Salvar de la muerte a los niños

JOHN DYSON/POR ISRAEL.ORG

Wafaa Huseini dio a luz a una nena preciosa y perfectamente formada, de ojos oscuros y rasgos finos. Noor era su octava hija, y el milagro de haberla traído al mundo la llenaba de alegría y orgullo; sin embargo, al poco tiempo su felicidad dio paso a una gran preocupación: la nena parecía estar luchando para sobrevivir.

Con frecuencia estaba pálida y aletargada, tenía fiebre y le faltaba el aliento. Wafaa la llevó a una clínica, donde un ecocardiograma reveló un problema grave: un orificio en el tabique interventricular, a causa del cual la sangre refluía a los pulmones en vez de transportar oxígeno a todo el cuerpo. El defecto podía corregirse mediante una operación complicada y costosa, pero Wafaa y su esposo, Samih, electricista de autos, tenían la mala suerte de vivir en uno de los peores lugares del planeta: Gaza.

En esta franja de tierra situada entre el mar Mediterráneo e Israel, 1,4 millón de palestinos luchaban día tras día por sobrevivir. El grupo islámico radical Hamás había tomado el control de Gaza y lanzado misiles a Israel, que, en represalia, cerró el suministro de alimentos, agua, combustible y material médico a la franja.

Al principio los médicos de Noor aconsejaron a sus padres esperar, ya que a veces se cierran solos los orificios en el tabique interventricular. La nena tenía apenas poco más de un año de edad cuando, increíblemente, se produjo otra desgracia. Wafaa notó que el ojo izquierdo de su hija se había agrandado y brillaba más. Era cáncer. Le extirparon el ojo luego de un ciclo de quimioterapia, pero ésta le afectó los vasos sanguíneos y redujo aún más la circulación.

Cuando Noor cumplió los tres años se hizo evidente que, sin una operación a corazón abierto, estaría condenada a morir; sin embargo, en toda la franja de Gaza no había un solo cardiocirujano.

Aun así, a la nena le quedaba una esperanza: un grupo de cardiólogos y cardiocirujanos voluntarios llamado Salvemos el Corazón de un Niño (SACH, por sus siglas en inglés), el cual opera a decenas de niños palestinos y árabes todos los años. Pero estos médicos trabajan en Tel Aviv, y con la violencia entre Israel y Hamás, parecía imposible trasladar a Noor a esa ciudad. Wafaa no se dio por vencida; lo único que le importaba era la vida de su hija. Su médico se puso en contacto con el SACH, y pronto, con incredulidad y alegría, Wafaa recibió la noticia de que habían aceptado a Noor como paciente.

Cuando la madre se preparaba para el viaje, ocurrió otro desastre: Israel cerró sus puertas. Provocados por el repetido bombardeo y fuego de artillería de Hamás, los israelíes respondieron con fuerza devastadora. Bombas, granadas y misiles llovían sobre las abarrotadas calles de Gaza.

Mientras Wafaa y Samih buscaban provisiones de porotos, garbanzos y manteca para alimentar a su familia, la salud de Noor empeoraba cada día. Sin electricidad ni gas en su departamento, en el tercer piso de un edificio, Wafaa tenía que cocinar sobre una fogata de leña en la calle. Oraba por que el combate terminara a tiempo para salvar a su hija.

El 25 de enero cesó el fuego. Antes de dejar las calles de Gaza llenas de escombros, Wafaa recorrió los comercios en busca del único regalo que Noor deseaba recibir; luego, con el obsequio guardado en su bolso junto con los preciados permisos para entrar a Israel, pasó por el puesto de control con la nena en brazos.

En un cuarto en penumbra en el Centro Médico Wolfson de Tel Aviv, nueve médicos especialistas y enfermeras del SACH están reunidos para realizar la revisión semanal de sus próximos casos. Una imagen de ultrasonido del extenuado corazón de Noor aparece en una pantalla.

—Esta niña está muy grave —dice el cardiólogo Akiva Tamir.

Unos destellos rojos y azules en la imagen indican el caótico bombeo de sangre del órgano. Tras sopesar las posibles complicaciones, el cirujano Lior Sasson anuncia:

—Puedo arreglar esto, pero tendremos que trabajar rápidamente.

