JONATHAN S. TOBIN/COMENTARY
Como apuntaba Omri Ceren, Thomas Friedman, el periodista del New York Times, posee un pobre historial en lo que respecta a la predicción de una alienación de los judíos estadounidenses de Israel. Aunque Friedman, habitualmente, se presenta como un amigo de Israel, su columna más reciente ilustra la pendiente resbaladiza por la que invariablemente caen los críticos del Estado judío cuando tratan de callar a aquellos con quienes no están de acuerdo.
En un esfuerzo por golpear al mismo tiempo a los partidarios republicanos de Israel, así como al gobierno de derechas de Israel, su frustración ante la perdurable popularidad de Israel le ha llevado a participar en las expresiones más típicamente asociadas con los intelectuales marginales, por ejemplo los autores del “lobby pro-Israel”. Y no se trata solamente de que Friedman desprecie a Newt Gingrich y a la creencia de Mitt Romney en una alianza EEUU-Israel, sino que a fin de justificar su desprecio tiene que pintar a Israel como intrínsecamente indigno de cualquier tipo de apoyo.
En primer lugar, Friedman comete un error cuando considera que el comentario de Newt Gingrich sobre los palestinos – que son un “pueblo inventado” – significa que Israel desea gobernar Cisjordania indefinidamente. Por el contrario, la afirmación de una verdad sobre la historia del conflicto debe poner de relieve un hecho que periodistas como Friedman han hecho tanto por ignorar: el vínculo indisoluble entre el nacionalismo palestino y su creencia en la destrucción de Israel. Lo que Gingrich y muchos otros han tratado de decirnos es que a menos y hasta que los palestinos no reinventen su identidad y su cultura política de tal manera que abandonen su deseo de destruir el Estado judío, la paz no será posible.
En segundo lugar, vamos a abordar una de las calumnias principales que están en el centro del artículo de Friedman: que las ovaciones puestos en pie de los miembros del Congreso al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, y que recibió la primavera pasada, “fueron compradas y pagados por el lobby de Israel”, por lo que no fueron el resultado del hecho de que la inmensa mayoría de los estadounidenses – judíos y no judíos, por igual – consideren a Israel como un amigo y aliado. Ellos, y sus representantes en el Congreso, creen que la seguridad del Estado judío es, contrariamente a la formulación de Friedman, un interés vital de EEUU en Oriente Medio. Es cierto, como dice Friedman, que los aplausos no representan un apoyo personal a Netanyahu, pero también representan un reproche al intento del presidente Obama de emboscar a los israelíes, antes de su visita oficial, con su discurso sobre las líneas de 1967, y cuyo objetivo era inclinar el campo del juego diplomático en la dirección de los palestinos.
La idea de que la única razón por la que los políticos americanos apoyan a Israel es por el dinero judío, es uno de los mitos centrales de esa nueva forma de antisemitismo que se disfraza como una defensa de la política exterior de Estados Unidos contra las exigencias de un venal lobby pro-Israel. Este bulo no sólo se alimenta de los tradicionales argumentos odiosos contra los judíos, sino que también requiere que Friedman ignore las raíces profundas del apoyo estadounidense al sionismo en nuestra historia y cultura.
Friedman se avergüenza a sí mismo cuando contrasta la recepción que Netanyahu recibió en el Congreso a la que podría haber obtenido en uno de los centros neurálgicos de la izquierda académica americana, la Universidad de Wisconsin. No hay duda de que no se le animaría a ir hasta allí. Sin embargo, lo mismo podría sucederle a la mayoría de los políticos o pensadores americanos que se hayan desviado de la ortodoxia de la izquierda estadounidense. La idea de que los campus liberales sean más representativos de la verdadera opinión acerca de Israel que el propio Congreso es de risa. Es el tipo de mentira que uno esperado del coro liberal del NYTimes y de su página editorial, y quizás nos indicaría que Netanyahu podría tener una mejor idea de lo que piensan los estadounidenses que el propio Friedman.
