ESTHER SHABOT/ EXCELSIOR
1 de enero 2012-El comienzo del 2012 no se parece contar con buenos augurios para el Medio Oriente, y por tanto para el mundo. No sólo la primavera árabe se presenta incierta en sus resultados y con considerables probabilidades de fracasar en su intento por democratizar y liberalizar los entornos nacionales en los que se ha conseguido derrocar a los viejos regímenes dictatoriales, sino que además, se perfilan en el horizonte otras amenazas cuya gravedad es alarmante. Dos de las situaciones más preocupantes tienen que ver sin duda con Irán y Siria, países aliados en su visión geoestratégica y en sus maniobras regionales, y protagonistas ambos de escenarios marcados por una tensión extraordinaria.
Comencemos por el Irán de los ayatolas: A lo largo de estos últimos días el régimen de Teherán, reacio a abandonar su programa nuclear bélico, ha escalado en la guerra de declaraciones inflamatorias al amenazar no sólo a Occidente sino a sus propios vecinos árabes del Golfo Pérsico, con cerrar el Estrecho de Ormuz en caso de que se decrete un embargo petrolero internacional contra la venta de energético del país persa. Esta amenaza constituye una luz roja para el mundo entero ya que de concretarse significaría una verdadera catástrofe para la economía global en la medida en que cerca del 40% del petróleo mundial originado en plataformas marítimas, pasa necesariamente por el mencionado Estrecho para su comercialización. Con estas declaraciones, se eleva notablemente la posibilidad del estallido de una guerra de consecuencias devastadoras, en tanto una fuerte y decisiva acción militar contra Irán por parte de Occidente e Israel y con el visto bueno de los países árabes del Golfo, cobra cada vez mayor legitimidad internacional ante el panorama de desastre económico-financiero en puerta implícito en el cierre de Ormuz.
Y en cuanto a Siria, los acontecimientos de los últimos días han sido también alarmantes y llenos de señales negativas. Las cifras de civiles muertos por la represión gubernamental contra las protestas anti-Assad son cada día más abultadas (se calculan ya más de 5 mil muertos), el riesgo de una abierta guerra civil crece a pasos agigantados, y la llegada hace unos cuantos días de los monitores enviados a Siria por la Liga Árabe para vigilar los presuntos compromisos de Bashar al-Assad en el tema del respeto a la vida de sus ciudadanos y la atención a sus demandas parece estar destinada a un rotundo fracaso. Hasta ahora los enviados parecen estar más dispuestos a hacerse de la vista gorda ante los excesos del régimen que a cumplir de manera puntual con su cometido.
De por sí la designación del general sudanés Mohamed Ahmad Mustafá al Dabi como jefe de la misión de observadores fue un mal presagio. Se trata de un personaje sobre el que pesan denuncias diversas sobre un grado considerable de involucramiento de su persona en las matanzas genocidas en Darfur. En ese sentido la oposición siria no alberga confianza alguna de que el envío de los monitores constituya una medida capaz de poner un alto a los excesos de violencia. Sólo le resta la esperanza de que ante este panorama de fracaso la Liga Árabe decida transferir el caso sirio al Consejo de Seguridad de la ONU con la expectativa de que este organismo ponga en práctica mecanismos más eficaces de presión en apoyo de la acosada ciudadanía siria. Pero aún si ello ocurriera, es dudoso que Rusia y China, en su calidad de miembros permanentes del Consejo, estén dispuestos a aprobar medidas más radicales. Así las cosas, la conflictiva y complejísima situación representada por el binomio Irán-Siria constituye en los albores de este año, uno de los desafíos más importantes regional y mundialmente hablando.
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