A varios pasillos de distancia, Wafaa y Noor comparten una sala en el pabellón pediátrico con otras madres y niños enfermos de la franja de Gaza, Irak y Cisjordania. A la usanza musulmana, las mujeres están vestidas con largas túnicas negras y coloridos paños sobre la cabeza. En otra sala hay algunos chicos traídos en avión por el SACH desde Zanzíbar y Kenia. Todos se mezclan e intercambian sonrisas con pacientes israelíes y sus padres.

Con su lindo piyama puesto y su hermoso pelo castaño atado con una cinta rosa, Noor se muestra tímida y nerviosa. Para reconfortarla, Wafaa saca el regalo y se lo da. Llena de emoción, la nena lo abre: adentro hay unas zapatillas de baile, cubiertas de len-tejuelas doradas que resplandecen.

Extasiada, Noor se las pone, y a partir de ese momento se niega a sacárselas, ni siquiera en la cama.

El lunes, muy temprano, la cama de Noor está vacía y las zapatillas doradas se encuentran de nuevo en el bolso de su madre. Un asistente del hospital traslada a la niña al quirófano en una camilla. Wafaa observa con resignación cómo se cierran las puertas detrás de su hija, y luego se aleja con una oración en los labios.

Minutos después, Noor cierra su único ojo y se queda profundamente dormida. Una mascarilla conectada a tubos de respiración le cubre la cara. Sensores sujetos al pulgar de cada pie —y enchufados a monitores— miden la frecuencia cardíaca, la temperatura y otros signos vitales. Los médicos de-sinfectan con yodo el pecho desnudo de la nena y luego se lo envuelven con tela quirúrgica esterilizada. Sólo queda descubierto un pequeño cuadrado de piel justo arriba del corazón.

El doctor Sasson, de 53 años, se deja poner y atar una bata esterilizada azul. Hombre alto, de brazos fuertes y pelo canoso que le sobresale por detrás del gorro quirúrgico, Sasson se formó como cirujano en Chicago y prestó cinco años de servicio como capitán de un barco patrulla de la armada israelí. Entre sus 11 colaboradores en el quirófano hay judíos, cristianos y musulmanes. Sasson se coloca y ajusta unas gafas de amplificación provistas de una lámpara potente y una minicámara que enviará imágenes a una pantalla situada en el fondo de la sala. De pronto empieza a sonar su disco favorito de música francesa. Hace años que el equipo médico lo escucha, y canturrea en voz baja.

Cada operación cuesta alrededor de 10.000 dólares (cerca de la mitad del costo real), así que el SACH recauda 2,5 millones de dólares por año entre filántropos y fundaciones de Israel, la Unión Europea y los Estados Unidos. La operación de Noor será pagada por la asociación Cristianos Unidos por Israel, de Texas, y por la organización cristiana Shevet Achim, con sede en Jerusalén, la cual se ocupa de hacer pasar a niños árabes enfermos como Noor por los puestos fronterizos y de control hasta llegar al SACH.

Las recompensas que los médicos reciben por su trabajo son conmovedoras. Chicos de todo el mundo llegan al hospital del SACH como muertos vivientes, y tres o cuatro semanas después, salen felices y fuertes; los mayores incluso llevan ellos mismos su valija. “Cuando hacemos surgir una sonrisa en el rostro de una madre, la sensación es increíble”, dice Sasson. “Y si esto constituye un paso hacia la paz mundial, también es estupendo”.

En el quirófano, Sasson extiende la mano y una enfermera le pasa un bisturí eléctrico. El cirujano empieza a hacer una incisión en el pecho de Noor, y un fuerte olor a carne quemada llena la habitación; la cuchilla al rojo vivo cauteriza los vasos sanguíneos a medida que corta. Luego, cuando Sasson comienza a abrir el esternón de la nena con una sierra quirúrgica, un molesto chirrido resuena en la sala. Unas pinzas de acero separan los dos lados de la caja torácica, y de pronto queda al descubierto el corazón de Noor. El ventrículo izquierdo es enorme y de color rosado; la aurícula derecha parece atrofiada y tiene un tono morado.