Pero Friedman no se detiene ahí. Pasa a continuación a enumerar los varios pecados de Israel y que le distanciarían, según él, de los judíos americanos y de nuestros líderes. Mientras que Israel, como Estados Unidos y como cualquier otro lugar del mundo no es una utopía ni lo es su democracia, su decencia básica no está en cuestión. Y realizar tales afirmaciones no sería, como afirma Friedman, la expresión de una preocupación amistosa por Israel, sino un ataque destinado a deslegitimar el país y a aquellos que se dedican a su supervivencia.
Algunos de los hechos que enumera pueden ser preocupantes. La cercanía del ministro de Asuntos Exteriores israelí, Avigdor Lieberman, con el régimen de Putin en Rusia, es un grave error. Pero, ¿se puede culpar a un país pequeño en un constante estado de sitio porque uno de sus líderes considere el valor que tiene mantener relaciones con una nación poderosa? Creo que Lieberman está cometiendo un terrible error, pero muchos estadounidenses, incluido Friedman, a veces han criticado opiniones o decisiones similares tomadas por nuestros propios secretarios de Estado. ¿Es que estar en desacuerdo con Colin Powell, Condolezza Rice o Hillary Clinton es una buena razón para abandonar el apoyo a la continuidad y a la seguridad de los Estados Unidos? Y si no lo es, ¿por qué debería ser así para Israel?
Las acciones violentas de un pequeño grupo de colonos extremistas son también inquietantes. Pero es una exageración decir que esas actividades son representativas de las comunidades judías en la Ribera Occidental, y ni mucho menos, la de todo el país. Es especialmente irritante cuando hemos podido comprobar como ese mismo periódico ha hecho todo lo posible para minimizar la violencia y el extremismo exhibido en las manifestaciones callejeras del Occupy Street, con el fin de pulir la imagen de un movimiento con el que el NYTimes simpatiza descaradamente.
Y menos creíble es aún su referencia a los intentos de algunos ultra-ortodoxos de segregar por género los autobuses en sus barrios, y la consideración por la Knesset de proyectos de ley que vuelven más difícil la financiación extranjera de las organizaciones no gubernamentales israelíes que realicen campañas de propaganda que soportan los enemigos de Israel.
La lucha por la segregación en esos autobuses está en marcha, pero es una lucha llevada a cabo por grupos que compiten en una sociedad democrática. Y aunque los estadounidenses – y la mayoría de los israelíes – tienen poca simpatía por los ultra-ortodoxos, debemos entender que cualquier esfuerzo por retratar la cultura israelí, mayoritariamente secular, como dominada por los haredim, tiene muy poco parecido con la realidad. También vale la pena señalar que a nadie en el NYTimes se le ocurriría exigir que los países musulmanes vecinos de Israel abandonen las costumbres religiosas que esos estados imponen a sus ciudadanos, sin que, como es el caso de Israel, puedan acudir a los tribunales o a las urnas.
El intento de desviar el debate sobre la legislación hacia las ONG’s, o incluso los esfuerzos para reformar el sistema judicial (cuyo poder supera con creces al existente en los Estados Unidos), como una expresión de una legislación antidemocrática, está igualmente fuera de lugar. Los animados debates sobre la financiación extranjera de las ONG’s representan los esfuerzos por imponer algún tipo de responsabilidad a estas organizaciones, así como tratar de delimitar un sistema judicial fuera de control, son señales de una democracia saludable. Los israelíes y los estadounidenses que han tratado de argumentar lo contrario no hacen más que involucrarse en disputas partidistas que poco tienen que ver con la verdad sobre el Estado judío.
Israel es una sociedad imperfecta, pero la idea de que sus imperfecciones deberían provocar que los judíos americanos, o bien los estadounidenses en general, se alejaran de Israel, no tiene ninguna razón de ser. Es más que eso, refleja el impulso de juzgar con una doble moral o doble rasero, algo que luego no se aplica a nuestro país o a cualquier otro, solo a Israel. Tratar el Estado judío de esta manera no puede distinguirse de cualquier otra variedad de prejuicios que dan sentido al término antisemita.
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