Diáspora Disney (Krakow, Birobidzhan, Hervás)

SHELLEY SALAMENSKY – NEW YORK REVIEW OF BOOKS

(Una lectura cáustica, pero realista, de la “recuperación” en ciertos lugares del pasado judío, casi siempre ligado con fines turísticos. No deja de chocar, como en el caso de España, que esa preocupación por recuperar el pasado judío vaya a la par con unos elevados niveles de antisemitismo. Business Is Business, para que luego digan que los mercaderes son los judíos)

Hanukkah conmemora la persistencia frente a las abrumadoras probabilidades en contra, cuando los rebeldes judíos en Judea derrotaron a sus amos helénicos y las lámparas de aceite que duraban un solo día lucieron, milagrosamente, ocho días más. Hace cinco años me enteré de lo que parecía un milagro más. A pesar de haber sido casi erradicada por los nazis hace seis décadas, el espíritu de la vida judía en Polonia se había encendido de nuevo en Cracovia, cerca de las tierras de cultivo donde mi familia había vivido durante unos nueve siglos.

Las cafeterías, me dijeron, servían carpas en gelatina con pasas. Las melodías klezmer rebotaban por las calles empedradas. Los rótulos de las tiendas de antes de la guerra habían vuelto a aparecer flanqueando una animada plaza como si sus judíos nunca se hubieron extinguido. Los cocineros y los klezmorim (los músicos klezmer), según supe después, eran casi todos los no judíos, y la multitud presente estaba compuesta por turistas. Se trataba de mera fachada.

Auschwitz, a tan solo una hora de distancia, sigue siendo una brutal advertencia contra la nostalgia de color de rosa o la frivolidad. Aún así, tenía que ver todo esto por mí misma. Y fui hasta allí. El Festival de la Cultura Judía se celebra cada verano en el antiguo barrio judío de Cracovia (Kazimierz). Todo comenzó al final de la época comunista como un asunto de bajo perfil, organizado por cracovianos no judíos amantes de la historia de su ciudad y por los líderes de “Universidad volante judía” de Varsovia – una escuela judía clandestina -. Ahora tiene una duración de más de una semana y atrae a decenas de miles de visitantes, en su mayoría polacos no judíos, alemanes y otros europeos (Hay alrededor de 5.000 a 30.000 judíos en Polonia actualmente, dependiendo de cómo se cuente). Las sinagogas y cementerios profanados han sido restaurados y las casas abandonadas se han convertido en tiendas, hoteles y restaurantes, algunos con temas judíos. El efecto global puede recordar a una especie de Disney Street en los EEUU, aunque el festival es, en su mayor parte, profundamente serio y respetuoso. El programa combina el entretenimiento con músicos y grupos de teatro judíos y no judíos, que trabajan para preservar el legado judío, con conferencias académicas sobre el pasado judío de Europa, clases de baile y discusiones entre los judíos y no judíos sobre el Holocausto y la persistencia del antisemitismo.

Mis viajes al festival de Cracovia me han llevado a otras ciudades de Europa y Asia cuyas suprimidas historias judías está siendo recuperadas y recreadas de manera fascinante: Lódz, Berlín, Vilna, Lviv, y en otros lugares. Tal vez el caso más extraño es Birobidzhan, en el extremo oriental de Rusia, cerca de China, un territorio establecido por Stalin en la década de 1930 como una colonia donde reubicar a los judíos no deseados en Ucrania. De los 40.000 judíos que fueron ubicados allí, la mayoría optó por los matrimonios mixtos, se asimilaron o bien emigraron. Hoy existen pocos judíos “plenos” restantes, pero el 16% de la población actual de una ciudad de unos 75.000 habitantes reclama un cierto grado de ascendencia judía, y la ciudad ha hecho un gran esfuerzo para mostrar su patrimonio. El Festival de la Cultura Judía de Birobidzhan, que se celebra cada dos de septiembre, ha pasado de ser una demostración del talento local a una especie de gran festival estilo Hollywood, con glamurosos y deslumbrantes artistas importados.

Aunque tienen pocos visitantes, las aspiraciones siguen siendo altas, y hay planes ya en obra para construir a gran escala un “pueblo judío” siguiendo el ejemplo del “Pueblo Tradicional Coreano” de Seúl. El Ayuntamiento ha ordenado a los restaurantes que reaviven los viejos platos judíos: el festival de este año tenía como atracción un enorme pescado relleno de unos sesenta y seis metros destinado a batir un nuevo récord mundial que ponga a esta remota y una tanto sombría ciudad-pantano en el mapa.

Pero otros intentos de revivir la cultura judía en Birobidzhan son más serios. El yiddish – una vez la lengua oficial de la región y en el único lugar en la historia -, allí donde alguna vez predominó, vuelve a aparecer en las señales de tráfico y en el periódico local, y se enseña en las escuelas. Desde la caída de la Unión Soviética, 150 maestros han sido capacitados en yiddish. Existen dentro de la comunidad grupos que representan las obras de teatro en yiddish y festivales de canto. En la TV y en la radio los programas recuperan los temas judíos. Muchos de los que participan no tienen un trasfondo judío, pero consideran el pasado judío de la ciudad como un legado cívico que deben defender. Los judíos son admirados por considerarlos portadores de valores loables: la educación, la autodisciplina, y la inteligencia financiera. Después de una larga historia de persecuciones en Rusia, la judeofilia de Birobidzhan, aunque dependiente de los estereotipos, puede ser algo parecido a un desarrollo positivo.

