JULIÁN SCHVINDLERMAN/REVISTA COMPROMISO
A la más grande comunidad cristiana del Medio Oriente, los coptos de Egipto, la primavera árabe parece no haberla alcanzado. Por el contrario, a juzgar por los ataques a los que ha estado sometida desde el inicio de las revueltas, con toda razonabilidad se puede argüir que su situación ha deteriorado; y de modo apreciable.
La comunidad copta, que representa el diez por ciento de la población total del país, comenzó el año 2011 de modo poco auspicioso. El primer día del Año Nuevo cristiano, una iglesia fue atacada en Alejandría, veintitrés personas fueron asesinadas y noventa y siete, heridas. En marzo, una iglesia fue quemada en Helwan. En mayo, otras tres iglesias coptas fueron incendiadas en Imbaba dejando un saldo de quince muertos y más de doscientos heridos. En junio, cientos de musulmanes se lanzaron contra una iglesia en al-Minya. En septiembre, otra iglesia fue hostigada en Aswan. Jóvenes cristianas han sido secuestradas y violadas. Líderes religiosos musulmanes han emitido fatuas en las que equiparan iglesias con casinos y salones de la noche, sugiriendo que son espacios de inmoralidad. Según estimaciones de fuentes locales, decenas de miles de coptos han abandonado el país desde el inicio de la revolución.
La sola enumeración de los atentados es insuficiente para ilustrar los niveles que la intolerancia religiosa ha alcanzado en Egipto. El detalle descriptivo es necesario. Conforme ha relatado Raymond Ibrahim del Middle East Forum, una antigua iglesia copta en la aldea de Sool, cerca de El Cairo, fue atacada a mazazos por musulmanes enardecidos que gritaban “Allahu Akbar”. Los restos destrozados de las estatuas de los santos fueron pateados como pelotas de fútbol. Durante las veinte horas que duró la profanación ni un solo agente de seguridad se hizo presente. La iglesia fue transformada en un santuario musulmán con el nuevo nombre de “Mezquita Piedad”. (No se puede pasar por alto el sentido del humor de los intolerantes).
Hartos de tanta persecución, a comienzos de octubre miembros de la comunidad copta se concentraron masivamente ante las oficinas centrales de la televisión estatal egipcia para protestar por el acoso y demandar mayor protección oficial. Obtuvieron lo opuesto. La manifestación de protesta dio lugar a la peor instancia de violencia desde el derrocamiento del presidente Hosni Mubarak en febrero: veinticinco muertos y trescientos veinte heridos resultantes de choques entre los manifestantes coptos y soldados del nuevo régimen. Por primera vez desde que asumió el gobierno, la cúpula militar disparó contra egipcios, lo que marcó un contraste enorme con su reticencia a reprimir rebeldes en la Plaza Tahir, epicentro de la revolución, acción que le valió el respeto de la población… al menos de la población islámica.
Las autoridades egipcias no fracasaron meramente en proteger a los cristianos, ellas incitaron a la ciudadanía a hostigarlos. A través de la prensa que controla, el gobierno militar llamó a los egipcios a salir a las calles a resguardar a los soldados. Negocios de coptos y el hospital copto de El Cairo -donde muchos de los heridos estaban siendo tratados- fueron atacados. Amr Moussa, ex canciller de Mubarak y actual contendiente para la presidencia, se alió con los militares. Afortunadamente para los coptos, otros aspirantes al sillón presidencial cuestionaron la conducta del gobierno interino: Ayman Nour, Mohamed Ghar, Amr Hamzawy y un miembro del partido de Mohammed el-Baradei entre ellos. Los referentes del islamismo acusaron al sionismo israelí y al imperialismo estadounidense de articular las revueltas para gestar una excusa que les permitiera invadir Egipto. El comportamiento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas abrió un serio interrogante a propósito de su capacidad -y voluntad- para llevar a Egipto hacia la transición democrática. Por cierto, algunos de los jóvenes laicos que gestaron las revueltas aún permanecen en cárceles egipcias, pero varios fundamentalistas islámicos han sido puestos en libertad, entre ellos Aboud al-Zomar, involucrado en el asesinato de Anwar Sadat en 1981. Curioso modo de conmemorar el trigésimo aniversario de la muerte del hacedor de la paz con Israel.
Que en el marco del acoso brutal a la minoría cristiana hayan surgido acusaciones fabulosas contra Washington y Jerusalem es apenas sorprendente. El sentimiento anticristiano reinante fácilmente se entremezcla con el sentimiento antiisraelí y antinorteamericano. Al fin de cuentas, todos ellos son “infieles” en la narrativa fundamentalista islámica. Si esto está sucediendo cuando la Hermandad Musulmana está todavía en la oposición, uno no puede menos que sentir preocupación particular por la suerte de los coptos así como desolación general por el destino lamentable que espera al Egipto post-revolución.
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