PETER KATZ EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
He escrito un artículo anterior sobre el mismo tema, donde explico que el Antisemitismo es una enfermedad incurable. En realidad es una actitud negativa en la vida. No lleva a nada provechoso.
Tal vez sea envidia. El pueblo de Israel creó una religión monoteísta en un mundo en el que los demás vecinos eran politeístas. Esto pudo haber creado cierto rencor. Puede ser que lo que a nosotros nos causaba trabajo cumplir, a nuestros vecinos los atraía.
Desde luego para nosotros nuestros preceptos morales y nuestra ética, era superior. Pero nunca tratamos de imponerla a nuestros vecinos. Los judíos no practicaban el proselitismo. Había suficientes problemas internos para imponer los preceptos éticos y morales, como para buscar más problemas afuera. Estas “envidias” que causaban los judíos no se llamaban antisemitismo.
La palabra “antisemitismo” nació hasta 1879 y fue difundida por un escritor alemán Wilhelm Marr. Muy pronto hubo otros panfletos como la publicación anónima en el Imperio Ruso de “Los Protocolos de los Sabios de Sion”. En Francia, Gobineau publicó varios libros sobre el tema. En Austria, el alcalde de Viena, Franz Lueger, era el campeón antisemita local. Era un político. Decía “Ich bestinme wer Jude ist”, “Yo determino quién es judío”.
Después de la conquista de Cananea, la “Tierra Prometida” en la Torá, cuya invasión costó mucha sangre y bajas entre los judíos, de acuerdo a la promesa de D-os a Abraham. Más tarde la conquista de Jerusalem de los jesubeos, llevada a cabo por el Rey David, el reino de Judea no libró más batallas contra sus vecinos.
Así es que no hicimos enemigos por haber sido invasores de tierras ajenas ni fuimos opresores de otros pueblos.
Cuando Babilonia invadió a Judea, y Nabucodonosor y sus huestes destruyeron el Templo, el Beit Hamikdash, se llevaron a los más ilustres y educados intelectuales a Ninive, los judíos fueron los que sufrieron tener que ir al exilio, no como esclavos sino como invitados. Los trataron bien, a orillas del Eufrates.
Fue alrededor del año 400, cuando el Emperador Romano, Constantino I, elevó el catolicismo a “Religión de Estado” en el Concilio de Nicea. El Clero de aquél entonces, ya muy numeroso y elegantemente ataviado, estimó necesario aclarar de una vez para las multitudes hedonitas europeas que estaban siendo convertidas al cristianismo: ¿Quién era judío? Insistían en dejar bien marcada la diferencia entre judíos y recién convertidos, y también indicar el creciente número de convertidos en Roma.
Más tarde, a los judíos los tacharon de “Deicidas”, porque habían crucificado a Jesús. Cuando en realidad él fue juzgado y crucificado —siendo el máximo castigo romano en aquella época en Judea— por los romanos. Judea muy pronto iba a ser convertida en una provincia romana llamada por Adriano “Aelia Capitolina”. Los judíos fueron expulsados de sus hogares y dispersos por el mundo. Inició la Diáspora.
No creo que el antisemitismo deje de existir. La tentación de criticar a alguien diferente en sus conceptos éticos, en su aceptación de los demás, sin diferenciar en su entrega, por lo menos la de muchos, en defender los derechos de los otros, los Derechos Humanos, los derechos de los necesitados, los derechos de los discapacitados. Esta tentación de criticar a alguien tan diferente es, para muchos, irresistible.
Durante la modernidad, el proceso Dreyfus llevado a cabo en París, fue ya catalogado como antisemitismo. Theodor Herzl lo cubría entonces como periodista, para “Die Freie Presse” de Viena. Allí fue donde nació en Herzl la idea para escribir “Der Judenstaat” (‘El Estado Judío’) y más tarde, incontenible y llena de idealismo, nació la idea del Sionismo Político. Consecuentemente, se celebra el primer Congreso Sionista en Basilea en 1897.
Hoy en día, el antisemitismo como tal es un crimen que se castiga con pena de prisión, arresto en el acto, sólo en un país del mundo: Alemania. Esta ironía es una consecuencia del Holocausto.
El antisemitismo es una vergüenza para la humanidad. Desde luego, muchos no lo ven así.
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