La fiesta judía de Hervás, en España, a la que asistí en julio pasado, es un caso diferente. Hervás es un pueblo de montaña que en coche está, tras atravesar un desierto de matorrales, a algunas pocas horas de Madrid. Su fiesta técnicamente honra a los conversos, es decir, aquellos judíos obligados a convertirse durante la Inquisición. Mientras que Hervás tuvo sus propios habitantes judíos – unos cuarenta judíos, o posiblemente familias judías, figuran en el censo de 1492 -, algunas florecientes comunidades judías vivían en las grandes ciudades a varios kilómetros de distancia. Y el barrio medieval, bien conservado y registrado como el “Barrio Judío“, no parece tener mucho más de judío, según mantienen los estudiosos, que cualquier otro barrio de Hervás. El “Barrio Judío”, afirman, es en realidad una fantasía ideada para atraer unos ingresos turísticos para un pueblo que, con una impresionante arquitectura y unas bellas vistas paisajísticas, tiene poco empleo.

El festival cuenta con una obra de teatro, un melodrama suave y azucarado sobre el amor condenado entre una chica judía y un chico católico que acaban asesinados por sus respectivos amantes despechados. El show, un espectacular popurrí de desfile medieval, comedia del arte, violinista en el tejado, West Side Story y telenovela, se realiza a orillas del río de Hervás en medio de la noche. Se trata de un elenco de ochenta personas, incluyendo acróbatas, malabaristas de fuego, decenas de niños, un perro, un burro y un caballo (Una tragedia sobre el pasado judío de España escrita por un autor judío de Madrid, y que se montó el primer año del festival, fue rehecha totalmente y luego desechada por no permitir un carácter lo suficientemente festivo). La audiencia – adolescentes en las gradas, ancianos en sillas plegables, niños surrealísticamente plácidos gateando entre el recién cortado heno -, charla durante la representación señalando a los conocidos presentes en el reparto. El evento tiene el aura de una feria del condado.

Durante el día, los aldeanos vestidos como judíos – vagamente imaginados con chilabas marroquíes, faldas hippies y babuchas – representan lo que se anuncia como un “mercado judío” (lo que lo hace judío, evidentemente, es la noción muy común en España de que los judíos son unos verdaderos expertos en la venta de cualquier cosa). Entre las actividades programadas, sólo una tuvo mucho que ver con la historia judía: una especie de tour andante patrocinado por una progresista troupe dedicada a la canción popular procedente de una ciudad de la región relatando las “obras” de la Inquisición. Los compradores les miraban sorprendidos y paralizados, pero cuando el tour pasaba de largo el “mercado judío” reanudaba su aire festivo.

Los aspectos comerciales del festival de Hervás – financiado por la cámara de comercio del pueblo como una bendición para los negocios locales – no son excepcionales. Igualmente, el renacimiento cultural en Birobidzhan también obtuvo subvenciones desde Moscú, mientras que en la periferia del Festival de Cracovia se encuentran vendedores de figuritas judías con la “nariz ganchuda”. Sin embargo, hay mucho más en juego en estos lugares que el beneficio.

En Cracovia, con su rica y traumática historia, el Festival es un intento de hacer frente a la pérdida, algo que sigue siendo relativamente novedoso, de lo que fue la más grande población judía de la época, así como la cuestión de la complicidad polaca con los nazis en la guerra, la represión comunista de la historia del Holocausto y la continuidad de la intolerancia en Europa. También es una oportunidad para que los polacos reflexionen sobre el futuro de su país como una nación conservadora, culturalmente monolítica en un mundo cambiante y ante la diversificación de Europa.

El renacimiento cultural judío en Birobizhan parece tener como principal objetivo animar un lugar aislado y pobre, con un futuro bastante pesimista, pero nada especial por su historia única. A pesar de algunas tonterías y de cierta confusión, los esfuerzos más sobrios por enseñar la historia judía y el yiddish aseguran que al menos algún legado relevante podría conservarse. Y tal vez incluso su “parque temático conmemorativo” sea más saludable que lo que sucede en la mayoría de los lugares donde hubo una antigua y vital cultura judía más o menos desaparecida: el olvido total.

En Hervás, la evocación del pasado judío es tan superficial e históricamente caprichosa que bordea lo ofensivo. Las estrellas de David adornan las señales de tráfico, las rejas de kas ventanas, e incluso, sin motivo aparente, la iglesia. Hay una Taberna de la Judería y un Hotel la Sinagoga: el primero, si echamos un vistazo, se especializa en el jamón, haciéndolo indistinguible de un Holiday Inn. Al llegar, me hizo gracia por su aspecto kitsch, pero en mi último día, me sentí vagamente molesta. Este simbolismo vacío pone cruelmente de relieve todo lo que Europa ha perdido.

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