Un chorro de sangre salpica la bata del cirujano cuando secciona la frágil arteria aorta para conectarla a una máquina corazón-pulmón. En seguida conecta otro tubo a la arteria pulmonar, hace una señal con la cabeza y entonces las bombas rotatorias de la máquina empiezan a absorber lentamente la sangre del corazón de Noor y a suplir la función del órgano. En los monitores, la gráfica móvil que muestra la actividad cardíaca se convierte en una línea recta.

Cuando el corazón de Noor deja de latir, Sasson hace en él una incisión profunda y comienza a insertar agujas curvas sujetas a hilos de lastre para separar los lados del órgano. Ahora la cavidad parece el pico abierto de un pajarito hambriento en su nido. El cirujano examina el interior y encuentra el orificio. Es enorme, quizás una quinta parte del tamaño del corazón. Tras tomar unas pinzas como si fueran un bolígrafo y mojar las puntas con sangre como si fuese tinta, Sasson dibuja un círculo de 1,25 centímetro de diámetro en un parche de Gore-Tex blanco esterilizado y luego lo recorta. Se recurre al Gore-Tex (un tipo especial de tela usado para confeccionar ropa deportiva) porque el organismo del paciente no lo rechaza. Usando agujas muy finas e hilo del grosor de un cabello humano y haciendo suturas delicadas y microscópicas, Sasson cose el parche en el orificio, y después vuelve a cerrar el corazón.

—¿Listos? —pregunta.

Todos contienen el aliento. El cirujano pide el desfibrilador y coloca los electrodos a los costados del corazón. Luego aplica una descarga eléctrica a través de los músculos del órgano. Observa atento la pantalla del monitor, y sonríe cuando ve el patrón de un ritmo cardíaco normal. Con un ecotranspondedor inserto en la garganta de Noor hasta los pulmones, otra médica realiza un examen de cerca. Las imágenes de la pantalla no muestran fugas de sangre.

—Excelente trabajo —anuncia la doctora—. ¡Felicidades!

Dentro de unos meses el parche de Gore-Tex estará cubierto por el tejido de Noor, y su corazón deberá funcionar normalmente toda su vida.

Apenas dos días después, Noor está sentada en su cama en la unidad de terapia intensiva. Sonriendo tímidamente, mete la mano en el bolso de su madre y saca las zapatillas doradas. Waafa se las pone.

En la primavera de 2009, otro sueño se hizo realidad para Noor. Fue a un hospital en Haifa para que le colocaran un ojo artificial en la cuenca vacía. Ahora es nuevamente una nena hermosa y feliz.

SACH: sólo por amor a los chicos

En 1995, el finado cirujano estadounidense Amram Cohen (en la foto) fundó el grupo Salvemos el Corazón de un Niño (SACH) en el Centro Médico Wolfson de Tel Aviv. Desde entonces, impulsados sólo por el amor a los chicos, los médicos del SACH han tratado a más de 2.000 niños que padecían enfermedades congénitas y reumáticas del corazón. Los defectos cardíacos de nacimiento son la causa congénita de muerte infantil más común durante el primer año de vida. En los países en vías de desarrollo, 8 de cada 1.000 niños nacen con alguno de estos defectos.

De los pacientes del SACH, la mitad son árabes de Cisjordania, la franja de Gaza e Irak, y los demás provienen de otros 30 países, sobre todo de África. Los niños son llevados a Israel en grupos de cuatro a seis, acompañados por un familiar suyo o por una enfermera si tienen tres años de edad o menos.

La estancia promedio

en el hogar especial para niños del SACH es de tres meses. El grupo cuenta con unos 70 miembros, y todos son voluntarios. El equipo de cardiólogos pediatras del Centro Médico Wolfson está de servicio las 24 horas del día.

El SACH capacita a personal médico del mundo entero en todas las especialidades de la atención cardíaca pediátrica. Hasta el día de hoy ha capacitado a unos 50 médicos y enfermeras en el Centro Wolfson, y a cientos más en los países donde la atención cardíaca es limitada. Varias misiones de enseñanza del SACH por Etiopía, China, Mauritania, Moldavia y Ucrania permitieron tratar a más de 130 niños.

Actualmente hay más de 1.000 niños enfermos del corazón en la lista del SACH, en espera de

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