Dios aún existe (Primera de tres partes)

UN CUENTO DE MAY SAMRA

LÍBANO 1976, ABDALLAH

“Me llamo Abdallah, tengo 14 años y como mi nombre lo indica, seré esclavo de Alá y serviré al profeta, a nuestro partido y a la causa del islam hasta el día de mi muerte.

Éste fue el juramento que hice aquel día que para mí constituye el principio de mi verdadera vida. Lo que antes hubo, la suciedad de la tienda de verduras de mi padre, mi madre trabajando de sirvienta, nuestra vivienda en un sótano y mi escuela coránica, todo parece ser una pesadilla que explotó con la guerra.

¡La guerra! Puso orden en el mundo caótico en que vivíamos.

Sabía que algo se preparaba. Las salidas furtivas de mi padre a medianoche, los rumores de un cambio, el desván que de repente se trasformó en arsenal, todo auguraba algo grandioso que de repente llegó.

Inició con disturbios en provincia;y de pronto, la capital se transformó en campo de batalla: tanques, armas, gente corriendo, explosiones y disparos. Mi padre nombrado jefe de zona, nos cambiamos a una lujosa residencia, antigua propiedad de unos adinerados cristianos. Todo el mundo ahora halagaba al jefe y para todo se necesitaba una cuota. Nos hicimos ricos de la noche a la mañana, ¡bendito sea Allah! Ya no soy el hijo del verdulero, con los harapos que eran de mi hermano mayor. Ahora llevo mi uniforme y la cabeza alta.

La guerra nos ha devuelto nuestra dignidad. Una nueva vida inició con un juramento: “Me llamo Abdallah…”

Este día vi prenderse en los ojos de mi padre una chispa de amor y orgullo, así como algo de sorpresa, como si me viera por primera vez. Creo que, entre tanta progenitura, no se había percatado de mi presencia. No era yo su hijo predilecto ya que de niño había sido enfermizo y tardé mucho en hablar. Como hijo de la segunda concubina, no valía mucho: su favorita era Ahmed, hijo de la primera esposa, el genio en los estudios que nos opacaba a todos. Pero ya no hay escuela, ya no hay honores y mi padre se ha dado cuenta que tipo de debilucho es Ahmed: ayer, en medio de la junta, deshonró a mi padre diciendo que debíamos negociar una solución pacífica y dejar las armas. ¡Dejar las armas! Como si hubiera otra manera de conseguir una vida digna.

Yo respondí que el Kalachnikov que mi padre me había entregado era ya parte de mi cuerpo y que sólo con sangre conquistaríamos lo que era nuestro: ¡Líbano! Yo no me voy a conformar con menos -grité- y no pararé hasta que no quedara un cristiano en este país.

Ahmed, entonces, bajó los ojos y después de una gran ovación, me sacaron del recinto sobre los hombros.

Esa noche no pude conciliar el sueño pensando en las palabras que yo había pronunciado. Las repetí cien y mil veces en una especie de vértigo. Me quedé dormido al amanecer, y no fue hasta tarde que desperté al oír unos gritos espantosos y lamentos de mujeres.

Me levanté de un salto, agarré mi ametralladora y salí corriendo. En la sala, en medio de la muchedumbre yacía un cuerpo inerte: Amín, hermano de mi padre. Entre gritos y aullidos me enteré de lo que había pasado. Un judío había sido asesinado por un francotirador, y su cuerpo estaba tirado en la calle. Llegó otro judío, y le pidió a mi tío que le ayudará a moverlo, para transportarlo a su cementerio. Mi tío accedió; fue cuando la bala del mismo francotirador acabó con su vida. Mi tío…

..¡ mi tío muerto por culpa de un judío, un sionista probablemente, un enemigo de nuestro pueblo y de todos los pueblos, ¡gente que toma sangre!

Esta muerte debía ser vengada. Fue entonces cuando empecé a gritar “Muerte a los judíos” y mi grito repercutió en dos, cuatro, veinte, cien veces que llenaron la casa, la cuadra, todo el barrio.

Hace mucho que sé que “Muerte a los judíos” es un grito capaz de unir a la muchedumbre. Además,conozco el corazón del hombre, el cual clama por más sangre, cuando la ve regada.

Todos a mi alrededor corrieron por sus armas. Fue entonces que trajeron al judío: un hombre de mediana edad, barbado y con escaso pelo, al que tenían agarrado del cuello; reconocí a uno de los clientes que visitaban la tienda de mi padre, ordenando en voz alta -alguien delante del cual todos se afanaban.

Ahora, no era más que la sombra de una persona: sus ojos de pupilas exorbitadas miraban a su alrededor con temor; parecía un cadáver. De hecho, su sentencia de muerte había sido dictada.

– ¡Abdallah! gritó mi padre: “A ti, hijo mío, te toca la ejecución”.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo y pensé: “Es ahora”. Será la primera vez, mi primer hombre, el privilegio de quitar la vida, de ser el brazo del jihad, la espada de Allah. Ya no más disparar en el aire o sobre unas latas pintadas de cruces y estrellas de David.

Ahora es el momento de la verdad.

SalÍ junto a mi padre, mientras la multitud se llevaba al prisionero, a golpes y empellones, hacia el patio de la mezquita, donde se realizaban las ejecuciones.

“¡Muerte a los judíos!”, seguía sonando mientras yo caminaba con orgullo; finalmente, hijo de mi padre.

Por la pequeñez del espacio, sólo tres personas entramos con el prisionero; hubiera preferido que todos mis seguidores me vieran ultimar al condenado. Mi padre le ordenó callarse, pues gritaba y vociferaba a más no poder, pidiendo un juicio.

Cuando se dio cuenta que no se le haría caso, levantó la cabeza y sus labios empezaron a formar unas palabras: estaba rezando. “Es dudoso que tu dios se acuerde de ti en este momento”, pensé. “Una ráfaga de metralleta; tú serás recuerdo – yo héroe”.

Empuñé el arma y corté cartucho. De pronto,me desconcentraron los gritos de mi hermano mayor: “¡Urgente!¡Mensaje del alto mando!”. Se llevó a mi padre y al segundo en mando.

Quedamos el condenado y yo, víctima y verdugo, mirándonos.

“¡Abdallah!, no lo hagas,”. Detrás de uno de los pilares de la mezquita, salió una sombra velada.

-¡Deténte!- la voz de mi madre-¡No te manches las manos de sangre!

¿Cómo había mi madre encontrado la manera de entrar? “Es sólo un judío” respondí.

-¡No lo hagas! -repitió- ¡Déjalo ir!

-Mujer -le contesté con mi voz más severa- regresa de donde vienes y no te entrometas. ¡Éste es asunto de hombres!

Detrás del velo vi entristecerse sus grandes ojos; las madres nunca aceptan que, un día, los niños se hacen hombres, pensé.

Pero también vi en sus pupilas algo que parecía satisfacción. Me volteé de un solo movimiento, temiendo lo que iba a ver.

El prisionero había desaparecido.

Seguirá…

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