso de adhesión a la UE. Conviene destacar que el año en el que más avanzaron las reformas para entrar en la UE, 2004, fue el periodo en el que el país experimentó su mayor índice de crecimiento desde el comienzo del siglo, un 9,4%. Si Turquía quiere ser un modelo genuino para los demócratas árabes y, de esa forma, establecer una influencia positiva duradera en la región, debería dar un paso atrás y pensar en adoptar lo que mejor le ha funcionado hasta ahora.
* Peter Harling y Hugh Pope escriben sobre Siria y Turquía respectivamente para el Grupo de Crisis Internacional. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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